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Reglas mundiales para el capital, por Dani Rodrik

Por Prodavinci | 16 de diciembre, 2012

CAMBRIDGE – Es oficial. El Fondo Monetario Internacional ha puesto el sello de aprobación a los controles al capital, legitimando el uso de impuestos y otras restricciones sobre los flujos financieros transfronterizos.

No hace tanto, el FMI presionaba duramente a los países –pobres y ricos– para que abriesen sus finanzas al mundo. Ahora reconoce que la globalización financiera puede ser perjudicial, incluyendo crisis financieras y movimientos de divisas económicamente desfavorables.

Henos aquí frente a otro giro en la trama de la interminable saga de nuestra relación de amor y odio con los controles al capital.

Con el patrón oro clásico que se mantuvo hasta 1914, la libre movilidad del capital era sacrosanta. Pero la turbulencia del período de entreguerras convenció a muchos –entre los que destaca John Maynard Keynes– de que una cuenta de capital abierta es incompatible con la estabilidad macroeconómica. El nuevo consenso se reflejó en el acuerdo de Bretton Woods en 1944, que consagró los controles del capital en los Artículos de Acuerdo del FMI. Como dijo Keynes en esa época, «lo que antes era herejía hoy se sostiene como ortodoxia».

A fines de la década de 1980, sin embargo, los responsables de las políticas habían vuelto a enamorarse de la movilidad del capital. La Unión Europea determinó en 1992 la ilegalidad de los controles al capital. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico obligó a sus nuevos miembros a mantener los flujos libres de restricciones, preparando así el camino para las crisis financieras mexicana de 1994 y surcoreana de 1997. El FMI adoptó esa agenda sin reservas y sus líderes procuraron (sin lograrlo) enmendar los Artículos de Acuerdo para otorgar al Fondo poderes formales sobre las políticas de la cuenta de capital en sus estados miembros.

Mientras las víctimas de las finanzas mundiales fuesen los países en desarrollo estaba de moda culpar a la víctima. Los economistas del FMI y de las economías occidentales sostuvieron que los gobiernos mexicano, surcoreano, brasileño y turco, entre otros, no habían adoptado las políticas –regulación prudencial, restricciones fiscales y controles monetarios– necesarias para aprovechar los flujos de capital y evitar las crisis. El problema eran las políticas locales, no la globalización financiera. Por lo tanto, la solución no residía en los controles a los flujos financieros transfronterizos, sino en reformas internas.

Mantener esta línea argumental se tornó más difícil cuando los países avanzados fueron víctimas de la globalización financiera en 2008. Resultó más claro que el problema residía en la inestabilidad del propio sistema financiero global –las rachas de euforia y burbujas, seguidas de bruscas interrupciones y cambios en el sentido de los flujos, endémicos en los mercados financieros carentes de supervisión y normativa. El reconocimiento del FMI sobre lo adecuado para los países de protegerse contra estos patrones es bienvenido, y dista de anticiparse a los hechos.

Pero no debemos exagerar el grado del cambio de parecer en el FMI. El Fondo aún considera la libre movilidad del capital como un ideal en el que convergerán eventualmente todos los países. Esto solo requiere que las naciones alcancen las condiciones que constituyen el umbral de un adecuado «desarrollo financiero e institucional».

El FMI trata los controles de capital como un último recurso que debe implementarse en circunstancias muy específicas –cuando otras medidas macroeconómicas, financieras o prudenciales no logran contener la marea de flujos entrantes, la tasa de cambio está decididamente sobrevaluada, la economía se está recalentando y las reservas en divisas están ya en niveles adecuados. Entonces, mientras el Fondo prepara un «enfoque integrado para la liberalización de los flujos de capital» y especifica una detallada secuencia de reformas, no existe nada remotamente comparable a los controles de capital y la forma de mejorar su eficacia.

Esto refleja un excesivo optimismo en dos frentes: en primer lugar, respecto de la capacidad de lograr una sintonía fina de las políticas para atacar directamente las fallas subyacentes que generan la inseguridad financiera mundial; y, en segundo lugar, sobre el grado en que la convergencia de las normas financieras locales atenuará la necesidad de administrar los flujos transfronterizos.

El primer punto puede entenderse mejor utilizando una analogía con los controles de armas. Las armas, como los flujos de capital, tienen usos legítimos, pero también pueden producir consecuencias catastróficas cuando se las utiliza accidentalmente o llegan a las manos equivocadas. El reticente apoyo del FMI a los controles al capital se asemeja a la actitud de quienes se oponen a los controles de armas: los responsables de políticas deben ocuparse del comportamiento dañino en vez de restringir claramente las libertades individuales. Como dice el grupo de presión estadounidense en favor de las armas, «no son las armas las que matan a la gente, es la gente la que mata a la gente». El mensaje implícito el que deberíamos castigar a los infractores en vez de restringir la circulación de armas. De manera semejante, los responsables de políticas deberían garantizar que los participantes en los mercados financieros internalicen completamente los riesgos que asumen en vez de gravar o restringir ciertos tipos de transacciones.

Pero, como le gusta decir al economista de Princeton, Avinash Dixit, el mundo siempre está en un subóptimo o «segundo mejor», en el mejor de los casos. Un enfoque que presupone que podemos identificar y regular directamente el comportamiento problemático no es realista. La mayoría de las sociedades controlan directamente las armas porque no podemos observar y disciplinar perfectamente el comportamiento, y los costos sociales de los errores son elevados. De manera similar, la precaución indica la regulación directa de los flujos transfronterizos. En ambos casos, regular o prohibir ciertas transacciones es una estrategia de «segundo mejor» en un mundo donde el ideal puede ser inalcanzable.

La segunda complicación es que, en vez de converger, los modelos locales de regulación financiera se multiplican, incluso entre los países avanzados con instituciones bien desarrolladas. Sobre la frontera de eficiencia de la regulación financiera se debe considerar el intercambio entre la innovación y la estabilidad financiera. Cuanto más queremos de una, menos podemos tener de la otra. Algunos países optarán por una mayor estabilidad, imponiendo a sus bancos duras restricciones sobre el capital y la liquidez, mientras que otros fomentarán una mayor innovación y adoptarán normas más flexibles.

La libre movilidad del capital presenta una grave dificultad en este caso. Los prestamistas y prestatarios pueden recurrir a flujos financieros transfronterizos para evadir los controles locales y erosionar la integridad de las normas locales. Para evitar un arbitraje regulatorio de ese tipo los reguladores locales pueden verse obligados a tomar medidas contra las transacciones financieras originadas en jurisdicciones con normas menos estrictas.

Un mundo en el cual los países regulan las finanzas de manera diferente requiere normas de tránsito para administrar la intersección de las diferentes políticas nacionales. Suponer que todos los países convergerán en el ideal de la libre movilidad del capital nos distrae del duro trabajo que implica formular esas normas.

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Project Syndicate

Prodavinci 

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