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Veinte años sin “El Jefe”, por Alberto Salcedo Ramos (+video)

Daniel Santos era -él solo- el gozo, el bembé, la fiesta completa.

Cuando yo era adolescente, él era viejo y tenía la voz cascada por los excesos. Ya había cantado las canciones importantes de su repertorio, y a esas alturas era incapaz de regalarnos una tonada nueva que le sumara puntos a su discografía.

Sabíamos eso pero seguíamos escuchándolo con veneración, porque para entonces se había convertido en un cantante de culto. No íbamos tras él para que nos sorprendiera con algo inédito sino para celebrarle lo mismo de siempre, y para darle las gracias.

¿A quién diablos le importaba que, aunque pasaran los años, “el bobo de la yuca” siguiera sin casarse? Tampoco queríamos saber si al final Daniel Santos se encontró con Linda, porque bastante bien que la pasábamos cuando él cantaba que no la había visto.

Todos, incluso quienes llegamos tarde a su bembé, íbamos a los conciertos a celebrarlo. Cantábamos con él “Despedida”, ese bolero estupendo que compuso Pedro Flores cuando, en 1941, varios muchachos de Puerto Rico fueron enviados por el ejército de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial.

También cantábamos con él “Sierra maestra”, la canción suya que le sirvió como banda sonora a Fidel Castro durante la Revolución Cubana.

Al cantar todos con él en los conciertos, ahogábamos su voz ya rota, pero seguíamos oyendo en la memoria su voz clásica, la de los discos originales, la única, la de siempre.

A finales de los años 70 Gabriel García Márquez contó la siguiente anécdota:

En cierta ocasión tomó un taxi en Cartagena. Minutos después notó que el taxista iba mirándolo insistentemente por el espejo retrovisor.

Al principio no le prestó atención porque consideró que aquello era un simple gaje de su fama, pero el taxista insistió tanto que le hizo sentir incómodo.

Cuando llegaron al lugar acordado, Gabo se llevó la mano al bolsillo para pagar. El taxista le dijo que no le cobraría porque lo admiraba mucho. A cambio de recibir la paga, propuso que el ilustre pasajero le estampara su autógrafo y una dedicatoria sobre esa obra suya que él siempre llevaba en el taxi. Dicho lo anterior, le entregó un disco de Daniel Santos.

“El jefe” -como le llamábamos todos- no solo se dio a conocer por su canto. Su vida personal, caracterizada por el vagabundeo y el desenfreno, también generaba mucho interés entre los seguidores.

Era bebedor, inquilino de los burdeles, peleador de cantinas, mujeriego, presidiario, expresidiario, marihuano impenitente.

Sobre esta última faceta, hizo un chiste memorable: “oye, chico, yo no sé de dónde han sacao que la marihuana envicia, si yo llevo cincuenta años fumando marihuana y no me he enviciao”.

Esta semana se cumplieron veinte años de la muerte de “El jefe” y todos volvimos a hablar de él y a celebrarlo. Como antes, como siempre.

Vino otra vez a decirles adiós a los muchachos. Y a recordarnos que el bembé que nos regaló mientras vivía fue tan bueno, que aunque él permanezca en la tumba seguiremos disfrutándolo.

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