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El viaje de McCausland, por Alberto Salcedo Ramos

Aquel sábado de mayo de 2007 me encontré con Ernesto McCausland en el Aeropuerto El Dorado de Bogotá.

Dentro de una hora, tal y como habíamos acordado, saldríamos juntos hacia Barranquilla.

La idea era aterrizar en el Aeropuerto Ernesto Cortissoz y montarnos en seguida en su camioneta, que estaba allí parqueada, para viajar por tierra a Valledupar. En esa ciudad yo lo acompañaría a presentar su novela El alma del acordeón.

Al llegar al aeropuerto de Barranquilla nos sentamos en un café. Había que estirar un poco las piernas y comer algo ligero, porque nos esperaban, más o menos, cinco horas de viaje por carretera.

En cuanto salimos de la ciudad me impresionó la velocidad a la cual conducía. Él, simplemente, sonrió y dijo que yo era muy nervioso. El tablero, sin embargo, lo dejaba en evidencia. Se lo señalé con el dedo. Volvió a sonreír y me dijo que ese tablero estaba dañado. Seguimos.

Habrían transcurrido dos horas más de viaje cuando descubrí que había dejado mi chaqueta olvidada en el café del Aeropuerto Ernesto Cortissoz.

– Cuando uno es de tierra caliente -me dijo – no se entiende con las chaquetas. Yo he perdido varias en los aeropuertos.

Entonces se orilló en la carretera.

– La próxima vez -me dijo con una sonrisa burlona- déjate la chaqueta puesta aunque te mate el calor. Vas a parecer más corroncho de lo que eres, pero no la perderás.

Sacó su teléfono celular y empezó a revisar sus contactos. Primero llamó a un amigo suyo que trabaja en el aeropuerto para que fuera al café a preguntar por la chaqueta. Le dijeron que allá no estaba.

Después acudió a un alto mando de la Policía. Tampoco esta gestión dio resultado. Así que decidió conseguirse el número telefónico del café y llamar él mismo.

Se identificó, dijo que la chaqueta era de un colega y amigo suyo, y en seguida, como por acto de magia, la empleada del café admitió lo que hasta entonces se había negado a admitir: la chaqueta estaba en su poder.

El miércoles pasado, al despertarme con la noticia de que Ernesto McCausland había muerto a los 51 años, lo primero que se me vino a la mente fue aquel viaje.

Recordé la velocidad, recordé cómo el tiempo compartido con él en la carretera se fue volando entre anécdotas, recordé los aplausos que le prodigaron ese mismo día en Valledupar.

Entonces vi aquel viaje como una metáfora de su vida: raudo, breve -a pesar de que debió ser largo- y con un final repleto de ovaciones.

El viaje fugaz le alcanzó, sin embargo, para conocer el mundo, oír a famosos y anónimos, hacer crónicas notables y exhibir siempre un respeto profundo por el oficio.

Por eso fue el periodista de mi región más querido y aclamado por su audiencia. Y por eso, también, me atrevería a jurar que incluso si mi chaqueta hubiese tenido los bolsillos repletos de oro, la señora del café se la hubiera devuelto.