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“Solo quiero los restos de mi hijo”, por Maye Primera

Durante la madrugada del 27 de noviembre de 1992, en medio del revuelo causado por el segundo golpe de Estado fallido contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, más de un centenar de presos desaparecieron o fueron abaleados en el retén de Catia de Caracas. Entre ellos, Edgar José Peña Marín. Desde hace veinte años, su madre, Inocenta Marín, ha reclamado sin éxito a las autoridades venezolanas que le digan dónde están los restos de su hijo.

Por Maye Primera | 27 de noviembre, 2012

1.

Agua, una muda de ropa limpia, pasta dental, comida caliente. Si Edgar seguía vivo iba necesitar lo mismo que cualquier otro hombre vivo del Retén Judicial de Catia. Agua, una muda de ropa limpia, pasta dental, comida caliente. Tal vez alguna cosa más, si por suerte sólo estaba herido. Pero en el apuro, entre buscarlo en la morgue y en los hospitales y no encontrarlo, Inocenta solo alcanzó a empacarle al hijo esas cuatro cosas en una bolsa, antes de salir otra vez a la cárcel, a tratar de averiguar qué había pasado ahí dentro cinco días antes, el 27 de noviembre de 1992, cuando amaneció una batalla en el cielo de Caracas y otra en el infierno que era el retén de Catia.

A las 4:00 de la mañana del viernes 27, un grupo de hombres armados tomó las antenas de tres emisoras de televisión del país, entre ellas las del canal del Estado, Venezolana de Televisión, y comenzó a emitir un mensaje grabado del teniente coronel Hugo Chávez, preso entonces en el cuartel San Carlos. En el mensaje de cuatro minutos, el comandante del fallido golpe del 4 de febrero prometía que esta vez sí, “por ahora y para siempre”, caería el tirano Carlos Andrés Pérez, se encargaría del Gobierno una “junta patriótica” y acabaría la ignominia que asolaba al país. La grabación fue retransmitida seis veces, durante las dos horas y media en las que los rebeldes tuvieron el control de los canales 8, 2 y 4. Estuvo intercalada por el discurso de un oficial –las mangas del uniforme enrolladas— que daba vivas al montonero decimonónico Ezequiel Zamora y anunciaba el triunfo del “movimiento del 5 de julio”, desconocido hasta entonces. Los alzados habían tomado también la Base Aérea Libertador de Maracay y con ella, los aviones F-16, Mirage y Bronco que bombardeaban en Caracas la Base Aérea de La Carlota, la sede de los Servicios de Inteligencia y Protección (DISIP), el Fuerte Tiuna y el Palacio de Miraflores.

A las 7:20 de la mañana, el presidente Carlos Andrés Pérez retomó su lugar de mando detrás de las cámaras de Televen para anunciar que media hora antes las tropas leales a su Gobierno habían recobrado el control de las Fuerzas Armadas, y que poco faltaba para recuperar también el de los medios. Que el Hugo Chávez que aparecía en la tele seguía preso, e inofensivo, en el cuartel San Carlos.

Cuando Inocenta Marín encendió el televisor a las 6:30 de la mañana, no vio ni a Chávez ni a Pérez en pantalla. Se encontró con la noticia de que también había estallado una batalla campal en el Retén de Catia, donde estaba preso su hijo Edgar José desde hacía dos años, en espera de que los tribunales lo sometieran a un juicio por robo a un pasajero en una camionetica de transporte público. Inocenta se quedó paralizada, como la foto fija de Chávez que hasta las 7:30 seguía apareciendo, sin audio, en Venezolana de Televisión, frente al agua del primer café que hervía en la hornilla.

No recuerda la hora cuando sus piernas la bajaron por el callejón oriental del barrio Mario Briceño Iragorry de Propatria, hasta la entrada del Retén Judicial de Los Flores de Catia. Recuerda que al llegar aquello era “plomo parejo”, bombas lacrimógenas y la ballena de la Policía Metropolitana bañando en agua a los familiares de los presos para no dejarlos pasar del portón principal. La calle que desembocaba en las puertas de la cárcel se había llenado de madres, esposas y hermanas que gritaban los nombres de sus hijos, esposos y hermanos, mientras miraban a través de la reja lunares de cadáveres amontonados en el patio del penal.

Cuando el comandante de la zona 2 de la Policía Metropolitana, Rafael Barrios, informó del motín a los periodistas y dijo que la situación estaba controlada, aún se escuchaban de fondo las ráfagas de ametralladora que venían de adentro. En cada ventana habían más brazos que barrotes, sosteniendo pancartas hechas de sábanas que decían lo que con dificultad se lograba escuchar a la distancia entre la balacera: “Llamen a los derechos humanos, nos están matando”.

2.

Hay dos versiones de lo que ocurrió la madrugada del 27 de noviembre de 1992 en el Retén Judicial de Catia. Ambas acaban igual: con la Policía Metropolitana disparando desde las garitas de vigilancia y un aproximado de 63 reclusos ejecutados, más 52 heridos y 28 desaparecidos. Los que dispararon alegan que los presos intentaban fugarse. Los sobrevivientes dicen que los guardias les dieron la voz de ley de fuga, para luego masacrarlos.

La versión de los internos del pabellón de observación, donde estaba preso Edgar José Marín, el hijo de Inocenta, con otros 80 hombres más, comienza a las 5:00 de la mañana. Todos tenían los ojos puestos en el televisor donde se alternaban las caras de Hugo Chávez y Carlos Andrés Pérez. “¡Cayó el Gobierno!”, gritó alguno primero. Luego se escuchó la voz de uno de los guardias: “Salgan, que están todos libres”. O al menos eso recuerdan los presos: que los policías dijeron “están libres”, abrieron las celdas y comenzaron a pedir dinero a los internos para dejarlos ir. “Si los internos pagaban, los dejaban salir. A los que no pagaron, los mataron. A los que asomaban la cabeza sin pagar, les daban un tiro en la frente”, dice Douglas Liscano, del pabellón dos. Un compañero de celda cuenta que Edgar Marín no pagó y que el director apretó el gatillo. Esa historia acaba allí.

El testimonio que la Policía Metropolitana ofreció a la prensa al día siguiente del motín fue que al grito de “¡Golpe de Estado!” los reos se apoderaron de la garita de vigilancia número cuatro. Que mataron al centinela que montaba guardia allí y que armados con la ametralladora del difunto sometieron a los demás custodios.

La revuelta fue aplacada en menos de una hora, el domingo 29 de noviembre en la tarde, cuando quinientos guardias nacionales al mando del general de brigada Jesús Rafael Caballero, jefe del Comando Regional número cinco, tomaron control del retén. Al menos el general Caballero no encontró la ametralladora de la que hablaban los Metropolitanos: “No hemos encontrado ningún arma de fuego, excepto uno o dos chopos viejos. Lo que sí hemos incautado han sido unos 500 chuzos de fabricación casera de diversos tamaños, pero nada de armas de fuego”, declaró Caballero el día 30.

Las armas las tenían las fuerzas del “orden”. Según el informe que consignó catorce años más tarde la Brigada de Orden Público de la Policía Metropolitana ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la otra trinchera actuaron 485 agentes de la policía que entre los días 28 y 29 de noviembre de 1992 portaban 126 armas de fuego para controlar el motín. Los protocolos de autopsia revelaron que con esas armas fueron ejecutados al menos 63 reclusos y otros 52 resultaron heridos, con disparos en la espalda y en los costados.

Otro informe entregado a la corte por el jefe de los servicios del retén de Catia determinó que un día antes de la rebelión, en el conteo matutino del 26 de noviembre de 1992, había 3.618 internos en el penal. En el siguiente conteo, del lunes 30 de noviembre de 1992 por la mañana, luego de la requisa que ejecutó la Guardia Nacional, había 2.540. Se sabe que, de los 1.178 reos faltantes, 900 fueron trasladados a otras cárceles del país durante los días posteriores al motín. El saldo que resta es ese “número indeterminado” de muertos, heridos y desaparecidos al que se refieren los expedientes del caso archivados en los tribunales nacionales.

3.

Inocenta Marín. Foto: Maye Primera

Lo que dispersó a las madres de las puertas del retén de Catia a las 10:00 de la noche del 27 de noviembre no fueron las bombas lacrimógenas ni el toque de queda, sino la voz que corrió entre los familiares de que decenas de reclusos, heridos y muertos, habían sido trasladados a los hospitales y morgues de Caracas, abarrotados ya con los cuerpos que dejó a su paso la rebelión militar. Inocenta se fue al hospital de los Magallanes de Catia del Retén, a la morgue de Bello Monte, al hospital del puerto de La Guaira y allí sí tuvo que quedarse hasta que le dieran las seis de la mañana del domingo, caminando entre el hospital y el malecón, por causa del toque de queda.

Ese domingo la Guardia Nacional tomó el control del retén. Había más listas en las paredes, de muertos, de heridos. El nombre de Edgar José Marín no aparecía en ninguna y un guardia nacional le aconsejó a Inocenta que esperara hasta que llegara el miércoles, el día regular de visita.

Cuando amaneció el miércoles 2 diciembre, Inocenta ya había cargado durante seis horas con su bolsa de agua, ropa limpia, pasta dental y comida, formada en una fila familiares en espera de la espera de visita, que llenaba la cuadra y que avanzaba lenta, como una procesión. “Bájate los pantalones, agáchate, sacúdete y puja”, le gritó, como era usual, la misma mujer policía que cada miércoles y domingo la requisaba cuando le tocaba el turno de entrar. Carlos, su marido, no llevaba bultos y entró al penal antes que ella. Cuando Inocenta lo encontró adentro, un compañero de celda de Edgar le consolaba, con la mano apoyada en su cabeza. “¿Qué pasó?”, preguntó Inocenta. “Quédese tranquila, señora”, respondió el preso. “A su hijo lo mataron”.

4.

Edgar no podía ser culpable porque él había servido a la patria, dice Inocenta Marín. Cuando le acusaron de asaltar a mano armada uno de los colectivos que hacen parada en el bloque 8 de Propatria, Edgar Marín tenía apenas un año de haber prestado el servicio militar. Y no se fue al cuartel porque lo reclutaron sino porque era su voluntad, dice Inocenta, y muestra el carnet de recluta del hijo que dice en el reverso: “Conducta irreprochable”.

El día del atraco del que nunca fue declarado culpable, Edgar visitó a Inocenta en su casa del callejón oriental del barrio Mario Briceño Iragorry de Propatria. Pocos días antes había conseguido trabajo en una fábrica de botas. Llevaba una braga azul, manchada de pega amarilla de zapatero. Una hora después de que Edgar se despidió, tocó la puerta una vecina: “A tu hijo lo agarraron en una camioneta y se lo llevaron preso”, le dijo a Inocenta. Lo acusaban de haber intentado robar a un pasajero.

Edgar estuvo quince días detenido e incomunicado en la sede la Policía Técnica Judicial de Propatria. De allí lo trasladaron al pabellón de observación del Retén Judicial de Catia, donde estuvo preso dos años sin ser llevado a juicio: una sala de cuarenta metros cuadrados, sin baños, donde más de ochenta presuntos delincuentes esperaban durante meses, años enteros, que un juez determinara si eran culpables o no. La cárcel –constituida por un pequeño edificio de dos plantas donde funcionaban las oficinas administrativas, dos torres de cinco pisos con celdas, un área de talleres y comedor–  había sido construida originalmente para 600 internos y tras una remodelación amplió su capacidad para albergar a 900. Pero en 1992 vivían allí más de tres mil reclusos, en un espacio promedio de 30 centímetros cuadrados para cada uno, que compartían con basura, aguas negras, heces fecales, moscas y gusanos. Las autoridades no sabían a ciencia cierta cuántos hombres habían encerrado tras esas rejas, tampoco cuál era su situación judicial.

Inocenta Marín trabajaba como vendedora ambulante en el boulevard de Catia: vendía harina de maíz y granos. “De ahí sacaba para llevarle a Edgar su comida los fines de semana”. Pero no sacaba suficiente como para pagarle a Edgar un abogado. Inocenta fue su abogado.

5.

Si Edgar está muerto o no, Inocenta no lo sabe con certeza veinte años después. Los expedientes de la masacre del Retén de Catia, archivados en la Fiscalía General de Venezuela, dicen que está “desaparecido”. Lo que Inocenta sabe con certeza es dónde no está.

Después de visitar todas las morgues de Caracas en los días siguientes a la masacre y buscar a Edgar sin éxito por las celdas del retén, Inocenta recibió una llamada. “Le tenemos noticias del muchacho, ya fue localizado y está muerto”, le dijo una voz al otro lado del teléfono que hablaba desde la Fiscalía General de la República. “Pero hay una noticia más grave –continuó la voz–. El cuerpo fue enterrado hoy, a las 2:00”.

Le dieron a Inocenta la dirección del cementerio de San Pedro de Los Altos, que está a unos 30 kilómetros de Caracas. Ubicó la tumba, pero no le dieron ningún otro indicio de que el cuerpo que estaba enterrado allí fuese el de Edgar José. Todos los martes, desde entonces, buscó suerte en los archivos de la morgue del Hospital “Victorino Santaella” de Los Teques, donde estaban registrados los nombres y las fotografías de todos los reclusos que fueron sepultados en San Pedro de los Altos ese noviembre de 1992. “¿Están preparados para lo que van a ver?”, preguntó el patólogo, antes de mostrar una sucesión de imágenes de los cuerpos que llegaron a la morgue, ya descompuestos. “A pesar del estado en que estaban los cuerpos, uno conoce a la familia y la foto de Edgar no estaba allí”, dice el padrastro de Edgar, Carlos Barreto. “Desde entonces hasta ahora, esto ha sido una odisea”.

“Ya no sé qué pensar. Si de verdad está ahí enterrado o si se lo llevó el río Guaire”, dice Inocenta, porque varios de los cuerpos de los reclusos fueron lanzados a la quebraba que fluía, con sus aguas negras, por detrás de los muros de la cara sur del penal, antes de que el edificio del retén de Catia fuera demolido en marzo 1997. En 20 años, Inocenta ha agotado todos los recursos. No recuerda cuántos fiscales han llevado el expediente de su hijo, ni cuántos meses suman las horas de espera en los tribunales.

El caso de Edgar Marín y de otras 37 víctimas del retén de Catia fue presentado en 1996 ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En octubre de 2004, la Comisión admitió la demanda que, en 2005, fue llevada a la Corte Interamericana. El 5 de julio de 2006 se produjo una sentencia a favor de los familiares que establece la responsabilidad del Estado venezolano en las muertes ocurridas en el retén de Catia el 27 de noviembre de 1992. En ella se exhorta al Estado a emprender todas las acciones necesarias para identificar, juzgar y sancionar a todos los responsables de las violaciones cometidas aquel día, y a realizar todas las actuaciones necesarias para garantizar la ubicación y entrega del cuerpo de Edgar José Peña Marín.

Ni ésta ni las demás decisiones de la Corte han sido acatadas por la República Bolivariana de Venezuela. Pero Inocenta elige insistir: “Solo espero que llegue el día en que me digan ‘estos son los huesos de tu hijo’ y que me los entreguen para enterrarlos y que descanse en paz. Uno debe luchar para ver en qué para todo esto, porque así se está contribuyendo a que las cosas no se repitan”.

***

Esta crónica forma parte del libro Rostros y voces de la impunidad, escrito por Maye Primera y publicado por el Comité de Familiares de las Víctimas de los Sucesos de Febrero y Marzo de 1989 (Cofavic).

Maye Primera 

Comentarios (3)

Oscar Marcano
27 de noviembre, 2012

Un trabajo impresionante que muestra el horror de nuestro subdesarrollo. Maye Primera, una gran periodista.

Efrén Rodríguez
29 de noviembre, 2012

La descomposición social de Venezuela tiene mucho tiempo gestándose. La barbarie que hoy padecemos, lejos de sorprendernos, es una clara señal de nuestra pobre cultura en materia de derechos humanos.

Carolina
30 de noviembre, 2012

Devastadora crónica. Una muestra en blanco y negro de la indolencia gubernamental, la burocracia y en fin, de la miseria humana de algunos de aquellos que sin importar en cual “república”, el pueblo mismo le pone su destino en las manos. Qué lejos estamos de ser una nación desarrollada, que al menos le permita a una madre enterrar a su hijo en paz, después de que “la autoridad” lo asesinara.

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