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Supervivencias, por Patricio Pron

Graciela Speranza

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En 1997 el artista belga Francis Alÿs recorrió dieciséis ciudades del mundo para desplazarse desde Tijuana a San Diego sin tener que cruzar la frontera entre los Estados Unidos y México; el viaje le demandó algo más de un mes, tuvo escalas en Panamá, Santiago de Chile, Sídney, Bangkok, Seúl, Vancouver y Los Ángeles, entre otras ciudades, y fue rigurosamente documentado en una pieza titulada The loop que, por supuesto, no es una obra de arte, ya que la obra de arte es la acción misma del recorrido, pero le sirve de documento.

A menudo nos preguntamos cómo juzgar una obra de arte contemporáneo y sólo pocas veces nos ponemos de acuerdo al respecto. Sin embargo, no parece improbable que sí se pueda establecer un consenso en torno a un aspecto esencial de todo aquello que es comercializado como arte contemporáneo en nuestros días: su necesidad de que alguien “explique” las intenciones del artista y, de forma indirecta, el sentido de la obra, con el consiguiente perjuicio de que la obra sólo nos parece “atractiva”, “inteligente” o “significativa”, si las interpretaciones que se hacen de ella lo son. Algunas semanas atrás, una institución madrileña ofrecía cursos de statements para artistas: que de esos statements depende el interés que una obra de arte contemporáneo puede generar (más aun, que de ellos dependa que la obra en cuestión sea adscrita a algo que, por una razón o por otra, llamamos arte) es algo que resulta evidente a cualquiera que haya tenido que escuchar alguna vez a un artista poco articulado explicando el “sentido” de su obra.

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Atlas portátil de América Latina: Arte y ficciones errantes, el libro con el que la escritora argentina Graciela Speranza fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo, plantea al lector, en ese sentido, una pregunta: las piezas reunidas aquí, ¿nos parecen inteligentes y articuladas por sí mismas o sólo porque la visión que arroja sobre ellas Speranza lo es? Atlas portátil de América Latina se despliega en torno a una cuestión central del arte latinoamericano: cómo existir en el contexto internacional sin sobreactuar la diferencia pero también sin perder su singularidad; cómo (para emplear un símil conocido por los lectores hispanohablantes) renunciar a la repetición de los elementos más superficiales de la estética del Boom latinoamericano y su voluntad de representación de un territorio (que tantos epígonos ha producido) sin fingir por ello que se vive en un suburbio de Los Angeles (lo que también ha sido explorado en la literatura latinoamericana reciente, con pésimos resultados). Graciela Speranza lo formula así:

“[…] quizás tengamos que desnaturalizar las categorías remanidas y reinventarlas con otras estrategias y otros dispositivos críticos, hasta que en el mapa global que se descompone y recompone en el siglo XXI, el arte de América Latina sea parte del mundo visible, ya no para cubrir la cuota condescendiente ni como fetiche último de los Otros, sino como arte que reconfigura a su manera el mundo que lleva a cuestas y amplía, sin perder su singularidad, el horizonte de lo diverso” (13).

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Al articular sus reflexiones en torno a un puñado de ejes (mapas, ciudades, supervivencias, esferas y redes), Speranza imita el principio compositivo del Atlas Mnemosyne del historiador alemán Aby Warburg que le sirvió de inspiración primera y que la autora llama “una forma de conocimiento por montaje” (15). La eficacia del procedimiento, que es notable, es puesta de manifiesto por el hecho de que permite a su autora eludir las categorías más habituales en la crítica contemporánea de arte (posiblemente, una de las razones principales del descrédito en el que éste ha caído en tiempos recientes), pero también por la elasticidad que le otorga a la obra; una elasticidad que permite a su autora incluir las acciones de Francis Alÿs, Alfredo Jaar, Rivane Neuenschwander, Gabriel Orozco y Santiago Sierra, las pinturas de Guillermo Kuitca, Jorge Macchi y Fabián Marcaccio y las instalaciones de Doris Salcedo, Tomás Saraceno y Carlos Amorales, entre otros (todos ellos artistas “errantes”), pero también los textos de Carlos Busqued, Antonio José Ponte, Marcelo Cohen, Yuri Herrera, Sergio Chejfec, Fernando Vallejo, Juan Villoro y Roberto Bolaño: es decir, de algunos de los mejores autores latinoamericanos de los últimos años. Esta proliferación del objeto de estudio (si se puede decir en esos términos) es consustancial a la multiplicación de la mirada y a la plasticidad del enfoque: todo fluye en este Atlas portátil de América Latina y quizás esa fluidez sea el rasgo más saliente del arte contemporáneo en América Latina, que, según la autora, “puede redefinir su lugar en la red de la cultura mundializada sin subsumirse sin más en la esfera global jerárquica que aloja las culturas periféricas anulando las tensiones, sino complejizando la red con relaciones flexibles que preserven la autonomía relativa de la esfera propia y al mismo tiempo aumenten la tensión y la variedad de los enlaces” (183).

Allí donde Francis Alÿs evita las fronteras para proponer una reflexión sobre ellas, Graciela Speranza, por la misma razón, las trasciende para atender a las “supervivencias” de temas y dispositivos en el arte latinoamericano “más que a los límites convencionales de las naciones, los continentes, las tradiciones culturales y las especificidades disciplinarias” (139). Atlas portátil de América Latina es, por ello (aunque no sólo por ello), uno de los pocos ensayos realmente necesarios publicados esta temporada.

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Graciela Speranza
Atlas portátil de América Latina: Arte y ficciones errantes
Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2012
Barcelona: Anagrama, 2012