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Kevin Powers: “No quería ser el cadáver número 1000”

Por Prodavinci | 24 de noviembre, 2012

Entrevista publicada en La Vanguardia, realizada por Ima Sanchís. A continuación un extracto:

The New York Times, The Guardian, Tom Wolfe (el padre del Nuevo Periodismo), todos califican la primera novela de Powers de clásico y la comparan con otras grandes novelas de guerra como las de O’Brien o Hemingway. Los pájaros amarillos (Sexto Piso), basada en su propia historia, cuenta cómo intentan mantenerse con vida dos jóvenes soldados en la guerra de Iraq. “Aunque los acontecimientos son ficticios, lo que piensa y siente el protagonista es lo que yo pensaba y sentía”. Son apenas doscientas páginas a las que no les sobra una palabra y cuya sinceridad te desmonta, como me ocurrió con su autor, un joven poeta que ha hecho de su experiencia un gran aprendizaje.

Un pájaro amarillo se posó en mi alféizar…

“… le ofrecí un panecillo y luego aplasté su puta cabeza”. Es una marcha del ejército de EE.UU.

¿Y la cantaban muy a menudo?

A diario. Es una de las más habituales, forma parte del condicionamiento: precisamente se trata de convertirte en el tipo de persona que podría hacer eso y mucho más.

Un año al mando de una ametralladora en Iraq en plena guerra.

Sí, estaba en una unidad cuyo trabajo era buscar y desactivar bombas, y el mío, protegerla. Pero pronto supe que aquella guerra era un error, que las razones que nos dieron para invadir Iraq eran falsas.

Difícil, seguir combatiendo sabiéndolo.

El horror que vi y viví allí me afectará el resto de mi vida.

¿Qué imágenes no olvida?

La mirada vacía y perdida de un niño junto al cadáver de su padre.

¿Qué le llevó a Iraq?

En Virginia, por tradición, la gente se alista en el ejército. Mi abuelo luchó en la II Guerra Mundial y mi padre en Vietnam. Pertenezco a una familia sin recursos económicos; yo tenía 17 años, quería ir a la universidad y el ejército te paga la carrera cuando finalizas tu contrato con él.

¿Pero su padre no le advirtió?

“No lo hagas”, me dijo. Llegué a Iraq con 23 años y una idea muy romántica de la guerra.

¿Se acostumbró a los muertos?

Sólo prestábamos atención a las cosas extrañas, y la muerte no lo era. Comíamos frente a un televisor que todo el rato daba las cifras del número de muertos.

¿De ambos bandos?

Sólo las bajas norteamericanas. Tenía la ilusión, y también mi compañero (el que te asignan para que cuides y te cuide), de que si moría otro, yo estaba a salvo, así que la muerte de otro soldado era casi una alegría.

¿Le ha tocado a otro, yo me he librado?

Exacto. Cada muerto era una afirmación de nuestras vidas. Tenía una fijación con el número 1.000: “Cuando superemos esa cifra de muertos, habrá pasado el peligro”, me repetía. No entendía que la lista era ilimitada.

Las balas no tienen nombre.

Constantemente me decía: “Si tal cosa ocurre, sobreviviré”, “Si hago tal cosa, sobreviviré”, “Si no me desprendo del amuleto, sobreviviré”. Esos delirios eran la manera de tener la ilusión de que controlaba la situación.

¿Cuáles eran sus fijaciones?

Dos: no soy creyente, pero llevaba una medalla de san Cristóbal que no paraba de manosear; y la de no ser el cadáver número 1.000, que cuando se superó perdió su significado. Lo que le cuento es muy personal, pero muy universal.

Lo sé.

Permanentemente estás con un arma en las manos, eso hace que al volver a casa se sienta uno muy vulnerable y vacío, es como si te hubieran amputado un apéndice del cuerpo. Y tienes una serie de actos reflejos: cuando llegas a un sitio, estudias cuáles son las salidas, estás siempre alerta, mirando a tu alrededor para ver si estás seguro.

Uno debe de sentirse muy miserable deseando que mueran los otros.

Siento una gran culpa y arrepentimiento por haber participado en aquella producción masiva de violencia y sufrimiento.

¿Tras el primer muerto ya no importa?

Lo extremo se convierte en normal y lo extraordinario en cotidiano. Ver morir a la gente acaba siendo lo mismo que estar en una ciudad y ver pasar coches.

¿Cómo ha vivido el matar?

Eres egoísta: quieres protegerte, así que por tu propia seguridad lo que haces es matar. Es una reacción física; de hecho, durante el entrenamiento nos educan a reaccionar y a no pensar. Eres como un robot: recibes un estímulo y respondes. Tus instintos más primarios asumen el control; es después cuando piensas en lo que has hecho.

¿Llegó a deshumanizar a los iraquíes?

Es uno de los objetivos del entrenamiento militar. Afortunadamente para mí, nunca dejé de ver al enemigo como un ser humano y comprobar que es mucho más lo que nos asemeja que lo que nos diferencia a todos.

Una conclusión muy humana.

He estudiado literatura y poesía, yo creía saber sobre la fragilidad de la vida y lo preciosa que es, pero ahora no hay nada en lo que crea más firmemente.

No sabemos vivir sin ejércitos.

Cierto; pero, por mucho que sea una constante en nuestra historia, cualquier cosa que lleve a la violencia y a la deshumanización del otro es una aberración.

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Lea la entrevista completa aquí.

Prodavinci 

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