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Palipalí, por Martín Caparrós

Siempre creí que sería fotógrafo. Quiero decir: cuando era chico y pensaba en ser grande, solía imaginarme fotógrafo. Por eso mi primer trabajo, cuando tenía 16, fue en un estudio de fotos de Villa del Parque donde tenía que sacar fotos de bebés. Lo perdí rápido; el segundo fue en un diario, Noticias, donde debían “formarme” en ese oficio. Pero antes de que eso sucediera debía servir café durante un tiempo; fue entonces cuando, en una tarde de verano, de sábado, de muy poca gente, un redactor desesperado se arriesgó a pedirme ayuda, y terminé tecleando.

Siempre guardé mi amor -nunca correspondido- por la fotografía. Por eso estoy tan impresionado: acabo de publicar mi primer libro de fotos -o casi. Palipalí es el relato de un mes de vagabundeos por Corea del Sur, donde hay textos, sí, pero las imágenes cargan con el peso del relato. Hay más de doscientas; aquí abajo, algunas de ellas -y unos extractos de las palabras que las acompañan.


Corea del Sur es algo muy extraño: un país con un proyecto. Uno que te puede gustar más o menos, que se puede criticar más o menos, pero que lleva 50 años de trabajo y que llevó a ese país de ser el quinto más pobre del mundo a ser uno de los 15 más ricos. Por supuesto, se puede discutir si esa meta es o no interesante, atractiva, deseable. Pero existe, es: produce.


Pero los logos de Samsung o de Hyundai todavía están escritos en letras europeas. Algo –algo muy definitivo– habrá pasado el día en que Samsung o Hyundai decidan dejar de usarlas y empiecen a llamarse como realmente se llaman. Será uno de los signos finales de la vuelta de Oriente al lugar de poder que siempre tuvo.

(Sólo que esta vez lo habrán conquistado con formas occidentales: vistiendo trajes que se formalizaron en Inglaterra, manejando coches que se inventaron en Francia, usando computadoras que imaginó un muchacho en California, habitando edificios que entrevieron arquitectos en Chicago. Habrá sido otra victoria pírrica del pensamiento europeo: la final.)


Hay una palabra que oigo muy a menudo: suena, a mis oídos extranjeros, como cronicá –y significa por eso. Pero la que más he oído es palipalí –rápido rápido, dale, no te demores. Una manera de vivir con mucha energía, acelerado, como si siempre faltara algo más: la herramienta de un país chiquito que tuvo que rebuscárselas para crecer. Pienso en el picaflor: un pájaro chiquito cuyo metabolismo va tan acelerado que su corazón repica unas 1000 veces por minuto, sus alas más de 3000. Pero, a diferencia del picaflor, los coreanos no mariposean: se fijan, insisten, atesonan.


Me pasé unos días tratando de descubrir qué era lo raro, hasta que creí que había entendido algo: nunca, antes de Seúl, había estado en una ciudad donde todos los edificios fueran más jóvenes que yo.

Por supuesto, como toda frase que dice todo –o toda o todos–, ésta también es una exageración. Pero una no muy exagerada. Seúl fue muy dañada por los japoneses; fue bombardeada en la guerra; fue atacada por fin por la modernización y la riqueza veloz, que hizo que las viejas casas parecieran ajenas, extranjeras. Ahora le quedan muy pocas: se ha vuelto una ciudad de edificios altos, nuevos, brillantes, poderosos.

Seúl es demasiado nueva, demasiado maciza para ser bonita. Creo que busca otras cualidades: la modernidad, la limpieza, la funcionalidad, la majestad. Tiene, sin duda, la prestancia de lo sólido; si, por momentos, despierta admiración, no parece hecha para pedir cariño.


–¿Comiste bien?

Los viejos, en Corea, todavía se saludan así:

–Hola. ¿Comiste bien?

Que era la forma de encontrarse durante las décadas –los siglos– en que la respuesta era una incógnita. Y ahora me cuentan que en los tiempos del hambre se decía que los que comían mucho –se decía “demasiado”– se convertirían en bestias, insectos o idiotas. Hablemos de la función de los relatos.


La historia, el mito del origen: éramos tan pobres. Me impresiona que los viejos que veo hayan pasado por vidas tan difíciles –por vidas tan distintas de estas vidas que están viviendo ahora. Que hayan vivido en otro país –que se llamaba igual que éste.

Un hombre, una mujer de setenta y tantos nacieron en una colonia japonesa, empezaron la escuela con las últimas bombas de la guerra mundial, entraron en amores en medio de otra guerra, comieron de vez en cuando, se quedaron flacos y bajitos, pelearon cada cuenco de arroz, llegaron a los cincuenta años sin conocer la democracia –y de repente.


La vejez es un invento perfectamente antinatural. Mucho tiempo me pregunté por qué la naturaleza había producido un organismo tan notoriamente peor cuanto más pasa, un bicho tan degradado por el tiempo. Hasta que, ya más viejo, entendí que la vejez no es un producto natural sino cultural: la apariencia, la potencia del hombre empiezan a deshacerse cuando supera esa barrera que fue, por millones de años, el tiempo “natural” de su vida: los treinta, treintaytantos años.

Fue difícil; en los últimos milenios los hombres dedicaron grandes esfuerzos a vivir unos años más: a hacerse viejos. La pelea fue dura y la victoria rara: lograron transformarnos en esos cuerpos gastados, cada vez menos funcionales, que ahora usamos. Con tesón, con tanto ingenio, inventaron la vejez. Para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron viejos les idearon, como forma de compensación, el respeto a la edad. Pero ese respeto envejeció –y ahora tantas sociedades lo han perdido.

La técnica contemporánea ha aumentado mucho la vejez; no tuvo tiempo, todavía, de mejorar ese producto cada vez más masivo. Por el momento la única solución que suelen ofrecer es la mímesis pava: que ese producto cultural –los viejos– traten de parecerse al producto natural –los jóvenes–; con lo cual ser viejo está cada vez más desprestigiado. El mundo está lleno de viejos que simulan no serlo.

El simulacro es triste –y no funciona. Así que, si no hay más remedio que ser viejo en algún lado, es probable que el mejor sea Corea. En Corea se mantienen, parece, aquellos viejos mitos: que los viejos son –más o menos– sabios, que son modelos a seguir, que corresponde respetarlos.


Lo primero que hice fue sacarme el reloj. No se me ocurre mayor gesto de renunciamiento –a la modernidad, a cualquier intento de control, a mi forma de vida, a mi vida– que sacarme el reloj: entregaba mi tiempo a unos señores y señoras vestidos de ropones grises que, en cuanto llegué, me hicieron ponerme ropas grises porque pensaban que la forma de hacerme otro era vestirme de otro. En cualquier caso estábamos de acuerdo: si iba pasarme un par de días en su templo no era para seguir siendo yo mismo.

Las religiones ofrecen, entre otras cosas, esa ilusión siempre decepcionada: hacerse otro. Adorar a un dios es aceptar ayuda externa experta en esa tarea recurrente: extrañarse a sí mismo, pensarse como algo que debe ser cambiado. El optimismo de las religiones consiste en creer que alcanza con un ser superior para hacer superior a nuestro ser (…).


Los jóvenes coreanos son altos, tanto más altos que sus padres: hay pocas medidas más concluyentes del éxito económico de un país que una generación que crece diez, quince centímetros de más. Los jóvenes coreanos suelen ser estudiantes: queda dicho que el camino hacia el éxito social pasa por la facultad. Los estudiantes coreanos son altos y ambiciosos y ordenados pero tienen, también, una tradición de luchas, de manifestaciones, de campañas; esta tarde, miles se han reunido en el centro de Seúl para pedir una reducción del precio de las universidades. (…)

En el escenario también hay docenas de cameramen y fotógrafos, amontonados, ávidos; aquí abajo, miles de chicos –y cientos de sus padres– lo escuchan sentados en el suelo, prolijos, ordenados. Los padres vienen porque es su dinero el que está en juego:

–Estamos dispuestos a cualquier sacrificio para que nuestros hijos estudien y triunfen en la vida, pero con estos precios no hay sacrificio que alcance.

Me dice uno, y más tarde una chica me dirá que claro, que mucho sacrificio por nosotros pero que también lo hacen por ellos:

–A veces me parece que estudiamos para que nuestros padres tengan algo que contarles a sus amigos: que su hijo entró en tal facultad, que su hija de recibió de médica. Debe haber algo más en la vida.

–¿Te parece?

–Bueno, quién sabe.

Me dirá, riéndose como si supiera.


La muestra de fotos que acompaña al libro estará abierta hasta fin de año en el Centro Cultural Coreano de Buenos Aires, Coronel Díaz 2884.

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Texto publicado en el blog Pamplinas de Martín Caparrós en El País y reproducido en Prodavinci con autorización del autor.