- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Los nuestros, por Edmundo Paz Soldán

Una de las mejores sorpresas editoriales de este fin de año ha sido la reedición de Los nuestros (Alfaguara), ese mítico libro de Luis Harss que llevaba mucho tiempo desaparecido. Yo lo leí en Buenos Aires, en mis tiempos de estudiante, tomando notas como si fuera una suerte de oráculo. Me habían dicho que era un libro de entrevistas de los escritores del Boom, pero era mucho más que eso. Entré a escuchar a García Márquez y Onetti y Cortázar, y descubrí sorprendido que la voz más fascinante era la del propio Harss, que les cedía el micrófono a sus entrevistados para luego servirse de ellos y escribir su propio libro total. Los nuestros es arbitrario –¿dónde están Cabrera Infante y Donoso?- y desproporcionado –¿por qué seis páginas del prólogo dedicadas a Adán Buenosayres?–; es también imprescindible.

Dice un amigo cubano que lo mejor del libro de Harss es que fue “oportuno”. Apareció en 1966, cuando ya el Boom había hecho eclosión y había hambre de saber de esos inagotables e inventivos autores latinoamericanos que escribían grandes novelas como si fuera la cosa más normal del mundo; no fue casual que Los nuestros fuera rápidamente traducido al inglés y otros idiomas. Lo que no dice mi amigo es que, en materia periodística, no siempre es fácil ser oportuno. Los nuestros tomó dos años de entrevistas y mucho más de lecturas; es admirable el caudal de conocimientos que despliega este periodista argentino nacido en Chile. Además, Harss no solo reporta la noticia sino también la hace: Los nuestros ocupó un papel importante a la hora de consolidar la lista de los autores que contaban.

Hoy que muchos de estos autores se han convertido en monumentos intocables, asombra leer los juicios duros de Harss a novelas de autores que consideraba renovadores de nuestra literatura. La hojarasca “se malogra” porque está escrita en un lenguaje prestado que nunca llega a ser personal; Juntacadáveres “decepciona” porque es “una especie de refundición de El astillero, armado de piezas sueltas, sobrantes y repuestos que duplican mal la carrocería”; “a pesar de su fuerza englobadora La Casa Verde no cumple toda su promesa”. Con la perspectiva del tiempo está claro que Harss se equivocó varias veces, pero también acertó en la mayoría de las ocasiones y al menos no cayó en ese defecto de nuestra crítica que consiste en ser servil con los grandes.

Los perfiles son maravillosos. García Márquez es “duro y macizo, pero ágil, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados”. Vargas Llosa “habla un poco ronco, y en voz baja, sigilosa, como desvelando misterios, o como si durmiera alguien en el cuarto vecino”. Onetti es un “sonámbulo en la noche insomne” que “lleva las huellas de la renuncia y del desgano en su andar de oficinista envejecido”. Todo detalle puede descubrir a la persona: la biblioteca de Cortázar, autor por el que Harss claramente siente debilidad -la lectura de Rayuela es el detonante para que se lance a este proyecto–, “refleja las desproporciones del gusto”: el setenta por ciento de los libros es en francés. Hasta en la nota final Harss sigue siendo revelador: “Cuando le mostré [a Asturias] la entrevista para que la aprobara, corrigió mis comentarios con aumentativos grandiosos. Donde se hablaba de un escritor colonial [sic], puso insigne escritor”.

A Harss le fascina contar historias. Demasiado, quizás. Buena parte de los perfiles se va en el resumen de las tramas de los libros. El capítulo dedicado a Guimaraes Rosa es el que más abusa de esto; el cronista va narrando uno tras otro los cuentos de Sagarana, y hay que saltarse la página 180 si uno no quiere arruinarse la sorpresa central de Gran Sertón: Veredas. Pero el entusiasmo es contagioso, y termino el libro con ganas de leer Hombres de maíz y algunas novelas de Onetti que me faltan, y de releer todos los cuentos de Cortázar. Con sus ripios, errores de juicio y omisiones, Los nuestros alumbra el camino.