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El general y su biografía, por Jorge Volpi

Con el semblante contrito que hemos atestiguado en tantas figuras públicas en trances semejantes, el general David Petraeus, uno de los militares más respetados de Estados Unidos, responsable de las últimas operaciones en Afganistán, anuncia su renuncia como director de la CIA debido al “mal juicio” que lo llevó a entablar una relación extramarital con Paula Broadwell, su biógrafa. El anuncio se produce tres días después de la reelección de Obama y no sólo refrenda la hipocresía de una sociedad cuyas raíces puritanas conducen a la reiterada defenestración de sus políticos a causa de escándalos sexuales -la larga lista que va, en los últimos años, de Bill Clinton a Eliot Spitzer-, sino que vuelve a azuzar la polémica sobre los límites entre la vida privada y la vida pública, y la autoridad del gobierno para supervisar la intimidad de sus ciudadanos.

Aunque los detalles del caso han sido revelados a cuentagotas, los primeros indicios apuntan a que la caída en desgracia del prócer se debió a la ácida batalla entre dos mujeres (ninguna de ellas su esposa): Paula Broadwell, una graduada de West Point, experta en terrorismo y autora de una muy elogiosa biografía del general, y Jill Kelley (de soltera Gilberte Khawam), socialité de Tampa y amiga tanto de los Petraeus como del general John Allen, su sucesor designado en Afganistán.

Según la aún borrosa cronología del caso, a fines de 2006 el general Petraeus conoció a Broadwell en Harvard, donde ella cursaba una maestría; poco después ésta le solicitó convertirlo en el tema de su tesis. El general aceptó y la joven lo visitó en Afganistán seis veces a lo largo de dos años. No obstante, según “fuentes cercanas” a Petraeus, su relación sentimental no se inició hasta el otoño de 2011, cuando él ya había dejado el ejército y se había convertido en director de la CIA.

Hasta aquí, el asunto sólo competería a los involucrados (o, en todo caso, serviría para discutir hasta dónde un biógrafo puede aproximarse a su “objeto de estudio”), pero en mayo de 2012 Jill Kelley, de cuyas célebres fiestas eran asiduos los Petraeus, alertó a un amigo suyo del FBI -la agencia rival de la CIA-, sobre una serie de emails anónimos que la acusaban de flirtear (o cosas peores) con el general. El agente, identificado luego como Frederick Humphries (y quien solía enviarle fotos sin camisa a Jill), alertó a sus jefes y los expertos del FBI no tardaron en concluir que los correos habían sido enviados por Broadwell en un aparente rapto de celos.

Una vez más, la historia podría haberse cerrado aquí, pero en sus pesquisas los agentes federales se toparon con un alud de correos sexuales de Petraeus a su biógrafa. ¿Hasta dónde tenían derecho a seguir su pista? Según ellos, no les quedaba otro remedio: al toparse con el nombre del jefe de la CIA, imaginaron que éste podría haber violado distintos protocolos de seguridad e incluso consideraron el peligro de que pudiese ser chantajeado por alguien al tanto de sus devaneos.

Aun así, el FBI llegó a la conclusión provisional de que no había delitos que perseguir. Pero Humphries no se conformó y recurrió al líder de la mayoría republicana en el Congreso, quien transmitió su inquietud a otras instancias ejecutivas -hasta que Petraeus quedó contra las cuerdas. En la guinda de lo que suena ya a chisme de vecindad, los investigadores también hallaron cientos de comunicaciones privadas (inconvenientes) entre el general Allen y Jill, provocando la suspensión de su nombramiento como jefe supremo de las fuerzas armadas de la OTAN.

No sería la primera vez que un escándalo sexual es usado por el FBI para acabar con la carrera de un político -una de las especialidades de J. Edgar Hoover-, pero llama la atención que el director de la CIA haya sido atrapado en una maniobra tan burda: según se ha revelado, para ocultar su lujuria usaba las mismas tácticas de un adolescente calenturiento.

Más allá del chismorreo, la caída de Petraeus exhibe la duplicidad que impera en la vida pública estadounidense: una nación que ordena a sus políticos una intimidad sin mácula y exhibe con fruición a quienes se apartan de la norma. Poco importa que Petraeus haya realizado un trabajo ampliamente valorado en Afganistán (o que Eliot Spitzer haya sido un fiscal implacable con los tiburones de Wall Street): sus faltas íntimas se persiguen con mayor energía que otros delitos públicos.

Por supuesto, el affaire Petraeus también despierta suspicacias sobre el comportamiento del FBI y otras agencias de espionaje: bucear en las cuentas de correo, aprovechándose de su carácter de retícula, convierte al ciudadano en un eterno sospechoso, incapaz de defenderse frente a la intrusión del poder en su esfera íntima. Si a la postre no se comprueba que el general Petraeus cometió algún delito, su paradójica caída sólo demostrará que ni siquiera el director de la mayor agencia de espionaje del planeta es inmune a las violaciones a la privacidad puestas en marcha por organismos como el suyo.