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“Me cuesta tanto olvidarte” (Fragmento), por Mariela Michelena

¿POR QUÉ CUESTA TANTO OLVIDAR?

 

Olvidarte me cuesta tanto…
Mecano

No existe momento del día en que pueda apartarte de mí.
Contigo en la distancia

La mayoría de los correos que recibo pertenecen a mujeres que no han podido pasar página. Como si sus dedos estuvieran adheridos al papel, presos de una suerte de rigidez post mortem, no son capaces de moverlos para que la página de ese mal amor quede atrás. Es como si hubieran dejado una parte de su vida en una casa de empeño. Ese trozo de su vida es suyo, sí, pero no pueden usarlo. Pasa como con el reloj del abuelo: lo que se ha empeñado no está al alcance de su dueño y no se puede usar. Su vida es suya –como la sortija de la abuela–, pero un desconocido la tiene secuestrada aunque a él no le sirva para nada. Eso que es tan valioso para ella y que ha cuidado durante tantos años, el otro lo tiene arrinconado en un armario oscuro de su casa de empeño, no le hace ni caso y ni siquiera recuerda muy bien dónde está. Como ocurre en todas las casas de empeño, la mujer que quiera recuperar ese trozo de su propia vida tendrá que pagar un precio. A quienes vemos la película desde fuera nos parece que vale la pena pagarlo. ¡Es tanto lo que está en juego! ¡Es tanto lo que se está perdiendo! ¡Es tanto lo que sufre y lo que podría ganar a cambio! Sin embargo, a la interesada, el precio del olvido le resulta excesivo. Revisemos algunos testimonios:

Adela

El dolor se aplaca con el tiempo. Pero no es suficiente. Quisiera que Gabriel desapareciera para siempre. Quitarle las cosas que yo misma le puse y verlo como es, como realmente fue conmigo. Es raro que todavía me afecte tanto, porque ni muchísimo menos volvería con él. No es amor lo que me une a él, es que a mí siempre me ha costado desprenderme de las cosas inservibles. Tengo la sensación de que si tiro algo, pongamos, unos apuntes del colegio o unos vaqueros de cuando era adolescente, pierdo algo de mí. Es como si, conservando todo lo que conservo, me conservara a mí misma. Como si todo lo que he tenido alguna vez fuera yo misma. Eso es lo que me debe de pasar con los recuerdos.

Tiene razón Adela, y su argumento explica parte de la dificultad que tenemos para olvidar un mal amor. De alguna manera, estamos modelados por lo que hemos vivido y, sobre todo, por aquellos a quienes hemos amado. Dice Leader (2009) que así como «eres lo que comes», también «eres aquello que has amado». En esa medida, aferrarnos al recuerdo de un amor perdido es una forma de preservar una parte de nosotros mismos, más allá de cualquier deseo de regresar junto a ese hombre que nos quiso tan mal.

Leticia

No quiero seguir sufriendo por él, no quiero que me siga afectando, quiero que sea un cero a la izquierda en mi vida. Pero, después de dos años, sigo pensando en él, pregunto por él, busco encontrármelo en alguna reunión de trabajo… Reconozco que yo sigo enganchada…

En ocasiones, el doliente llora, y no sabe muy bien por qué llora. Sufre y no sabe qué es lo que le hace sufrir tanto. Algo ha perdido, pero no tiene muy claro qué fue lo que perdió. Lo cierto es que «seguir enganchada» como Leticia y mantener vivo el recuerdo es una manera de preservar un cierto vínculo con el ausente. Otras veces, a la pena se le suma el castigo que el sufriente se propina a sí mismo, como en el caso de Maite:

¿Cómo puedo estar sufriendo tanto por ese sinvergüenza? ¡Después de todo lo que me hizo! Por supuesto que estoy furiosa con él, pero, sobre todo, estoy furiosa conmigo misma. No sé cómo pude aguantar su maltrato. No me lo perdono. Más que echarlo de menos o recordarlo, lo único que pienso es: ¡soy idiota! ¡Debo de ser muy idiota! No dejo de torturarme por no haber terminado esto mucho antes.

Como si el sufrimiento del abandono o de la despedida no fuera suficiente, el doliente padece también el dolor de la humillación a la que él mismo se somete. Con la queja y con el reproche hay que tener buena puntería y dirigirla en la dirección correcta. Una cosa es reconocer nuestra participación en los hechos que hemos vivido y otra muy distinta torturarnos. Cuando los psicoanalistas nos encontramos ante un duelo imposible de manejar sospechamos que el sufriente no solo ha perdido a un ser amado, sino que, además, ha perdido una parte importante de sí mismo. Esa parte que le había regalado a su amor, ese aspecto de sí mismo del que se había desprendido y que había puesto como una ofrenda a los pies del amado. Recordemos que durante el enamoramiento la entrega pretende ser total. Se entrega la voluntad y el deseo, los sueños, el futuro, los ojos y las manos. El enamorado es un esclavo a merced de los deseos de su amor. Sin que nadie nos lo pida, nos vamos regalando a gajos a la otra persona y, en el mejor de los casos, se produce un intercambio con los gajos que el otro nos ofrece. Así, cuando el amor se acaba, cuando alguno de los dos parte o cuando ambos deciden que no es posible continuar, la sensación de pérdida puede ser muy intensa, y no solo concierne al que se va, no solo lo perdemos a él, sino que afecta también a esos aspectos nuestros que en su momento ofrendamos al amado y a esos aspectos del amado que hacen de nosotros quienes somos. Como dice el bolero: «Con qué tristeza miramos un amor que se nos va. Es un pedazo del alma que se arranca sin piedad». El «amor que se nos va» no solo nos arrebata su compañía y su calor, no se lleva únicamente a su persona, sino que también arrastra a parte de la nuestra, un mendrugo de nosotros mismos se va con él. Por eso nos sentimos mancos, vacíos, incompletos, sin ese «pedazo del alma» que nos hemos arrancado en la despedida y que el otro se ha llevado como por descuido en los bolsillos. Cuando el ser amado se ha ido, de él no nos queda más que su recuerdo y su sombra pesando sobre nuestros hombros, tiñendo de oscuridad la vida que tenemos alrededor. Su sombra cae sobre nosotros como un nublado y ensombrece todo a nuestro alrededor; lo que hacemos, lo que pensamos. Otro bolero lo dice mejor que yo: «Sombras nada más, entre tu vida y mi vida. Sombras nada más, entre tu amor y mi amor». Y sumido entre las sombras, el futuro se vislumbra fatal. No se distinguen los contornos del camino y todo alrededor nos resulta turbio, oscuro y peligroso. Recuerdo a una paciente que describía muy bien el sentimiento «sombrío» del duelo. María pecaba de intermitencia, y su relación estaba sujeta a los baches y a los subidones que le son tan propios a ese pecado. El «Ahora te quiero, ahora te dejo y ahora te vuelvo a querer» era el pan nuestro de cada día en su relación de pareja. Para justificar sus regresos me explicaba:

Cuando me separo de él es como si la vida transcurriera en blanco y negro. Gris claro, gris oscuro, algo de blanco por allí, mucho de negro por allá… No sé, todo se ve triste, feo, apagado. Sí, es como una película en blanco y negro. En cambio, cuando vuelvo con él, mágicamente la vida recobra sus colores, todo se ve precioso, como con más brillo, con más luz.

Hay que decir que su «vida en colores» parecía un cuadro de Pollock, muy colorido, sí, muy intenso, pero tremendamente atormentado. Sin embargo, la ausencia de su adorado tormento lo oscurecía todo y dejaba su vida en blanco y negro, como a media luz. Otras veces el autorreproche –ese «Soy tonta, cómo me puede haber pasado»– no es más que el reverso de lo que sería el reproche al otro: «Es que es tonto, cómo me pudo haber dejado». ¿Por qué nos resulta imposible formularlo como reproche? Porque, en alguna parte, no reconocemos la separación. Como todas las operaciones misteriosas del alma, esta consiste en que, aunque una parte de nosotras sabe y reconoce que nuestro amado se ha alejado, otra parte siente y sobre todo se comporta como si él no hubiera puesto el rótulo de «fin» a la película, sino como si nosotras colocáramos el cartel de «continuará». La separación parece poner de manifiesto cuánto de nuestra historia de amor se había construido sobre una impostura. No estábamos viviendo una historia de amor con una persona corriente, sino con un señor al que habíamos entregado «hacienda y vida», con la única condición de que aceptara interpretar –de vez en cuando– el papel que nosotras habíamos escrito para él. Si pensamos: «Él no se ha ido, es que yo he forzado que me deje porque soy demasiado egoísta, estricta, celosa, responsable, desordenada, fría o cariñosa, sincera o impaciente…», la pelota estará en nuestra cancha y seguiremos siendo soberanas, aunque sea a costa de «hacienda y vida». Soberanas, aunque nuestra autonomía se reduzca a administrar cómo y cuándo perderemos la dignidad, cómo y cuándo perderemos nuestra libertad. Nosotras somos las únicas directoras de la película que nos montamos. Al protagonista le pagamos honorarios desorbitados que sacamos de nuestra propia hucha: dignidad, libertad, respeto, cariño. El problema es que cuando hemos invertido tanto en nuestra superproducción, no es fácil abandonar el proyecto solo porque el protagonista tenga dudas, porque no se quiera comprometer, porque tenga estallidos de cólera o porque esté dispuesto a escuchar otras ofertas… Insistiremos: «¿Cuánto más tendré que pagar? ¡Lo pago! ¡Me da igual! ¡Empeñaré mis ahorros, mi seguro de vida, las joyas de la familia, los bonos del Estado y los fondos de pensiones! ¡Lo que haga falta!». Cuando, a pesar de todo lo que le hemos dado y de haber complacido sus caprichos desorbitados de superstar, comprobamos que nuestro protagonista ya no está con nosotras y vemos su foto en el cartel de una película serie B –junto a una actriz de segunda–, entonces trasladamos el rodaje a nuestro interior. A nuestro estudio particular de filmación. ¿Sin el actor? ¡No importa! ¡Ni falta que hace! ¡La imaginación al poder! La discusión que antes se dirimía fuera, entre actor y directora, ahora se solventará dentro, entre la directora y su dolor. Entre la directora y su sensación de abandono. Entre la directora y todas las prendas propias con las que había adornado al actor principal para el espectáculo. Insistimos en recordar, en rumiar los recuerdos, en repasarlos y en multiplicarlos. Mantenemos el vínculo en la memoria, aunque sea imaginario, aunque sea para odiarle o para odiarnos. Recordar es encerrarnos en nuestra habitación a proyectar, una y otra vez, las tomas falsas, a editar y a montar las películas que hicimos con él, o que no hicimos. Incluimos fotogramas, cambiamos los diálogos y las bandas sonoras. ¿Y si el guion hubiera sido otro? ¿Y si le hubiéramos dado todavía más protagonismo? ¿Y si la cámara se hubiera detenido más en los close-up? Podría decirse que el recuerdo es una de las formas que tenemos de postergar el duelo y el dolor del vacío. Aferrada al recuerdo, a las viejas cintas de película, la directora, al menos, está aferrada a algo. Lo llamamos recuerdo, pero esta actividad frenética y aislada del resto de la vida y de la realidad no es el recuerdo corriente, no es la memoria, sin la que no seríamos quienes somos, sin la que no podríamos vivir. Esta actividad que nos atrapa no es un salvavidas que se hincha en un momento de necesidad y nos ayuda a salir a flote, sino la pieza más pesada del naufragio. Abrazadas a ella nos hundiremos sin remedio. El «barranco» del duelo y la sensación de soledad absoluta es una travesía larga y difícil; por eso debemos cuidarnos de cargar con esos pesos el menor tiempo posible.