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Sobre el poder de las novelas, por Federico Vegas

Por Federico Vegas | 21 de noviembre, 2012

La figura más utilizada en la crónica norteamericana para calificar algo de incómodo o desagradable es compararlo con un “root canal”, esa localizada tragedia  llamada “tratamiento de conductos”. Aquí preferiría hablar de “tratamiento de raíces”, término que gracias a su abolengo literario de amplio espectro calza mejor con el propósito de este ensayo.

Para los que tienen la dicha de no conocer este procedimiento, les advierto que consiste en abrir la boca por horas mientras te sacan el tejido enfermo de una muela, curan los canales que quedan en el interior y te sellan los conductos. Un diminuto viaje a las raíces que imaginas amazónico mientras mantienes los ojos firmemente cerrados.

Hago esta digresión porque me sentía entrando a un enorme centro odontológico cuando acudí a la cita en el Celarg (Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos) que me había propuesto Julio Ortega; una primera impresión que aun no tenía que ver con el tema a tratar, sino con la arquitectura del edificio, el más feo y violatorio de Altamira. Lo que fue el hogar de Gallegos, y debería ser la gran casa que convoca a todos los escritores, luce con sus fachadas de caico y ausencia de ventanas como una gran clínica para extracciones dentales. Pero anotemos este mamotreto a la trillada cuenta de los adecos y prosigamos hacia el interior, que es peor que la fachada.

Mientras paseaba mi lengua por las muelas con la expresión que inmortalizó Pedro Emilio Coll en El diente roto, recordé que la cita era para hablar de las novelas que nos gustan, las que hemos escrito y las que pretendemos escribir. El moderador sería Julio Ortega y los ponentes Carlos Noguera (presidente de Monte Ávila Editores), Sol Linares y yo.

Julio es mi amigo de hace años. Nos ha unido el haber sido amigos de María Ramírez, cuya ausencia le ha dado un sabor de nostalgia y trascendencia a nuestra relación. Pero el fundamento de mi cariño es que el hombre me divierte, me gusta lo que escribe con sabiduría y discurre con humor.

Supongo que esto no basta para aceptarle a Julio una invitación a un tratamiento de conductos. Y utilizo ahora “conductos” en vez de “raíces” para anunciar las connotaciones comunicacionales y conductistas que tenía la cita en el Celarg. No soy muy astuto, pero cualquier inocentón sabe que se intentaba dar un aire de apertura política a aquel “Encuentro de narradores”. Otro día debatiré sobre las razones y sinrazones para asistir o no asistir a los actos de un gobierno que está signado por el síndrome de la trampa endémica, porque lo que hoy quiero contarles trata de lo mucho que aprendí esa noche. Espero que lo ocurrido tenga más sustancia y peso que lo que, según posiciones más puristas o más fatuas, nunca ha debido ocurrir.

Decidí asistir al evento con la mente en blanco. Me va mejor cuando soy diáfano y liviano; un discurso prefabricado me hace caer en un laberinto panfletario, rígido, más aun cuando la politización está al acecho. Así que acepté mi primer turno y empecé hablar de lo primero que se me ocurrió, que era justo lo que acababa de hablar con una amiga mientras esperaba como un paciente cualquiera la hora de mi intervención.

Le contaba a mi amiga sobre un primo al que quiero mucho. Íbamos en el mismo transporte al colegio y creo que yo lo molestaba más de la cuenta. Pero él ha tomado lo mejor de nuestra infancia y hoy nos llevamos muy bien, incluso me cuenta sin tapujos sobre un grave sentimiento de desubicación que lo ha acompañado desde niño. Hasta una vez que fue a Japón invitado por la Sociedad de Paisajistas y tuvo una epifanía. No ocurrió mientras cumplía una de sus mayores ilusiones: pasear por los jardines sin prisa y sin rumbo (si es que la geometría japonesa permite tal hazaña); la revelación se dio en una tienda por departamentos de Tokio. Todo allí, desde los productos hasta los envases, le resultaba bello y enternecedor, como si fueran los juguetes que hubiese querido tener de niño. Mientras mi primo continuaba vagando, o laborando afanosamente con sus ojos, se le acercó un caballero muy amable y le anunció que el establecimiento había cerrado hacía una media hora. En las grandes puertas del local se encontró en fila y a todos los empleados, quienes lo despidieron sonriendo, como si él fuera un alto dignatario y no un turista encallado. Así culminaba una jornada de paisajismo, diseño y amabilidad.

–Ese día comprendí que yo soy japonés– me confesó, dando una explicación final a sus años de desasosiego.

Hay ciertos argumentos cuya raíz, o enraizamiento, no se puede discutir ni extraer; lo más que podemos intentar es plantear algunos efectos secundarios:

–¿Pero qué vas a hacer ahora? Japón te queda muy lejos.

–No me importa –respondió orgulloso–. Ahora seré un japonés en el exilio.

Terminada la anécdota frente al público del Celarg no sabía cómo continuar. Creo que hasta dejé la boca abierta mientras pensaba: “debo salir de Japón y llegar a Caracas”. Estaba ansioso. Esa noche tenía unas ganas reprimidas de acometer lanza en ristre contra la institución encargada de dar una ilusión de apertura cultural a un gobierno que basa su estrategia de permanencia en una eficiente máxima: “Tienes libertad de decir lo que quieras, pero cada vez contarás con menos medios donde decirlo”.

Cuando cerré mi boca y volví a abrirla solo me atreví a hablar de mi propia y desdichada historia:

–Yo también me he sentido como un desubicado desde que era un niño, y ahora más que nunca. Hasta los 46 años fui arquitecto y trataba de ser feliz en el acotado reino de lo poco que diseñaba y se edificaba. Hasta que gracias a algún cuento que se alargó más de la cuenta comprendí que yo soy novelista.

El novelista hace novelas, el japonés no hace “Japones”. Digo esto para explicar que mi nueva nacionalidad no se refiere tanto al oficio, a la creación individual, como a la comunión, a la congregación de siglos que mantiene viva la idea de ese recurso renovable llamado “novela”.

El escritorio donde penetro oficialmente a mi nuevo reino está muy cerca de mi cama. Ahora mismo me encuentro en sus confines en interiores y franela, sin necesidad de pasaporte ni de Cadivi. Mis visitas suelen durar de 8:00 a.m. a 1:00 p.m. Les parecerá un itinerario cómodo, pero puede resultar agotador hacer de piloto, agente de inmigración, cicerón, taxista y botones a lo largo de cinco horas. Agréguense las ocasiones en que no puedo aterrizar por mal tiempo (en el que influye hasta las veleidades de un zancudo) o falta de combustible. Pero como sugería al hablar de una “Comunión de los Santos”, siempre está la posibilidad de leer en la cama, lo que equivale, si la lectura es grata, a quedarse en un buen hotel.

Luego viene el almuerzo, una siesta que se debate entre dos mundos, el baño con que he debido comenzar el día, y la entrada a esa otra patria, quizás aún más anhelada, amada y lejana, llamada Caracas. Entonces paso a ser, como diría mi primo el nipón, un novelista en el exilio.

Esta perspectiva del exilado se presta a escribir ensayos. ¿Acaso todo ensayo no es un intento de ubicarse, de definir unas coordenadas? Tengo meses circundado temas que nunca termino de desarrollar, como analizar los ejemplos más notorios de la “trampa endémica” que ya cité; o describir las diferencias entre “estar enfermo”, “ser un enfermo” y “representar la enfermedad de un país”; o explorar la “fealdad como propósito” y ya no como incapacidad de generar belleza. A veces me convenzo de que en esa palestra debe estar mi responsabilidad como escritor, pero la mayoría de mis intentos sólo aumentan mi desubicación, mi exilio.

Después de mi primer turno habló Sol Linares. Su primera frase fue: “¿Yo no sé por qué estoy aquí?”. Una pregunta tentadora para un opositor recalcitrante capaz de contestarle: “Pues tú por chavista y yo por opositor”. Gracias a Dios lo que sentía era una legítima curiosidad ya que nunca he leído algo escrito por Sol. Sé que ganó un premio en Cuba con su novela Percusión y tomate. Me atrae el título y quiero leerla.

Luego de dar una larga respuesta a las posibles razones de su sorpresiva ubicación, Sol asomó una de esas ideas tan sorprendentes que uno cree no estar entendiendo. Era algo así como “ahora que todo está bien, no tiene sentido escribir novelas. Lo que debemos escribir son ensayos”.

Carlos Noguera plantearía más tarde que no todo es perfecto:

–Se ha conseguido el poder político, pero no el poder económico y el mediático.

En ese momento confieso que sí se soliviantaron mis tapones. Pensé, pero no me atreví a decirlo: “Se van a embuchar. Con más poder mediático y económico se terminarán de indigestar y los eructos se oirán en Groenlandia”. Me ayudó a calmarme la atmósfera tranquila de la sala mientras Carlos rememoraba su infancia rodeado de bibliotecas andinas y tías que cuidaban sus largas horas de lectura.

Terminada la primera tanda, Julio Ortega nos invitó a conversar sobre qué era para nosotros la novela, ofreciendo antes tres posibilidades:

Según Lukács, la novela es la narración de la ruptura de un código social. Julio dio los ejemplos de Madame Bovary y Anna Karenina, quienes rompen el código del matrimonio, y deben morir.

Según Silvia Goldman, la novela es la búsqueda que emprende un héroe problemático en pos de valores auténticos en un mundo que ya no los reconoce. El ejemplo que ofreció Julio fue, por supuesto, el Quijote, y logró una vez más emocionarme, como si nos presentara un personaje tan maravilloso como desconocido.

Según Mikhail Bakhtin, la novela es el género de géneros, los incluye a todos y los noveliza, siendo un discurso empírico, heterodoxo, hecho de la mezcla, que celebra la parte física, mundana de la vida. Se expresa, por eso, en el carnaval, en la risa, el banquete, la parodia. El gran ejemplo es Rabelais y, de nuevo, el Quijote. Agregó Julio:

–Quien se marcha de La Mancha (que en árabe quiere decir lugar seco) para vivir en un mundo imaginario y mejor; y cuando es derrotado, su condena es volver a su pueblo, a la miseria de lo literal. Por eso le dice a Sancho: ¿Y si nos hiciéramos pastores? O sea, ¿y si nos mudamos a otra novela, aunque sea a una pastoril? Todo por no volver a esa Mancha de curas, barberos y tías. Pero es tarde: regresa y solo le queda morir. Por eso dice Lacan que lo literal es la muerte, que necesitamos lo imaginario y lo simbólico para vivir. La novela, en fin, nos ayuda a remontar el presente, hecho de limitaciones de todo orden, y nos permite vivir en una realidad nunca única y siempre plural.

De manera que ahí estaba yo, frente a un micrófono que retaba mis agallas; sitiado por Bakhtin, Goldman y Lukács; al lado de Sol, quien piensa que no hace falta escribir novelas, “porque todo está bien”, mientras yo me lamento de no lograr escribir ensayos políticos porque todo está demasiado mal. Esta ubicación, o quizás ubicuidad, me ayudó a encontrar una definición que me desahogara:

–La novela es un instrumento para enfrentar el poder desde la derrota y la fragilidad.

La frase me gusta; tiene incluso una razonable dosis de paradoja. Lo único que no termina de calzar es eso de “un instrumento”. “Una vaina” abriría más posibilidades. Ya Isaac Pardo reveló todos sus matices cuando propuso una legítima traducción a la tesis de Hamlet: “Ser o no ser, ¡Esa es la vaina!”.

Días después le conté a Francisco Suniaga mi flamante definición y, agitado por la dosis de política y optimismo que le queda en la sangre, me preguntó:

–¿Y por qué desde la derrota?

–¡Francisco! ¿Acaso no te das cuenta? Piensa en tu alemán en Margarita, en Escalante en el hotel Ávila. Y no quiero pensar en tu nueva novela. Con ese título, Esta gente, tus protagonistas van a llevar más palo que Pobre negro.

Francisco quedó convencido, y eso que no le hablé de Rafael Vegas en Falke y Delgado en Sumario. Tampoco de mis excesos al titular mi último trabajo: Los Incurables.

Donde me tranqué un poco fue explicando al público del Celarg cómo diablos se enfrenta el poder desde tan devastadas circunstancias. Asomé que no me refería al poder como un ente objetivo e inmediato, sino a denunciar la permanencia de sus misteriosos y ocultos mecanismos. He debido recurrir a la metafísica y hablar de las primeras causas y las últimas consecuencias, pero podía sonar pretencioso y me refugié en las peligrosas mazmorras de Capote:

–Me refiero a enfrentarlo desde la soledad y la oscuridad, desde una apuesta en la que podríamos perderlo todo.

No tengan dudas de que estoy enderezando el capote ahora que reviso la escena en la pacífica nación a donde emigro todas las mañanas, una república de obsesivas revisiones y donde la única Constitución es el diccionario, un texto más voluminoso y pesado que la diminuta constitución azul que suele mostrarnos el Presidente en la televisión, la cual se ha ido haciendo cada vez más pequeña entre sus dedos. En el diccionario encuentro mayor precisión. No existe por ejemplo la palabra “rerreelección”, por esto se considera tal posibilidad como algo “indefinido”.

En su segundo turno, Carlos Noguera habló brevemente de su novela, Historias de la calle Lincoln, escrita en 1971, y ofreció una explicación que calzaba con mi reciente predicamento. Para adentrarme en ella con buen pie voy a utilizar fragmentos de un ensayo que escribió Julio Ortega en 1994: Carlos Noguera y el recomienzo de la historia. Julio comienza planteando que esta novela se estructura:

…desde la perspectiva de un recuento de derrota. En efecto, este es un balance de la frustración política de una generación que pasó por la aventura guerrillera, y cuya identidad, en parte, fue definida por el drama de la subversión y sus costos.

Julio acude a un profundo testimonio sobre el fracaso, al proponer que el texto de Noguera se nutre de la misma fuente que el poema de Rafael Cadenas:

…“Derrota,” que es emblemático de la desmoralización política y conciencia marginal que siguió al fracaso guerrillero. En buena cuenta, Cadenas da voz a un sujeto de la exclusión que hace el recuento irónico de su desapego social y civil, extrañado (“derrotado”) por su no pertenencia a un país sin articulaciones entre la esfera pública y la vida privada, entre el triunfo de las modernizaciones y el destiempo de la subjetividad.

Luego Julio explica el papel de la novela ante las limitaciones que tienen los historiadores para comprender el alma de una época:

…la experiencia guerrillera venezolana de los años 60 no ha producido aún ni su historia comprensiva ni su evaluación política seria; su suerte en el discurso ha variado entre los testimonios de sus protagonistas, algunos de ellos muy valiosos y genuinos, otros amenos y hasta ligeramente estrambóticos.

…En cambio, en la novela esa experiencia se ha convertido en clave de interpretación de un país cuyo proyecto de modernidad fue disputado con las armas, en una aventura improbable y, quizá, juvenil, que seguramente demuestra el carácter limitado del proyecto modernizador y las contradicciones que generó en las clases medias. Pero, por otra parte, demuestra que la narrativa (probablemente alentada por el discurso popular del testimonio de las historias de vida que los protagonistas escribieron) es un lenguaje en debate por el sentido nacional de lo moderno. Es también un mapa de las exclusiones y de los márgenes que genera una modernidad gestionada desde el sistema estatal. Un sistema, en efecto, orgánico y globalizante pero, por eso mismo, normativo y sancionador, que ocupa el espacio político tanto como lo desocupa, creando por igual expectativas como desigualdades. Pues bien, pronto se hizo claro que la novela es el discurso que el sistema no controla: en el relato, las vidas poseen un rango liberado del territorio que ocupa la racionalidad del sistema; tanto como poseen un instrumento, el habla, no colonizado por los usos oficiales de un estado robusto y elocuente, es decir, inaugural y a la vez conmemorativo.

Hoy ya son otros los derrotados, los extrañados y estrellados, los que encuentran en la novela “el discurso que el sistema no controla”, un instrumento “no colonizado por los usos oficiales de un estado robusto y elocuente, es decir, inaugural y a la vez conmemorativo”.

Se podría argumentar la justicia y legitimidad de esta nueva derrota, pero nunca el vigor y la creatividad de los actuales derrotados. Es estruendosa la proporción de lo que se manifiesta desde este extremo en poesía, en el cuento y la novela, incluso en la ensayística, frente a los autores que apoyan al actual gobierno. Sólo nombrar a Rafael Cadenas ya desarticula la balanza y la hace innecesaria; basta con un vistazo de alma.

Pero estos recuentos son antipáticos y subjetivos (aunque demoledores), así que volvamos a la noche en el Celarg. A continuación el propio Carlos Noguera se declaró bien dispuesto a dar respuesta al presente (ese marasmo donde conviven las noticias con las facturas de la luz) y reveló los proyectos en que estaba trabajando. Una de sus futuras novelas tratará sobre el caso de unos paramilitares colombianos, uniformados impecables y en fase de entrenamiento, que pernoctaban por Turgua mientras comían cachitos de la pastelería Danubio y planificaban dar un golpe nadie sabe dónde ni cuándo. Creo que los encontró la policía municipal de El Hatillo con la misma facilidad con que se desmantela un ballet rosado en Parque Central.

Desde mi perspectiva se trató de una farsa del gobierno que Noguera ahora va asumir como cierta para convertirla en ficción y acceder a una verdad superior. La transmutación o el ping-pong de ir y venir tantas veces entre la mentira y la verdad suena cuesta arriba. Supongamos que su labor detectivesca demuestra que la comparsa iba en serio, todavía existe una traba epistemológica en ese afán de querer dar una respuesta actualizada y novelesca. Pero supongamos también que una novela podría tener como genuina fuente y propósito el ofrecer respuestas al presente y no solo preguntas al futuro, todavía le queda, me temo, el obstáculo de estar al servicio de quienes hoy son los poderosos, de emplearse en una tendencia que se jura exclusiva y permanente, y no en la búsqueda de una realidad que “nunca es única y siempre es plural”.

Y puede que incluso en esta instancia yo no tenga razón, y Noguera esgrima que se enfrenta a poderes aún más cosmológicos e imperialistas, pero comprendan cuanta falta me hace aferrarme a la máxima de que la historia la escriben los triunfadores y las novelas los derrotados.

Debo aquí señalar que Carlos Noguera siempre ha sido conmigo amable y caballeroso. Generosamente me abrió las puertas de Monte Ávila para publicar mis cuentos y no me fue fácil negarme (por motivos que ahora veo con mayor claridad y convicción). Digo esto porque en verdad quisiera que terminara su novela y demuestre que estoy equivocado. Ya lo dijo Bakhtin: “la novela es el género de géneros, los incluye a todos y los noveliza”.

Julio calificó a la novela de Noguera de 1971 como un “recomienzo de la historia”. Temo que el autor no encontrará en Turgua la celebración y los íntimos antídotos de cuando buscaba por entre las incertidumbres de la calle Lincoln un lugar en la historia, y encontró una novela reveladora. Cuarenta años después pareciera no dudar de la estructura de poder donde comulga y es oficiante, una maquinaria que luce asentada y que, gozosa, retoza en el tiempo.

Ya Virgilio y Horacio agotaron con Augusto la posibilidad de ser poeta al lado del Emperador. Eso me gustaría creer desde mi condición de boquiabierto y por eso me identifico con el trágico camino de Ovidio. ¿Por qué cayó en desgracia? ¿Cometió adulterio con la hija de Augusto? ¿Descubrió la relación incestuosa de Julia con su padre? ¿O acaso el destierro de Ovidio fue una ficción, un pretexto para la composición de un nuevo tipo de elegías? Quiero imaginarlo paseando por Roma mientras inventaba para la posteridad la tragedia de su exilio, un mito sustentado con cartas y poemas tristísimos llenos de adulaciones a los poderosos, de sinceras lamentaciones sobre una tierra salvaje de seres prehistóricos y frío glacial. Sus súplicas a los amigos para que intercedan ante Augusto son tediosas si son ciertas, pero serían prodigiosamente divertidas si fueran parte de una gran mentira; la más grande, sostenida y peligrosa fantasía en la historia de la literatura. Quiero asomarle a Carlos Noguera esa alternativa, la ficción de quien cae en desgracia.

Julio Ortega termina su ensayo diciendo: “Si leemos hoy con frescura Las Historias de la calle Lincoln, hasta con humor, es porque ha logrado remontar la melancolía de la derrota”. Hoy parece que la meta no es sólo remontar la derrota sino transmitir el testigo de sus testimonios. Esa melancolía siempre pasará de mano en mano y así mantendrá viva la llama de la creación. Siempre será frágil y temporal el sostenerla como un emblema, pero nunca será débil la fuerza de su llama. Y, qué duda cabe, hoy, en Venezuela, está en manos de quienes se oponen a los que se conciben como poseedores de una única e imperecedera verdad, cuando hasta pregonar la oficialista alternativa de la muerte fue un slogan pasajero.

De manera que estoy feliz en la pequeña república de mi escritorio, pero ya va siendo la hora de almuerzo y comienzo a sentir otra vez el dolor de muelas. Quizás he perdido el tiempo escribiendo lo que supongo parecerá un ensayo. Quizás a la larga y en la raíz del problema, no haya tanta diferencia entre estar demasiado bien y demasiado mal. Julio nos conoce y sabía que nos haría bien sentarnos en una mesa y decirnos a la cara lo que pensamos, o lo mucho que aún nos queda por pensar. Yo estoy agradecido; tan derrotado como siempre, pero ahora más orgulloso de ser sólo un escritor, un novelista al que aun le queda buena parte de sus mañanas. Esa es una buena palabra, “¡Mañana!”, apenas comienza el día y ya la invocamos.

Federico Vegas 

Comentarios (6)

dariela
21 de noviembre, 2012

“Nunca es nunca y siempre es plural” eso es una novela pero, también nosotros. Cuando nos gusta escribir nos hacemos casi que diferentes, o mejor dicho nos convertimos es eso; nada mal para lo que deseamos: escribir.

Helena Arellano Mayz
21 de noviembre, 2012

“¿Cómo diablos se enfrenta el poder desde tan devastadas circunstancias?” Escribiendo “desde la soledad y la oscuridad, desde una apuesta en la que podríamos perderlo todo” hasta la capacidad de escribir. La novela permanece si tiene quien la lea; el poder también, mientras haya quien lo ejerza. Novela y poder, ambos, eventualmente, cambian de manos porque los perecederos somos nosotros: el que escribe/lee y el que ejerce el poder.

Un poquito de meta-física nunca está de más… cada mañana.

Odart Graterol
21 de noviembre, 2012

Federico.

Alguna cosa en esta última entrega tuya me remite (quizá terriblemente) a algunas sensaciones de cuando leí Estambul de Orhan Pamuk. Y es esa descripción del sentimiento de derrota (en aquel caso de un antiguo imperio Otomano) cuya gloria parece perdida en el tiempo para siempre. Salvando las increíbles distancias…o mas bien “la escala”. No quiero siquiera imaginar lo que ha debido ser desde su experiencia como Turco el pensar en esa derrota y desesperanza en la gris y ruinosa Estambul invernal … cuya extraviada gloria (según su experiencia) apenas se encuentra documentada en algunos dibujos y artículos de periódico después recopilados por unos Turcos a manera de gran libro de curiosidades que, fascinados o embriagados por la “modernidad occidental” había que retratar o que “estar montado”,( o al menos colocarse unos anteojos de visión occidental para retratar “fidedigna y modernamente” aquella realidad “antigua y desgastada” ) …o por algunos viajeros europeos fascinados por la exótico que representaba para ellos toda esa cultura que desde su visión a lo “Parisien”, “Berliner”, “British” (o capital europea que se te ocurra) retrataban en cuadros impresionistas o dibujos de cualquier corriente “à la mode” aquellas exóticas tierras Persas…en fin, a nuestra escala particular y a la temperatura y maneras del trópico, pienso (o al menos imagino) una Caracas que pudo ser, con ciudadanos representados físicamente como Renny Ottolina (repetidos ad infinitum como Mr. Smith de la película The Matrix) y respetables Sras. Calcadas de un molde de Susana Duijm cuando ganó el Miss Mundo con una Sabana Grande con su barbería Adriatica o la tienda de Arte de Oscar Guitelmann casi al lado del Restaurant Jaime Vivas… Con todas las obras de la Modernidad concluídas, sin 2dos pisos de autopista ni Mausoleos ni mucho menos Musarqs…en fín: ¿Seremos capaces de documentar lo rescatable y “lo bueno” para, en algún momento, comenzar con la reconstrucción? ¿O nos resignaremos al fatal destino de siempre ser derrotados?

Federico Paniagua
21 de noviembre, 2012

Estimado Federico, solo una observación. A quien se refiere Julio es a Lukács, no a Luckas. Él trató, entre otros temas, el de la novela histórica. No nos haría mal echarnos un paseo por sus páginas.

Federico Vegas
22 de noviembre, 2012

Tienes razon,es Giörgy Lukács. Lo corregiré. Gracias

Lenin Pérez Pérez
30 de noviembre, 2012

Federico, te agradezco este texto. Sólo eso.

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