Artes

Fragmento de la más reciente novela de Federico Vegas: “Los incurables”

Fragmento del primer capítulo de la última novela del escritor venezolano Federico Vegas, "Los incurables", publicado por Editorial Alfa.

Por Federico Vegas | 14 de noviembre, 2012

Vivir es una enfermedad que no tiene cura. Hasta donde sé, su final es la muerte. Por eso quizás valga la pena darle un sentido, y no me refiero a la vida, sino a la incurabilidad.

 

A la búsqueda de un naufragio

No recuerdo cuándo apareció en mi vida. Mucho antes de saber que era un pintor, su estampa surgió en medio de esa nebulosa donde habitan los héroes de los cuentos junto a ogros y gigantes, santos y libertadores, lejanos antepasados y los seres amados que han muerto antes de tiempo.

Una mañana que bajábamos al litoral, mi padre nos contó que el abuelo había comprado un garaje en Macuto y uno de los programas durante las vacaciones era ir a visitar “al loco aquel que vive más allá de la quebrada de El Cojo”. En ese momento, papá soltó una mano del volante e hizo un gesto que aún no logro descifrar. ¿Imitaba a quien saluda o al que dice adiós? ¿Fue desprecio o nostalgia? ¿Se burlaba de quienes no habían comprendido al artista o confirmaba su propio despiste? ¿Ilustraba el paso del tiempo o su persistencia? ¿Señalaba algo que se aleja o que comienza a acercarse?

El garaje del abuelo se fue transformando en vivienda playera y guindaron decenas de chinchorros en tirantes de hierro, ahora pintados de esmalte blanco. Los anaqueles donde antes se amontonaban las llaves de tuerca pasaron a formar parte de la cocina y un angosto mesón de frailes se plantó a lo largo del galpón. Cerca del gran portón de entrada, que una vez fuera para camiones, estaba el foso donde el mecánico bajaba a cambiar el aceite a los motores. El abuelo lo forró de azulejos y se convirtió en algo que la familia llamaba con orgullo “La piscina”, y los invitados “El caldo”, porque el cemento del foso había absorbido tantos años de grasa que esta emergía incesante por las juntas de la cerámica, dando al agua unas aureolas de consomé donde los niños chapoteaban como alas de pollo.

A través de los años, el galpón se elevó en el manso remolino de los recuerdos de mi padre y comenzó a flotar rumbo a Castillete, la casa y taller de Armando Reverón, acercándose más y más en cada uno de sus recuentos hasta posarse justo al lado de los robustos muros de piedra. Entonces mi padre empezó a hablar de cuando eran vecinos del pintor y podían escuchar el alboroto de sus gansos y guacamayas.

La espiral en los vuelos de su memoria continuó cerrándose y una tarde papá llegó a contarme que Reverón pintaba al fondo del garaje del abuelo. Había culminado el prodigioso acercamiento. Es como si envejecer consistiera en invocar una sola imagen de escaso foco y absoluta integración.

Tratando de acompañar estas ineludibles aproximaciones, comencé a vislumbrar la posibilidad de convertirme en el narrador de esa travesía hacia un único e indispensable hogar. A veces escribir no es más que una salida a la reprimida tentación de cambiar el pasado, y no me refiero a grandes modificaciones de la trama o el desenlace, sino a ligeros arreglos en las secuencias, los escenarios y las motivaciones de los personajes.

En el caso del recuento de mi padre, yo quería animar al niño que una vez jugó en las playas de Macuto, a romper con la visión que se le imponía sobre el loco de la quebrada y convertirse en un buen amigo del pintor, al menos en el emancipado y volátil territorio de sus evocaciones.

Cuando además de escuchar, me dediqué a indagar, el hermano mayor de mi padre añadió una versión menos difusa y más distante a la que yo pretendía reconstruir, insistiendo en que el abuelo los obligaba a visitar al pintor todos los sábados.

–Yo no quería ir. Era un lugar hediondo, asqueroso –me dijo sin ninguna misericordia.

–¿Hediondo a qué? –le pregunté, reclamando tanta exageración.

–A mierda de mono… unos decían que la usaba para pintar, otros que quien pintaba era el mono.

Luego me aseguró que en la casa de Caracas había un par de cuadros que el abuelo compró por nada:

–Uno era de una playa y lo guardaron bajo un armario. Cuando veinte años después se acordaron de su existencia, los almendrones se habían convertido en una selva de hongos y cucarachas. El otro cuadro tenía una grúa, dos barcos y un faro. Lo colocaron sobre las planchas de cinc del corral para tapar un agujero y el sol se devoró la tela.

Me tomó tiempo entender cuál era la razón de esta versión tan increíble, tan cruenta. Al final de su vida mi tío se refugió con ahínco en la pintura y, al sumirse en ese afán tardío, debe haber sufrido al evocar aquellos hermosos lienzos perdidos para siempre. Él también estaría rearmando uno de los episodios más importantes de su niñez, pero a través de la negación absoluta de las emociones de su infancia. Recuerdo su rostro mientras hablaba de un cuadro expuesto al cielo y otro a la oscuridad absoluta; tenía una sonrisa tan maliciosa como fúnebre mientras mordía el filtro de un cigarrillo hasta deshacerlo.

He tenido que escuchar muchas historias similares por culpa de una manía nada aconsejable: anunciar sobre qué voy a escribir. Aparte de ser una práctica presuntuosa, dicen que genera fuertes tendencias a desinflar la empresa, como si contar lo que viene en camino equivaliera a hacer el amor antes de una dura prueba deportiva. Pero encuentro que estas desinhibiciones, bien administradas, abren el camino a inesperadas anécdotas que se van adhiriendo a la futura novela como abejas a un panal, cada una buscando una celda que calme tanto revoloteo inútil. Solemos ser generosos con recuerdos a los que no logramos encontrar el reposo de un lugar digno.

Lo inesperado tiene además un mordaz sabor a verdad que puede resultar muy convincente en el tejido de un relato. Y es preferible que el escritor se sorprenda con lo que le cuentan antes y no después de publicar el libro, cuando ya no hay sitio para correcciones y añadidos. Alguna vez me ha pasado, por culpa de tontas reticencias y el llamado “silencio creativo”, conocer lances tan apetitosos como insospechados que calzarían deliciosamente, pero cuando el texto ya ha salido de la imprenta y anda de en manos de otros.

Me he ido al otro extremo y en esta jornada todavía estoy pagando el precio de ser un deslenguado que revela sin pudor su proyecto cuando apenas comienza a cocinarlo, pues he tenido que aguantar la embestida de cientos de cuentos que repiten el acerbo patrón de mi tío, con un ingrediente embarazoso: mis proveedores intentan adornar la maldad o la estupidez de sus antepasados incluyéndose ellos mismos en una patética secuencia de justificaciones.

Recuerdo un caso alrededor de una mesa donde sobran vasos y falta hielo. Pongo el tema y una amiga comenta que su abuelo fue el médico del pintor. Espero que se explaye sobre los diagnósticos de un abuelo psiquiatra, pero se trata de un gastroenterólogo que curó de unas tenaces lombrices a Reverón, quien quedó muy agradecido y pagó la consulta con una carpeta de dibujos.

–Cuando subía desde Macuto a Caracas, siempre venía cargando unos cuadros en la espalda y visitaba a mi abuelo –añade la nieta con orgullo.

–¿Y que contaba el médico de esos encuentros?

–Muy poco… Sólo decía al verlo llegar: “Ahí está otra vez ese loco. Díganle que no estoy”.

Me quedo callado, pues pienso que nada hará mella en la larga tradición familiar que todavía considera graciosa la figura del asqueado patriarca mirando al artista desde el ventanal de su estudio.

Una amiga más veterana y consciente del devenir histórico, cuenta en la misma mesa la historia de un periplo:

–Una vez llegó a la casa un cuadro con un par de mujeres desnudas. A mi abuela le pareció indecente y lo pusieron en el lavadero, hasta que la revista Elite le dedicó la portada al pintor y entonces lo mudaron al pantry. Luego se murió Reverón y el cuadro pasó al pasillo que iba a las habitaciones. Después de la exhibición que le hicieron en Bellas Artes, estuvo un tiempo rondando por el comedor y más tarde en la sala, encima de un sofá de cuatro puestos. Hace unos meses lo vendimos en una subasta de Sotheby’s y nos compramos un apartamento en Boca Ratón.

Le pido más detalles:

–¿Cómo era convivir con un Reverón todos los días? ¿Qué le pasó a la casa cuando se llevaron el cuadro? ¿Sintieron el vacío?

–Pusimos algo de López Méndez –contesta y cierra el tema.

Estas historias continuarán acosándome. Una dama exigió como requisito para comprar un cuadro eliminar a la Juanita desnuda, y exhibió en su sala la imagen de unas palmeras alrededor de una enorme piedra ligeramente antropomórfica, ideal para narrar su victoria en aquel enfrentamiento entre la moral y el arte.

Al mismo tiempo, pero me temo que con menos frecuencia, voy encontrando seres con recuerdos gratos y apacibles de sus visitas a Castillete. Al observar en sus miradas un placer tan fértil, me pregunto: “¿Cómo pueden darse en un mismo lugar sensaciones tan opuestas, que arrancan del aborrecimiento, pasan por la admiración y llegan hasta la felicidad?”.

Empiezo a comprender que Castillete es un pozo profundo donde los caraqueños podrán siempre reflejarse e intentar comprender cómo son realmente; con el salvoconducto, si acaso les perturba lo que enfrentan, de argumentar que se han asomado al reino de la locura y, así, considerar su rechazo como un síntoma de saludable sensatez.

Federico Vegas 

Comentarios (10)

CARLOS FAILLACE
14 de noviembre, 2012

Querido amigo: no tengo duda, todos estamos enfermos incurablemente de muerte. Como incurable, siempre asustado con la posibilidad (¿probabilidad?)de adentrarme para siempre en el “reino de la locura”, espero fervientemente que como lo afirmas:el rechazo (¿terror?)a la misma sea de veras “un síntoma de saludable sensatez”. ¡Voy saliendo a comprar el libro!

Diego Arroyo Gil
14 de noviembre, 2012

A comprar este libro ya. Por el texto, que es bellísimo como se puede leer aquí. Y por esa portada increíble.

Joeif Duroim
14 de noviembre, 2012

Salve Federico! Me encanta ese atisbo al libro! Gracias!!

Bernabe Aguado
15 de noviembre, 2012

Federico Vegas… Escritor venezolano de proyección universal. El mejor de su generación!

Dana
15 de noviembre, 2012

Es tan dificil comprender y tolerar a la gente cuando es diferente a uno……Como con todo lo que te he leído, lo voy a disfrutar. A la librería!! Gracias Federico

Marco ARC
15 de noviembre, 2012

Vaya que me parece bastante interesante, definitivamente lo tendré en cuenta!

lucia alvarez-corvaia
16 de noviembre, 2012

gracias federico por esa aproximacion polifacetica de la realidad, esta vez con nombre de pintor extrafalario, en la muestra de tu novela. y cuando usas el plural en el titulo, ¿es que hay otras semblanzas de personas cuyas conciencias y comportamiento haya sido tan irregular que pudo haber sido calificado de enfermo? -en tu novela, digo. hay “enfermedades” o “males” de los que una no se quiere curar. porque se disuelve, se transforma tanto que pasa a ser otra cosa. y ya no se es una. me encanta darle un sentido a esas irregularidades, perennemente. un abrazo y felicidades!

Alfredo Zuloaga
16 de noviembre, 2012

Felicitaciones a Federico por su ‘antesala’ de lo que debe ser un libro excelente. Lo oí en la radio hoy y debo decir que llena de placer y orgullo el tener a alguién que se refiera y escriba sobre estos temas históricos contemporáneos con tanta sencillez y tan agradablemente, y que al mismo tiempo sea una ‘enseñanza’ para nosotros. Me recuerda -mutatis mutandi- al gran Juan Rohl.

Un abrazo,

Alfredo

Norma
1 de diciembre, 2012

Por un lado buscar el libro para reencontrarme con los placeres de la lectura…….. por el otro lado, agradecer que existe gente como el autor con la habilidad de poner en palabras los recuerdos…porque es asi… en la infancia o juventud..o solo unos años atras…la memoria cambia toda la percepcion de la realidad…..eso significa que esa realidad probablemente nunca existió….son solo recuerdos.. algunos gratos, otros oscuros….recuerdos apenas..

Rody
11 de diciembre, 2012

como que soy una de los incurables… tengo el libro en mi posesión y ya me acompaña a todas partes. mi mayor decepción? cuando a pesar de llegar temprano a mis citas o encuentros, no me dejan esperando… robándome del tiempo que tenía previsto para pasar un rato más con él. o será, en él? gracias federico vegas!

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