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Obama a la mañana siguiente, por Juan Gabriel Vásquez

Por Prodavinci | 11 de noviembre, 2012

“Lo mejor está por llegar”, dice el reelegido presidente Obama. Son cinco palabras que parecen inocuas, un lugar común de candidato triunfante. Pero no lo son: no son inocuas, ni es cualquier candidato el que ha triunfado. Debajo de las palabras de Obama navega el sentimiento de decepción soterrada que sienten quienes le dieron su voto convencido y aun eufórico hace cuatro años, y acaso navegue también la conciencia del propio presidente de no haber estado a la altura de su retórica, de haber sido elegido en buena parte por el miedo que daba su contrincante a los sectores más sensatos (o, en algunos casos, simplemente más vulnerables) del electorado. ¿Cuántos, se preguntará Obama esta madrugada, han votado por él votando contra Romney? ¿Cuántos han visto en el especulador mormón una reedición empeorada de George W. Bush, el presidente más nocivo en la historia del siglo XX, el hombre que dejó a los Estados Unidos en un estado de deterioro —moral, militar, económico— sin precedente? Más alivio que euforia: esto es lo que se siente hoy en Estados Unidos, y Obama tiene que saberlo.

Eso es lo que piensa esta mañana Barack Obama: que la energía brutal de hace cuatro años, esa suerte de embriaguez que produjo su primera victoria (y que duró, seamos sinceros, tanto como suele durar toda embriaguez), no se ha repetido ahora. Piensa que ha sido reelegido con una ventaja en votos electorales —en el momento en que escribo estas líneas, 303 a 206— que no representa o refleja la ventaja en el voto popular, que ha resultado ser de menos de dos millones de votos. Dos millones: no es nada para un país como Estados Unidos. Y así resulta que ese rasgo característico del sistema democrático norteamericano, el contraste entre el voto electoral y el voto popular, es este año tan elocuente como ha sido siempre: Estados Unidos es un país brutalmente dividido y Obama —mientras dice que lo mejor está por llegar— sabe que no será necesariamente así: que deberá trabajar contra un Congreso más radicalizado que antes, más dominado por la insensatez republicana, más decidido a joderle la vida a la clase media y a facilitársela fiscalmente al uno por ciento de los más ricos.

Y sabe también que el 57 % de los israelíes, según una encuesta, no querían que ganara él, sino Romney: y se pregunta cómo va a lidiar con Benjamin Netanyahu, el líder extranjero más influyente en el Congreso de Estados Unidos. Y sabe que la economía no está creciendo al ritmo que debería y que el Congreso republicano lo hará responsable de los destrozos que ellos mismos causaron durante ocho años de Bush. Y sabe que el uso recreativo de la marihuana ha sido legalizado en dos estados, y que eso, que parece un avance, le causará problemas. Sobre todo, sabe que esta vez lo eligieron los latinos: y los latinos esperan que dé la batalla por ellos. Que dé la batalla por quienes aceptan irse a cinco años de guerra a cambio de una green card; la batalla contra la pared que se construye entre México y California para que no entren indocumentados a trabajar (y que se construye, como quizás recuerda Obama esta mañana, con trabajadores mexicanos, algunos indocumentados). Esta mañana, Obama lo sabe con más claridad que nunca: en Estados Unidos, demografía es destino.

Buenos días, presidente Obama.

Prodavinci 

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