Artes

Palabras en ocasión del Pregón de Lectura FILUC 2012, por Inés Quintero

Por Inés Quintero | 2 de noviembre, 2012

En la primera semana de agosto, recibí la invitación para participar como pregonera de la lectura en el acto de instalación de la FILUC. El primer emisario que se comunicó conmigo para plantearme esta maravillosa oportunidad fue mi querido amigo Antonio López Ortega, escritor, poeta y, por supuesto, lector. Pocos días después, recibí la carta formal de invitación firmada por Rosa María Tovar, presidenta de este importante y amplio encuentro. No dudé, ni por un instante, en aceptar la invitación.

Desde el primer momento me pareció que se trataba de un privilegio, una distinción, un regalo sorpresivo e inmerecido que me ofrecía la oportunidad de hablar, compartir, reflexionar, pensar, sobre algo que practico todos los días, que forma parte de mi vida, de mi profesión, de mis pasiones más intensas: leer. Leo todos los días, converso de lo que leo con mi esposo, con mis hijos, cuando los tengo cerca, con mis afectos, con mis alumnos, con mis colegas. No hay manera de imaginarse a un historiador que no sea metido de cabeza entre libros, entre papeles, en bibliotecas, archivos, detrás de un escritorio, leyendo y disfrutando los aromas y el silencio del tiempo.

Una de las maneras de interrogar al pasado, una ruta insoslayable para ingresar al complejo, contradictorio y maravilloso universo de la Historia es a través de la lectura: detenerse a leer cada testimonio, registrar cada rastro impreso en periódicos, en documentos, en papeles sueltos. Entrar en contacto directo con un volumen inmenso de información, al cual no hay manera de acceder sino con los ojos, a través de la lectura, una lectura serena, inquieta, curiosa, atenta a los detalles, a los secretos, a las huellas del pasado.

Resulta para mí un ejercicio bien difícil recordar o reconstruir en qué momento de mi vida, antes de que me dedicara al estudio y el disfrute de la Historia,  la lectura empezó a formar parte de mi existencia como algo inseparable de mi cotidianeidad, del día a día. Tengo muchísimos recuerdos, desde mi más remota infancia, de vivir acompañada de los libros, del hábito de la lectura. Tengo la enorme dicha de pertenecer a una familia lectora, cultora del lenguaje, a través de la lectura. Mi mamá es una lectora voraz; su papá – mi abuelo Carlos-, para favorecer la ampliación de su vocabulario y contribuir a la perfección de su ortografía, la ponía, junto a sus dos hermanas, a copiar el diccionario. Sin más. Aunque parezca extraño, esta terapia ocupacional dejó una profunda y fecunda huella en su manera de relacionarse con el mundo de las palabras, con el inagotable placer que genera y otorga la lectura. Ha sido ella, sin duda, la fuente más directa de inspiración que he tenido en este largo recorrido como lectora.  La primera biblioteca enorme que conocí fue la de mi abuelo –Carlos Montiel Molero-, con sus libros empastados perfectos, clasificados con sus numeritos al pie y  muchos de ellos con sus iniciales en el lomo. Estaban colocados en unas vitrinas de madera primorosas, pulidas, perfectas, con sus puertas de vidrio, impecablemente organizados, según el criterio de su dueño. Tengo el recuerdo del orden y el silencio que imperaban en ese lugar, un sitio que despertaba una fascinación incomprensible porque allí se hablaba calladito, apenas en susurros, aunque no hubiese nadie. Era un sitio dispuesto expresamente para sentarse a leer, a pensar, a cultivar esa especial intimidad que se produce entre lector y lectura.

Es esta intimidad, esta conexión silenciosa y de riquezas insospechadas que ofrece la lectura, una de las cosas que más me gusta de mi vida profesional. Cuando entro en una biblioteca, en cualquier biblioteca, me conecto, sin proponérmelo, con aquel rincón silencioso de mi niñez. Yo siento que se produce una transformación interior, exterior, integral, el tiempo se queda como detenido, lo único que quiero es quedarme allí, las horas que sean necesarias. Una maravilla. Igual ocurre en los archivos. Es una oportunidad extraordinaria, excepcional, fascinante de dialogar en directo con otros seres, otras emociones, otras circunstancias, a través de la lectura, de lo que está allí impreso o manuscrito. No hay mayor deleite, de verdad.

Todo esto, esta personalísima experiencia que me acompaña en la faena historiográfica es parte de mi vida y de las emociones que despierta en mí la investigación, la lectura y la escritura de la Historia.

Así que, desde que tuve la noticia de que podría conversar con todos ustedes un día como hoy, un día de fiesta cuyo motivo es la lectura, estuve pensando en qué sería lo que finalmente diría. Cuál sería mi pregón de lectura.

La Historia, sin duda, mi gran pasión, la misma que animó siempre a mi queridísimo amigo  Manuel Caballero, ausente pero presente.

Y pensé entonces en aquellos tiempos, no muy remotos por cierto, en que las mujeres tenían la indicación expresa de no contaminarse con la lectura, o más bien la prohibición directa de leer ciertas cosas. Era un mandato que pretendía conservar la sumisión, el recato, la discreción, el control de las mujeres, a fin de que se mantuviesen apegadas a un deber ser inapelable: que estuviesen dedicadas preferentemente a las funciones y faenas domésticas: que fuesen mujeres del hogar, esposas, madres, hijas o hermanas ejemplares, sin preocupaciones diferentes a aquellas relativas a los oficios propios de su sexo: cocinar, limpiar, bordar, coser, rezar, contar y no llevarle la contraria a los varones de la casa. Mujer bachillera, habráse visto, ¿como para qué? Mujer opinando, sospechoso. Mujer metida en asuntos políticos: válgame Dios; mujer leyendo novelas, interesada en la literatura, distrayendo su mente en asuntos superfluos, banales, frívolos: anatema. Ruta directa  al desorden, al desacato, el pecado.

Estas convenciones tenían sus seguidores y defensores. Antes de finalizar el siglo XIX, por ejemplo, en un periódico caraqueño, un articulista dejaba saber su parecer respecto al tema de la lectura entre las mujeres, sobre todo entre las jóvenes:

En tu edad, hija mía el corazón es muy impresionable y la imaginación fogosa y ardiente, y como carecen uno y otra del freno poderoso de la razón, por no hallarse esta bastante desarrollada y con conocimientos suficientes para poner un dique a los desvaríos y a las ilusiones de aquella, considero como el mayor de los peligros para una joven la lectura de las novelas… A esos libros que, exaltando la imaginación de las jóvenes las hacen suspirar siempre por ideales imposibles, logrando que miren con disgusto y fastidio la vida práctica y real y prosaica de familia con todas sus penas y sin sabores… No leas libro alguno sin aprobación de tu confesor o de alguna persona prudente y sensata

Esto se publicó en 1897.  Lo sorprendente es que el articulista criollo no hacía otra cosa, seguramente sin saberlo, que seguir muy de cerca las recomendaciones del teólogo y filósofo Juan Luis Vives quien, casi cuatro siglos antes, en 1523, ya había advertido las peligrosas consecuencias que tenía para las mujeres la lectura de textos inapropiados. Para el filósofo Vives, las mujeres no debían leer ningún libro que tratara de armas o amores; tampoco los poemas eróticos como los de Ovidio, Cornelio Galo, Calímaco y otros poetas griegos y latinos. El único resultado de lecturas como éstas era que las mujeres fuesen malas y con mayor astucia. Las lecturas, en consecuencia, debían limitarse a la palabra de Dios, los Evangelios, los hechos de los Apóstoles, los libros históricos y morales del Viejo Testamento, San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, San Hilario, San Gregorio, San Fulgencio, Tertuliano, Platón, Cicerón, Séneca, y otros semejantes.

Estos mandatos, aun cuando se mantuvieron imperturbables por más de cuatro siglos, no tuvieron mucho éxito. Las mujeres históricamente han hecho caso omiso  a las restricciones y mandamientos que procuraban alejarlas de la lectura y, no solamente leyeron, sino que también se animaron a escribir y lo siguen haciendo, las dos cosas. Son sin duda, muchísimas las referencias existentes acerca de  la desobediencia femenina en materia de lectura y de escritura. En Venezuela los ejemplos abundan desde el mismo siglo XIX y no se ha detenido hasta el presente. Es poco probable que en la actualidad, algún articulista o consejero tenga la ocurrencia o esté dispuesto a levantar la voz para establecer un mandamiento de corte similar en materia de lectura. Más bien, la exigencia es o pretende ser de signo contrario: convocar a leer, no sólo a las mujeres, por supuesto, sino a la sociedad entera. Eventos como éste son una invitación abierta y plural a la posibilidad de que crezca y se fortalezca el universo de lectores entre nosotros y por eso reitero mi agradecimiento por esta invitación.

Una invitación que me honra y me compromete sobre todo en una circunstancia como la actual, de enormes demandas, de ineludibles exigencias que tienen, sin duda, en la lectura una aliada insoslayable.

Cuando hice referencia a mi pasión por la Historia, mencioné a Manuel Caballero. Uno de sus libros, La pasión de comprender, de mis preferidos, hace mención directa a lo que representa la Historia como herramienta para la comprensión de nuestra realidad, de nuestro presente. No solamente porque es importante y necesario conocerla críticamente y apropiarnos de ella libremente sino porque no hay manera de atender nuestro momento histórico sin memoria, sin referencia de pasado. Manuel fue también un lector infatigable, un promotor convencido de las bondades de la lectura y por esa misma razón no se cansaba de escribir, para que siempre tuviésemos a la mano un nuevo libro suyo, cuya lectura nos permitiese un acercamiento a nuestra historia y al compromiso ineludible de ser protagonistas directos de su transformación, como lo fue él en vida y lo sigue siendo con su obra. Gracias Manuel, y gracias a todos ustedes por permitirme estar aquí  a través de la pantalla.

Inés Quintero 

Comentarios (1)

omar rojas
2 de noviembre, 2012

Muy lindo manifiesto ¡¡¡ A mi me motivó a la lectura mi profesora Teotiste y mi profesor de Filosofía Jonás Díaz, cuando estudiaba en la Normal(Escuela Miguel José Sánz)Muy linda lesctura ésta Inés,gracias.

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