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Al final hablará el silencio, por Armando Coll

Así como un escritor de súbito comienza a verse a sí mismo como el personaje de una de sus ficciones y se consagra al dudoso arte de la autobiografía, así también sucede que un buen día lee las cuartillas escritas la noche anterior y no se reconoce en ellas.

Decía, por ejemplo, el novelista Philip Roth en una entrevista concedida meses atrás al diario español El País, sobre el hecho de releerse a sí mismo: “A menudo es doloroso, ves lo que no conseguiste hacer y el lenguaje que usaste puede resultar un poco embarazoso. Uno no siempre está en buenos términos con sus libros del pasado”.

Franz Kafka solía ensañarse contra sí mismo como el peor de sus críticos. En 1903 escribía a su amigo Oskar Pollak : “De entre ese par de millares de líneas que te entrego, quizás haya unas diez que todavía podría tolerar; los toques de trompeta en la última carta no eran necesarios, en lugar de la esperada revelación, te envío garabatos infantiles… La mayor parte me resulta repulsiva, lo digo abiertamente (…) me resulta imposible leer esto por entero y me contento si aguantas alguna lectura aislada…”

Es frecuente también que los escritores, con algo de desapasionamiento, hagan exégesis sobre la propia obra y antes que un mea culpa, aventuren más bien una aproximación a una posible teoría sobre su trabajo.

Es el caso de Raymond Carver, cuyo ensayo “On Writing” –que traduciría algo así como “Sobre la escritura”– releo cada cierto tiempo desde hace más de veinte años.

Carver comenta con pasmosa honestidad las claves de su oficio como escritor de relatos breves y toma distancia de ciertos mitos sobre los que mucha tinta se ha derramado. Dice algo tan sencillo, con frases claras y directas como las de sus cuentos: “Los escritores no necesitan juegos o trucos ni necesariamente tienen que ser los tipos más inteligentes de la cuadra. A riesgo de parecer tonto, un escritor a veces tiene que ser capaz de pararse de pronto y quedar boquiabierto con tal o cual cosa, una puesta de sol o un zapato viejo, con asombro absoluto y simple”.

Más adelante, a su vez, Carver se vale de lo que Flannery O’Connor, la gran cuentista estadounidense, dice sobre su escritura. Comenta Carver: “O’Connor habla de la escritura como un acto de descubrimiento. O’Connor dice que muchas veces cuando se sienta a escribir un cuento no sabe cómo terminará”.

Al adherir la doctrina de O’Connor, Carver pareciera enunciar la esencia de su propia narrativa breve, una de las más apreciadas por crítica y lectores en los últimos 50 años.

Otro extraordinario escritor estadounidense, Don De Lillo, dice de sus cuentos que no se acaban sino se interrumpen.

Así ocurre con los relatos de Carver, lejos de anticipar un final, la narración termina cuando menos se espera. Como si el mismo narrador hubiese sido tomado por sorpresa.

Resuena en estas citas que hago encadenadas, lo que escribiera Isak Dinesen en su célebre relato “La página en blanco”: “Cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final hablará el silencio”.

Es esa fidelidad a la historia que va brotando lo que logran magistralmente Carver y O’Connor, con estéticas y estilos muy diferentes.

Horacio Quiroga en su “Decálogo del perfecto cuentista” aconseja: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. Y también: “Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste”.

A contracorriente de estos postulados, Carver dejó saber que escribía una línea tras otra, se tratase de un cuento o de un poema. En el caso de los cuentos: “Tiene que haber tensión, una sensación de que algo es inminente, que ciertas cosas están en movimiento incesante…”

Esto de emprender una narración sin prever su final, no es algo que se dé automáticamente, lejos de lo que pueda creerse; cuando se está ante una historia que pugna por ser contada hay que ser muy fiel a ella, aun cuando no se sepa a dónde nos conduce.

La fidelidad a la historia: he ahí cierta clave incomunicable de un narrador de la estatura de Raymond Carver.