Artes

Los hombres que lucharon, por Patricio Pron

Por Patricio Pron | 28 de septiembre, 2012

«La Compañía K entró en acción el 12 de diciembre de 1917 a las 22.15 en Verdún, Francia, y dejó de luchar durante la mañana del 11 de noviembre de 1918 cerca de Bourmont, habiendo cruzado el río Meuse la noche anterior en medio de un bombardeo» (225).

Naturalmente, la precedente es apenas una de las formas de contar esta historia, pero hay muchas otras, que van más allá de la nota al pie en el relato de una de las guerras más absurdas y sangrientas que haya contemplado el siglo XX, un siglo (por otra parte) particularmente pródigo en ellas. William March escogió en Compañía K una de esas numerosas formas, que consiste en ceder la palabra a los protagonistas imaginarios de hechos que, incluso siéndolo también, son el trasunto de experiencias reales vividas por su autor durante la contienda: la crueldad de los superiores, el enamoramiento (también entre los soldados), la religiosidad, los excesos con el alcohol, los fusilamientos, las enfermedades, el humorismo en las trincheras, la camaradería, las heridas (autoinfligidas o no), la cobardía, las mutilaciones, la deserción, las visitas a prostitutas, la agonía, la alimentación siempre escasa, la humanidad, el carácter industrial de las matanzas en el frente, las supersticiones, los robos, el adoctrinamiento, los reencuentros tras el final del enfrentamiento, la ingratitud y la incomprensión de los civiles, la locura.

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Compañía K resulta fascinante por tres razones, todas ellas del ámbito de la historia de la literatura. La primera es su distancia con respecto a la tradición de relatos bélicos que suelen centrarse en la experiencia individual de los sujetos en detrimento del hecho de que la guerra es siempre un evento de naturaleza colectiva; al narrar la Primera Guerra Mundial de la forma en la que lo hizo, March contribuyó (junto con John Dos Passos, Thomas Alexander Boyd, Ernest Hemingway y otros) a llenar el vacío que ocupaba la omisión de la experiencia bélica en la literatura estadounidense de su tiempo; haciéndolo (y esta es la segunda de las razones para leer este libro), contribuyó a dar forma a una tradición que incluye obras de autores de tanta relevancia como Norman Mailer, Irvin Shaw, James Jones, Kurt Vonnegut, Jr., Joseph Heller, cuya Trampa 22 (1961) lleva al paroxismo ideas y procedimientos de Compañía K, Wallace Terry, Mark Baker y Tim O’Brien, entre otros.

Una tercera y última razón para destacar Compañía K es la continuidad que establece con otros textos de la tradición norteamericana, como la extraordinaria Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters (1915). En ella, Masters narraba la historia de un pueblo imaginario del Medio Oeste estadounidense a través de los soliloquios de los habitantes de su cementerio. March reprodujo el procedimiento en esta Compañía K, y lo hizo sin renunciar a la ironía benigna y a la ternura que destilaba su modelo. Al hacerlo, solucionó dos problemas concernientes a la narrativa bélica: el de cómo narrar la guerra sin pontificar sobre ella (un dilema que el autor resolvió aquí fingiendo que no es él sino sus personajes los que maldicen la guerra y sus causas) y el de cómo contar un hecho colectivo en términos individuales. La historia de Spoon River «podía» ser contada mediante los soliloquios de los algo más de doscientos cuarenta habitantes de su cementerio, parece decir Masters, pero la de la Primera Guerra Mundial (agrega March) «debe» contarse mediante la acumulación de testimonios; entre otras cosas, porque esos testimonios a menudo se contradicen y complementan, mostrando que el significado de la experiencia bélica (la degradación y la deshumanización de sus víctimas) es de una dimensión que no la hace accesible en su totalidad a sus protagonistas y no puede ser extraída de sus afirmaciones singulares; también, porque esos testimonios contradicen el relato oficial, que aparece en el fragmento citado arriba y se proyectan como lo que el autor denomina «un interminable círculo de dolor» que sería «la imagen de la guerra» de la misma forma en que «el ruido que haría aquella rueda y el ruido que harían los mismos hombres mientras reían, lloraban, juraban o rezaban sería, junto con el derrumbe de los muros, la lluvia de balas y las explosiones de proyectiles, el ruido de la propia guerra» (42).

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William March se llamó en realidad William Edward Campbell y nació en Mobile, Alabama, en 1893; fue abogado antes y después de participar como voluntario en la Primera Guerra Mundial, en la que fue condecorado en tres ocasiones y presenció algunos de los hechos que narraría en 1933 en Compañía K. Además de este libro, escribió Come in at the door (1934), The Tallons (1936), The looking glass (1943) y otros, incluyendo The bad seed (1954), que publicará próximamente Libros del Silencio, la editorial responsable de que March sea publicado por primera vez en español en traducción de Bianca Southwood y con una introducción esclarecedora de Philip D. Beidler.

March murió en 1954, y Beidler no duda en describirlo como un valiente, alguien «que a todas luces había ido a la guerra, que a todas luces había visto su cuota de atrocidades, que de alguna forma había sobrevivido y que se había comprometido posteriormente a la nueva hazaña de dar sentido a su experiencia» (16). Al hacerlo, produjo una narrativa que tiene su equivalente en las obras de los autores ya mencionados pero también en la de los recientemente recuperados «war poets» ingleses: Wilfred Owen, Robert Graves y Sigfried Sassoon. Las cosas que llevaban y las historias que contaban todos ellos fueron ciertas «por mucho que se haya escrito un libro sobre ello» (75). De hecho, debemos celebrar que estos autores hayan podido convertir todo ello en una literatura que es también una advertencia, aunque esta última haya sido desoída una y otra vez.

Patricio Pron 

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