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Luis Moreno Villamediana: “Todos somos herederos de las vanguardias”, por Gabriel Payares

Foto: Ednodio Quintero

Es casi un cliché aquella afirmación de que el poeta construye una lengua propia en la poesía, una “lengua menor” que insiste en su propia extrañeza, en su opacidad y en su divergencia respecto al uso común del lenguaje. Pero pocas exploraciones poéticas en la actualidad hacen esto tan evidente como la obra de Luis Moreno Villamediana (Maracaibo, 1966), cuya apuesta poética ha sido reconocida con importantes galardones literarios (Premio de Poesía de la Bienal José Rafael Pocaterra en 1992, Premio Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde en 1997 y Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo en 2011). También ensayista, crítico y traductor, Moreno Villamediana ha incursionado en tiempos recientes –y con éxito– en el género narrativo, haciéndose acreedor del I Premio Nacional de Cuentos Guillermo Meneses en 2011 con su relato “Los bañistas”. Semejante panorama de talentos da, sin embargo, una muestra muy parca de su enorme recorrido lector –igual de ecléctico que su pulsión por la escritura–, o de su incesante sentido del humor –el “humor vagabundo”, como él lo ha bautizado– que lo caracteriza.

Gabriel Payares: Luis, el encuentro con tu poesía obliga, de entrada, a un pacto de lectura bastante extremo, sobre todo en cuanto a formas del lenguaje se refiere. El uso de barras oblicuas (/), paréntesis () y corchetes [] en tus versos, junto a la recomposición rítmica de las frases, son elementos de una partitura extraña que, a mi modo de ver, alcanza en Eme sin tilde puntos realmente interesantes, pues se añaden a ello ilustraciones y signos de puntuación fuera del texto, elementos que obligan a una lectura distinta del verso, del poema e incluso del propio libro. ¿Te consideras en ello heredero de las vanguardias del siglo XX, propensas a la exploración de formas radicalmente nuevas de representación? ¿Desde dónde contempla tu poesía a la tradición del género en Venezuela?

Luis Moreno Villamediana: Creo que todos somos herederos de las vanguardias, por asimilación o inversión (aunque habrá quien se vea como un sobreviviente del siglo diecinueve). Eso no significa que uno tenga que proponerse repetir literalmente los manifiestos o mecánicamente los procedimientos. Estoy convencido de que nuestro uso del lenguaje, hoy, tiene que dar constancia de todas las rupturas y recomposiciones que la poesía ha sufrido. No se trata de escribir según una pura necesidad arqueológica, que exhume una serie de fórmulas pretéritas. Lo que importa es más bien señalar, aunque sea tardíamente, lo que todavía nos refleja en aquello que se repudió o se sigue repudiando, porque el presente del poema puede ser más un lastre que se carga desde la historia que una adivinación del porvenir. Tal vez todo eso suponga la adscripción a un canon muy difuso, más allá de la tipografía. Me interesan Ramos Sucre y Enriqueta Arvelo Larriva, González Rincones, Ana Enriqueta Terán y Sánchez Peláez, Arreaza Calatrava y Luz Machado, Cadenas, Pérez Só… los enumero al azar, sin tratar de proponer analogías entre ellos. Esa lista parcial debe tener el secreto también parcial de lo que hago, pero no lo he descubierto.

En una entrevista de 1998, asumías ese canon difuso como una forma de abstracción del contexto local —hablabas específicamente de estar de espaldas a Maracaibo—, persiguiendo más bien la libertad de un legado interior. Uno supone hoy que te referías a la incorporación de voces extranjeras y tradiciones universales, a las que no dudas en acudir en tus poemarios más recientes. Pero, catorce años después, ¿hacia dónde mira Luis Moreno Villamediana? ¿A espaldas de qué te encuentras ahora, si el caso?

En esa época pensaba que Maracaibo era un legado adverso. Después de catorce años de ausencia, la ciudad se ha hecho borrosa, y ha quedado como repositorio de recuerdos y el lugar donde aún tengo familia y amigos. Ella aparece cambiada en algunos relatos que he escrito. Allí le convienen un río en vez de un lago y un clima muy distinto. Uno tiene derecho a esas tergiversaciones. Hoy tengo una espalda más bien freak: está donde uno menos se lo espera. Por eso, mis molestias en literatura son pasajeras, más bien circunstanciales. A veces tengo la impresión de que apunto hacia aquello que en otros instantes puedo objetar: cierto desorden que hace del poema una cosa sorda o mal medida, porque se mezcla con citas y reflexiones; una impersonalidad que puede confundirse con lo autobiográfico (es decir, la posibilidad de usar la obra ajena para hablar de lo propio). Parece que no hay un destino fijo, de allí que mi espalda sea rotatoria y se confunda con el pecho.

¿Forma parte de esos intereses rotatorios esta reciente incursión en la narrativa? ¿No se podría entender, a la luz del experimentalismo de tus apuestas poéticas, este interés por narrar como una cierta normalización o convencionalización de tu hacer literario? ¿O consideras que en tus relatos se sostienen esas rupturas y recomposiciones ya frecuentes en tu poesía?

Escribo narrativa desde hace mucho tiempo. A veces la “firma” o la persona son la secuela del azar, la arbitrariedad, el cálculo, el error, y entonces con los libros propios se da la impresión de que uno tiene una carrera. También cuenta la pereza, por supuesto. El caso es que uno tiene su particular política de publicación, y es sólo ahora que me inmiscuyo en el juego de los narradores. Y sí, en términos de composición mis relatos son más convencionales. Quizá mi idea de un cuento sea aún timorata comparada con la del poema. Sin embargo, no me interesa el realismo que no esté enrarecido por la descomposición, la paranoia o la fiebre, de allí que escriba relatos con finales algo ambiguos, como abandonados, sin un golpe de gracia. Es una manera de evadir la supuesta circularidad del género. Uno de los volúmenes que recopilan la obra de Beckett lleva el título Short Prose, “prosa corta”; uno de los libros de Walser se llama Prosastücke, “piezas en prosa”. Es una modalidad más común en alemán, al parecer. Esos rótulos describen los textos situados en el límite de lo narrativo, lo lírico, lo puramente descriptivo, como viñetas o sencillas observaciones, monólogos medio delirantes o noticias muy calmadas. Me gusta esa indefinición y su brevedad. Es una utopía literaria.

Cuando ganaste el Premio Nacional de Cuento Guillermo Meneses, dijiste en una entrevista que la “poética del deterioro” en nuestras letras, a la que alude Gustavo Guerrero, era “una condición de higiene” contrapuesta al mito del país próspero y robusto. ¿Tiene que ver con ello esa fiebre, paranoia y descomposición que mencionabas antes? ¿No podríamos rastrear esos intereses también en tu poesía, con ejemplos tan notorios como En defensa del desgaste (Mucuglifo, 2008)?

Uno espera de la literatura mucho más que un desodorante ambiental. Ella va a contrapelo del discurso electoral, digamos: de éste se espera un plan de saneamiento, por ejemplo, la noción efectiva, posible, bienintencionada, de un país que pueda funcionar. Las obras literarias que me interesan apuntan al desbanque de cualquier idea de armonía, porque asumen la crítica y la historia. Su trabajo es desmitificador, debido a su certeza de que las utopías existen, siempre, en un futuro borroso y constantemente postergado. A esos textos les preocupa el desgaste de todo lo humano: la subjetividad, las relaciones, la lengua, el confort, los mismos libros y sus símbolos, la belleza, la candidez, la solidaridad… Lo que Paulo Coelho dijo de Joyce es una muestra de cómo se habla de la literatura desde muy lejos de la literatura. El buen lector tiene que agradecer que el Ulises sea dañino, pues esa condición le garantiza sacudidas ineludibles que por suerte arruinan sus expectativas. No sé si eso logra encontrarse en mis poemas, pero es el contexto en que se apoyan.

¿De modo que el escritor es siempre la voz incómoda, el guerrillero, el abogado del diablo?

Es una voz incómoda que le dice al diablo que se defienda solo, o que se ponga a leer a John Milton y ya no moleste. Es una voz tan perturbadora que le taladra el oído medio al fulano guerrillero, al recordarle que hoy no es más que un oficinista nostálgico, o un mero oficinista, o un simple mercenario. Es una voz tan díscola que se burla de los contratos que le quiere obligar a firmar la dichosa “lectoría”, porque sabe que son leoninos y se fundan en la complacencia. Ese escritor se da cuenta de que quiere asimilarse la literatura al striptease: un espectáculo donde apenas se agita y suda una persona, mientras el resto se queda en la confiada oscuridad sobándose y guardando unos billetes. Que haya lectores, muy bien, y que haya muchos más a cada instante, pero que suban también a bailar e igualmente se quiten la ropa. Uno se cansa del público al que hay que seducir. Más bien hay que dañarlo, robarle el sofá, recordarle que no es un espárrago, que los espárragos no leen. Para eso se escribe: para acabar con los vínculos entre la bailarina y los aplausos. Que sea todo piernas y no manos eufóricas.

Por último, Luis, ¿qué proyectos te ocupan en la actualidad?

En ocasiones da pena hablar de los proyectos. Es como creer que hay cosas que vale la pena escribir y que uno, justo uno, dio con ellas. Tiene que ver con la ilusión de una actividad emancipada: la escritura que se alimenta del hecho de que escribimos antes algo, lo que sea. Pero esa garantía no existe. Sí hay una resignación: seguir escribiendo, qué más, o pensar que se va a seguir escribiendo. ¿Hasta cuándo duran el aguante y el espejismo? No sé. Lo bueno es que ya terminé (por así decirlo) un poemario, una novela, un libro de cuentos y uno de ensayos; lo puedo probar. A los cuarenta y cinco uno tiene derecho a esa enumeración sin sonar industrioso ni afortunado. Los textos se acumulan, eso es todo. Importan poco los títulos de esos volúmenes. Lo que está inédito se puede disolver o borrar. Se escribe; el resto es difuso.