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El Estado cabe en la cartuchera, por Juan Gabriel Vásquez

No será la última vez que un desequilibrado compra libremente un pequeño arsenal y comete una masacre en Estados Unidos. Hace 13 años, cuando lo hicieron Eric Harris y Dylan Klebold, el Senado presentó un proyecto de ley para cerrar un vacío legal que permitía comprar armas de fuego sin chequeo de antecedentes: el proyecto no pasó. Por supuesto, esos chequeos no sirven de gran cosa: hace cinco años Cho Seung-hui mató a 33 personas en Virginia, con armas que pudo comprar porque no tenía antecedentes delictivos, y Jared Lee Loughner, a pesar de tenerlos, pudo llevar su Glock 9 mm al lugar donde la congresista Gabrielle Gifford llevaba a cabo una reunión con votantes. Quería matarla a ella y mató a otras 19 personas. Eso ocurrió en Tucson, Arizona, hace apenas un año y medio; la reacción, con ciertas diferencias circunstanciales, fue la misma que vemos hoy, tras la matanza que un tal James Holmes perpetró en un cine de Denver: una parte del país clamando al cielo o a quien sea para que el Estado ejerza un mayor control sobre las armas de fuego; y otra parte lanzándose a las tiendas de armas como compradores en rebajas.

Es la lógica del pistolero: la caricatura del OK Corral es difícil de evitar. “La gente dice: ‘Yo no creía que necesitara una pistola, pero ahora me parece que sí’. Cuando te toca tan de cerca, la gente comienza a pensárselo: ‘Oye, yo también voy al cine’”. Esto lo declara en el Denver Post el empleado de una tienda de armas y municiones. El viernes en la mañana, pocas horas después de la masacre, este empleado se encontró con que una veintena de clientes lo estaba esperando para comprarse un arma. En el curso del fin de semana, casi tres mil personas iniciaron los trámites de compra, y eso fue sólo en Colorado. La misma reacción se dio tras las masacres de Virginia y Arizona: a más miedo, más armas. Hace poco circuló un video en que unos atracadores vulgares entraban a un café internet y salían corriendo segundos después, perseguidos por un viejito con una pistola que echaba tiros como loco. Pues bien, en estos días me he encontrado con internautas que ponen como ejemplo ese suceso y dicen: “Si alguien hubiera estado armado en el cine de Aurora, la cosa habría sido distinta”. A esta gente, por lo visto, la tranquilizaría la idea de estar viendo una película en medio de un público de pistoleros listos a defenderse.

Pero lo más fascinante —lo tristemente fascinante— ha sido el lado jurídico del asunto. La legislación de Colorado no ha abolido la pena de muerte, aunque no la practique con la pasión con que lo hace, digamos, Texas; pero en cambio contempla la posibilidad de que, antes de solicitarla, el fiscal encargado consulte a los familiares de las víctimas. Lo repito por si alguien cree que leyó mal: para decidir si pide la pena de muerte, el fiscal va a consultarlo con las familias. Con lo cual, por supuesto, hemos abandonado el territorio del OK Corral para situarnos en uno todavía más primitivo: el del ojo por ojo, el reemplazo de la ley por la venganza, o, más bien, la abdicación de la ley en favor de la venganza.

La derecha de Estados Unidos repite con frecuencia que quiere un Estado pequeño: tan pequeño, al parecer, que les quepa a los ciudadanos en la cartuchera.

Para que puedan desenfundarlo en defensa propia.