Actualidad

El efecto de verdad, por Jorge Carrión

En 2008 Jorge Carrión vino por primera vez a Venezuela, invitado por la Fundación Bigott para dar un taller en Caracas, y por la Bienal Mariano Picón Salas de Mérida. Desde entonces ha visitado nuestro país en varias ocasiones, para presentar obras como Norte es Sur (Debate) o Los muertos (Lugar Común). Esta semana nos visita con ocasión de una conferencia sobre crónica en la Sala Eugenio Montejo (Biblioteca Los Palos Grandes), presentado por Willy McKey (el viernes 3, a las 19.30) y de la presentación de la antología Mejor que ficción. Crónicas ejemplares (Anagrama), el viernes 10, en la librería Alejandría, en el Centro Comercial Paseo Las Mercedes, con Maye Primera y Albinson Linares (19.30 horas). Aprovechamos la ocasión para publicar el texto de la conferencia que impartió en nuestro país cuatro años atrás, "El efecto de verdad".

Por Jorge Carrión | 29 de julio, 2012

Lo comprendí en Estambul. En la estación de Sirkeci: la del Orient Express. La realidad me había ofrecido abundante material durante las semanas precedentes –semanas que culminaban en Estambul, el punto más oriental de mi viaje, lugar de frontera. Material registrado en traveling –circular.

La lectura de Qué es el cine de André Bazin, en las playas de Naxos, las crónicas que yo había escrito en Sarajevo, Trieste o Venecia (y los años anteriores en Buenos Aires, Chicago, Pequín, Sydney o París), todo lo que había sido y pensado, aunque suene a hipérbole, a recurso viejo y literario, de algún modo me había llevado a aquella estación orientalista, aquella noche de agosto, donde empezó el montaje de lo real que ahora formaliza en este texto.

En la pantalla del ordenador, minimizados, tengo el Google Maps y el Google Earth, para consultar las topografías de mi crónica que es ensayo y que empieza en una estación de tren, el viaje en reposo, bella también vista desde el aire; el Google tradicional para verificar los datos o ampliar la información; y la carpeta de las fotografías de aquel viaje, que ahora abro, para ver de nuevo la danza de la que quiero hablar.

En uno de los vestíbulos de la estación de Sirkeci se representa, tres noches por semana, una ceremonia sufí. Entre las corrientes de la mística islámica, en aquella sala se hacía espacio la que tiene por protagonistas a los derviches giróvagos. En el contexto de una complicada ceremonia que incluía canción y rezo, objetos rituales y una coreografía calculada, entraban en escena los bailarines, con túnicas anchas que, al girar sus dueños cual planetas, con los ojos abiertos y la boca susurrando oraciones para no perder el equilibrio, se abrían de aire hasta convertirse en esferas blancas en movimiento.

Me pusieron la piel de gallina. La emoción era estética (la belleza de aquellos hombres girando era superior, en aquel momento, a la de Santa Sofía o el Bósforo al atardecer) e intelectual (yo había leído durante años sobre aquella misa). Sólo un detalle alteraba la armonía del baile místico. Entre los músicos había dos mujeres. Dos muchachas con el cabello recogido y vestidas de hombre. Se sonreían. A veces, incluso, intercambiaban comentarios. Aquella era la única minucia jovial de una representación solemne. Religiosa. Con su sola presencia, las mujeres invalidaban el carácter místico de los presuntos monjes. Pero eso no importaba. Es decir, aunque eso intelectualmente me revelaba una incoherencia en el conjunto, sensualmente no restaba armonía ni seducción a la obra.

Salí absolutamente hipnotizado por aquel espectáculo.

Al día siguiente una nueva lectura añadió material al montaje que ahora elaboro. En el capítulo de Constantinopla que el viajero Edmundo de Amicis le dedica a los derviches –estamos a mediados del siglo XIX-, desde las primeras líneas el yo se siente decepcionado. Se da cuenta de que están actuando. Incluso descubre miradas entre uno de los bailarines místicos y una de las damas del público. Miradas, se entiende, eróticas, que ponen el entredicho el supuesto voto de castidad del místico.

Hace un siglo y medio, el viajero espera lo sagrado y se encuentra con lo teatral. A principios del siglo XXI, el viajero sólo puede esperar teatro. Danza. Un espectáculo que, por las leyes internas que rigen toda obra de arte, sea percibido como auténtico.

De regreso al hotel, la noche de los derviches giróvagos, me encontré con un espectáculo de luz y sonido proyectándose frente a la Mezquita Azul. En una pantalla gigante, justo en el momento en que yo pasaba por allí, se veían varios derviches girando, los trajes blancos sobre un efecto azul, a cámara lenta, sobreimpresos; la silueta de otro derviche, apenas esbozada en azul eléctrico, como un icono o una marca, danzaba en la mera fachada del templo. Medio millar de personas veía y escuchaba, en francés, inglés y turco, el documental sobre cultura tradicional turca. Un tercio de ellos filmaban las pantallas con sus cámaras o hacían fotografías de la fachada iluminada.

Pasé de largo, pero no me libré del espectáculo tan fácilmente. Las tres noches siguientes, al volver al hotel, volví a tropezarme con el momento del documental dedicado a las danzas místicas. Me sentía en el centro de una tensión. Entre dos momentos históricos de la representación de la realidad. Entre el teatro, el gesto y la voz, y el montaje audio-visual, repetición a un tiempo repulsiva y fascinante. La representación de la estación de tren se hacía tres veces por semana; el espectáculo de luz y sonido, cada noche. En el primero había variantes (las sonrisas de las muchachas); en el segundo, no. El primero era verdadero, el segundo tan sólo real.

Para que un texto sea verdadero debe respectar lo que se podría llamar “el efecto de verdad”. Un concepto complejo, porque tiene que ver con la línea que recorre dos polos, con la línea que une la ficción con lo real. Sabemos que lo real no existe ontológica ni científicamente, pero yo sostengo, con ingenuidad, sin duda, de que debe existir como aspiración. Como utopía de la literatura que se quiere de no-ficción.

Para hablar de lo real es necesario establecer un marco adecuado. Un marco que no admite fórmulas. Un marco que se debe adaptar a cada caso, a cada historia. La crónica es el arte de la forma de lo real. Como un cuadro o una película o una página web de voluntad artística, la crónica se rige por sus propios mecanismos internos. El cronista debe ser sobre todo un maestro en el uso y la adecuación de esos mecanismos al material que desea tratar, narrar, montar. Max Sebald, en su obra que explora el eje que va del Oeste al Este de Europa, que pese a ser novelística está más cerca de lo real que de lo ficticio, utilizaba la técnica que él llamaba del bricolaje. Los textos ajenos, sobre todo literarios o testimoniales, tenían que acabar por encajar en la maraña de la prosa, en el bosque de símbolos y de viajes que conforman sus novelas, documentadas hasta el hartazgo. El resultado es ese efecto de verdad. Podemos dudar de que todo lo que narra sea real, pero no podemos dudar, al acabar la última página de uno de sus libros híbridos de imagen y de texto, de que lo que nos contó es verdadero. El impulso poderoso hacia esa conciencia rige la obra maestra de Claude Lanzmann Shoah, el documental más ambicioso y más justo que se ha filmado sobre el exterminio nazi (y digo “exterminio nazi” porque las palabras al uso no son precisas, “holocausto”, incluso en minúscula, viene del griego y significa “sacrificio”, por tanto tiene una connotación teológica, insinúa que las masacres tenían una razón, transcendente, de ser; “shoah”, por su parte, incluso en minúscula, habla sólo de las víctimas judías, olvidándose de los gitanos, los homosexuales o los políticos asesinados: la escritura es sobre todo un ejercicio de precisión léxica, imposible pero inevitablemente deseable). Lanzmann niega la posibilidad de reconstruir históricamente lo que ocurrió en los campos de exterminio mediante el teatro y las convenciones dramáticas que de un modo u otro apuntan a Hollywood (como hizo Spielberg). Sus imágenes son sólo del presente. Entrevista a los supervivientes antes de que se mueran y los enfrenta a sus fantasmas, hasta llevarlos al límite (a las lágrimas) para que expresen la verdad última de su experiencia. Reconstruye en el presente. Interroga a los testigos que nada hicieron. Hace hablar a Raul Hilberg, uno de los mayores historiadores de lo que allí ocurrió, y le hace explicar con una maqueta cómo funcionaba el campo. Interroga también a los verdugos, distanciándose de ellos mediante la cámara oculta y la representación de sus rostros infames en el monitor de una camioneta aparcada en la calle. No se merecen los mismos planos que las personas que trataron de asesinar. La forma: expresión estética y ética del contenido.

Posiblemente el cronista más interesante de la actualidad sea Joe Sacco, que crea cómics de no-ficción en zonas en conflicto, como Sarajevo o Palestina. Su dibujo no es realista: deforma, empezando por su propia cara, de lentes exageradas, cabezón expresionista empeñado en inventar un género, la crónica-cómic. Pero lo que narra no sólo es una parcela de la realidad, también nos llega como una forma subjetiva de establecer, mediante el arte, una verdad histórica objetiva. Lanzmann, Sebald y Sacco aparecen dentro de sus relatos, porque en nuestro siglo XXI ya es imposible no sólo narrar desde fuera del yo, sino sobre todo narrar sin problematizar el yo. Sus prejuicios, sus deformaciones, sus malinterpretaciones, sus traducciones. Si, como dijo Benjamin, todo libro importante o funda un género o lo supera, y si es fundamental hace ambas cosas, los de Sebald o Sacco demuestran que todavía se puede configurar un género propio, que supere a los tradicionales, y que se ajuste a una voluntad utópica de justicia con lo real.

Obviamente estoy evocando cronistas heterodoxos. Para mí, la crónica estándar no tiene interés. Es un formato, como el del telediario, tan usado y repetido, que un espectador y lector atento del siglo XXI recibe sin la potencia del efecto de verdad. Como el documental efectista de la Mezquita Azul, fascinante a la mirada, hipnotizador por su repetición y sus efectos, pero divulgativo y por tanto falseador, resumen etnográfico en luces deslumbrantes y que, por tanto, no llevan al conocimiento (el objetivo de la comunicación). Me interesa, en cambio, la crónica literaria, artística. Textos arriesgados que se ajustan formalmente al tema y a los personajes que se van a explorar. Textos que utilizan todas las herramientas a su alcance, las tecnológicas y las artísticas, las que brinda la tradición literaria, visual, fotográfica o cinematográfica, y las que ofrece la estricta contemporaneidad. Textos que no repiten fórmulas, porque cada fórmula es única y tiene validez en una única ocasión. Textos perfectos en su imperfección, porque al no repetir ni repetirse, al no avanzar por caminos establecidos, entroncan casi siempre con una de las características del arte contemporáneo, su imperfección perfecta, el lienzo inacabado, la ruptura de los cánones, la imagen queridamente desenfocada.

La crónica que quiere llegar a ser perfecta no sigue las consignas que se aprenden en las universidades ni en los talleres, es doblemente utópica, porque intenta representar algo imposible, lo real, y porque quiere hacerlo mediante una forma perfecta que, por definición, no puede existir. En esa doble tensión, problematizada en el propio lenguaje, se cifra su éxito. Una tensión que debe tener un punto de fuga, un cabo suelto.

Un cabo suelto adonde agarrarse el lector, para que se dé cuenta de que no hay ficción de realidad, sino que hay un intento de llegar a una realidad posible y necesaria. Un cabo suelto al que agarrarse para que no caer en la red que ha creado el texto. Un cabo suelto para destensar la tensión interna que ha sostenido la lectura. Un cabo suelto como las miradas que se intercambiaban aquellas dos muchachas, una noche de agosto, en Estambul.

***

Mérida, 2008

Jorge Carrión 

Comentarios (0)

dariela
30 de julio, 2012

Buenas tardes, me pareció genial y muy abridor de caminos hacía la lectura que , por supuesto nos conduce a la escritura; y eso es lo que estoy haciendo en este momento.

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.