Artes

Breve sobre Bill Evans, por Armando Coll

Por Armando Coll | 2 de julio, 2012

Pasé días, tal vez semanas en que me sorprendía a hora diversa, bien tarareándola o siguiendo mentalmente las variaciones que elevaban la tonta melodía navideña a la cima de la interpretación, la forma de explorar un acorde una y otra vez para descubrir siempre una veta insospechada. Que solo Bill Evans lo hacía posible en un piano.

¿Pero por qué tengo pegada tan extemporánea melodía a toda hora?, me preguntaba sobre la recurrencia de “Santa Claus Is Coming To Town” en mi memoria auditiva, ese Ipod fidelísimo que todos llevamos en el alma.

El caso era que hubo un tiempo en que sí escuchaba una y otra vez el tema interpretado –una y otra vez– por Bill Evans, sobre todo en las versiones de Further Conversation With My Self, disco en el que el maestro, hace exactamente eso, conversa consigo mismo; ejecuta el tema sobre una toma previa para dar paso a un contrapunto infinito, suerte de juego de espejos sonoro. Un trabajo de estudio equiparable al del mismísimo Glenn Gould, tal vez sólo en que ambas obras se incubaron en el frío aire acondicionado de una cabina de grabación.

Pasó que su estilo resultó muy al gusto de Miles Davis y Evans devino el blanquito, el único, en la banda del célebre trompetista.

Entre genios no hay racismo, ellos saben reconocerse entre sí por encima de cualquier determinismo circunstancial, pero a Miles le gustaba gastarle bromas al tímido y retraído Evans y es testimonio del baterista Jimmy Cobb que cierta vez que el pianista manifestó su parecer en mitad de una grabación, el trompetista lo espetó: “Hombre, tranquilízate. No nos interesa la opinión de un blanco”. Evans no sabía si tomárselo en serio, mientras Davis contenía la risa a sus espaldas.

Miles sentía devoción por Evans. Sabía que el pianista blanco de New Jersey era el indicado para el tramo de creación que atravesaba en ese momento: el jazz modal.

Y no se trataba solo de que ambos pertenecieran de nacimiento al Olimpo del jazz, sino de una comunión de sensibilidades que transformó el jazz para siempre. Sería un Evans, una vez más, el que aquilatara el estilo de Miles; otro Evans, Gil, había influido de forma irrenunciable para el trompetista de Birth of The Cool.

Es lugar común advertir la influencia del impresionismo musical francés, Claude Debussy sobre todo, en el piano de Bill Evans: basta escucharlo.

Pierre Boulez, citado por Alejo Carpentier, deja saber a propósito de su compatriota Debussy: “…el autodidacta es temible cuando en él actúa una cierta voluntad de poder basada en lagunas e ignorancias” (1)

Contrasta Boulez con respecto a la ascendencia académica de Debussy: “…ese tipo de autodidacta primigenio descubre perpetuamente ciertos academicismos que sólo a él maravillan. Más que un frescor cándido y grato en el descubrimiento repentino de lo trivial, esa tendencia implica una esterilidad siempre en falta de procedimientos; una invención que no pasa de astucia; un aliento anémico. Debussy”, subraya Boulez, “en cambio, sabe, pero al propio tiempo, rechaza ese saber heredado y prosigue un sueño de improvisaciones vitrificadas”.

No sé si lo de “improvisaciones vitrificadas” aplique al arte de Bill Evans, pero algo coincide con Debussy en el análisis de Boulez. Bill Evans provenía de la academia. Tocó el concierto número 3 para piano de Beethoven al salir de la Universidad. Beethoven, vaya.

Evans sabía, y cómo, y ante ese saber no se ofuscó ni renegó sino que lo decantó en una sensibilidad que dejó estela en el jazz hasta hoy.

Habría que contrastar, por lo demás la apreciación de tan ilustres pedantes –Carpentier y Boulez—si el caso es que Red Garland, sin los estudios debidos, introdujera un tema con unos arpegios indudablemente tributarios de Bach. Tal vez Bach habría querido descubrir a Garland.

No conforme con su tarea beethoveneana que le valió su grado universitario, su entendimiento con la cromática de Debussy, animó a Evans a vérselas igual con Schönberg y la Escuela de Viena. El dodecafonismo.

Y compuso “Twelve Tone Tune”.

Bill Evans salda la deuda con la doctrina dodecafónica con un tema que tributa a los músicos de Viena al demostrar la fugacidad de sus pretensiones.

Todos sabemos cómo terminó sus días Bill Evans, con el hígado y los pulmones destrozados. Cualquiera que lo vea en los tiempos en los que hacía trío con el contrabajista Scott La Faro y el baterista Paul Motian; quien lo viera inclinado sobre las teclas, de traje oscuro y corbata, perfectamente peinado hacia atrás, la frente clara, anteojudo cual ensimismado scholar –que en otra y mejor vida habría de dictar una charla sobre la influencia de Claude Debussy en la música del siglo XX en algún distinguido campus–, tocando quedo el “Waltz for Debby”, tiernísimo tema a él debido, tendrá dificultad en juntar las piezas de tan oneroso destino para quien nació con todo lo que a Dios puede pedírsele.

Habrá quien se pregunte por qué escribo justo ahora sobre Bill Evans. No creo en efemérides ni en la pertinencia de los números redondos como pretexto. Escribo sobre Evans, sobre todo, por lo mucho que su música me acompaña, incluso sin que me dé cuenta. Pero, si a ver vamos, hay un dato coincidente con la fecha: hace 40 años, en 1972, el pianista conversaba con Les Tomkins y, entre otras cosas le decía: “No siento necesidad de expresar frustración o rabia, ni nada que se les parezca. De hecho, la única razón que tendría para hacerlo sería si se tratara de una obra dramática, como una ópera, o algo así. Pero jamás expresaría mi propia frustración o rabia, no le impondría eso a los demás”.

Así era Bill Evans. Así sonaba.

***

Una mañana desperté a tiempo para escuchar el bramido de la camioneta del vecino antes de salir. Y en la duermevela oí cuando abría la reja del estacionamiento sobre el insensible y monocorde bajo del bien entonado motor de su nave; un chirrido apenas que componía la melodía inicial de “Santa Claus Is Coming to Town”, exacto con todas sus notas y armónicos y entre trinos de querre querres confundidos y agrios gritos de loros y estridentes guacamayas, escalaba el éter, el cielo que ignoramos. Mi, fa, sol, sol…sol, la, si…

El mismo fraseo –sol…sol, la, si– que oiría yo cada vez que al salir, fatigaba el peso de la reja y el ruido de su oxidado mecanismo se elevaba hecho arpegio, suave sobre el espeso rumor de la mañana, sin yo advertirlo. Y volvía a sonar el arpegio en el mismo orden al cerrar la reja, mecánico como casi todo con lo que hemos de lidiar en la rutina del día. De ahí, que me pasara el resto de la jornada solfeando a ciegas “Santa Claus Is Coming to Town”.

*******

Notas:

1.-Carpentier, Alejo. Ese músico que llevo dentro. Alianza Editorial. 1987

 

Armando Coll 

Comentarios (10)

Ana García Julio
2 de julio, 2012

Las dos tomas de “Santa Claus Is Coming To Town” incluidas en “Waltz for Debby” (el disco que Bill Evans grabara con Monica Zetterlund) son brevísimas pero adictivas. Quizás se deba a la informalidad con que Evans las acomete: es consciente de su escaso talento vocal, se sale de tiempo, se ríe de sí mismo, accede a la segunda toma advirtiendo jocosamente: “Más vale que esta sea la definitiva”… En fin. Estupendo apunte sobre un pianista sin par, Sr. Coll.

Roberto Echeto
2 de julio, 2012

Armando, qué maravilla de crónica. Es cierto: Bill Evans suele aparecerse, en toda su grandeza, donde menos lo esperamos.

Aquí te dejo algo que escribí hace tiempo sobre él.

Saludos.

R.E.

APOTEOSIS DE BILL EVANS

El 6 de julio de 1961 Scott La Faro estrelló su auto contra un árbol.

Con Scott La Faro murió algo indescriptible. Paul Motian y Bill Evans, sus compañeros en el trío, erraron durante años buscando eso que se fue al más allá con el joven contrabajista. Eso que murió con La Faro fue la fuerza invisible que unió a ese grupo y que produjo una gigantesca ola de renovación musical que se extendió en el tiempo y en el espacio a todos los tríos de jazz y a todos los pianistas del mundo. Por eso no es de extrañar que los dos sobrevivientes cayeran en una oscura tristeza de la que sólo saldrían años después.

****

Bill Evans está frente al piano; ni lo mira; se sienta en el banco; pone las manos largas como árboles sobre las teclas y el aire se llena con Alice in Wonderland. Bill no es el de antes. Ya no luce esa elegancia que se hacía una con la música. Ahí está: barbudo, abstraído e inclinado, como siempre, sobre su instrumento.

Joe toca su batería. De vez en cuando mira a Bill y a Marc. Los mira porque les gusta mirarlos. Le parece un milagro estar sentado junto a ellos, tocando esa música tan delicada. Bill, en cambio, no abre los ojos. Lo más seguro es que esté a cientos de millas de aquí, jugando golf con su hermano Harry mientras sus manos ancianas tocan el piano. A Bill le encanta el golf. Todos sus compañeros músicos lo saben. Por eso cuando lo ven así, tan distante, se preguntan en qué hoyo andará.

Qué raro es ver en semejantes fachas a este hombre que fue modelo de sobriedad al vestirse. A sus cuarenta y ocho años queda poco del dandi cuya delicadeza al piano parecía una extensión de su elegancia al vestirse. La verdad es que Bill se vestía bien, pero tuvo sus malos momentos, como los tenemos todos… Cuando murió La Faro, hay quien dice que vio a un zombi exacto a Bill Evans deambulando todo sucio por el Village. Así también lo vieron los ojos del anonimato varias veces: unas, poseído por las sustancias que consume, y otras, derrumbado por el suicidio de su primera esposa y la separación de la segunda.

El golf… Sólo el golf y la música salvan. Su papá ofrecía cursos de golf para aprendices. Por eso los hermanitos Evans apreciaban tanto ese deporte. Cada semana iban una o dos veces al Gambler Ridge a jugar y a olvidarse de todo durante un par de horas. Así se hicieron adultos entre instrumentos musicales, música clásica y palos de golf.

La mamá de Bill era rusa y, por haber estudiado piano en su juventud, tenía una respetable discoteca en la que, además de los discos, había una extraordinaria cantidad de partituras que el joven Bill leía con fruición todos los días, antes y después del golf, antes y después de la clase de teoría y solfeo, antes y después de las clases de piano. Si alguien pregunta por la fuente de la genialidad de este hombre, respóndanle que se encuentra en la lectura enjundiosa y placentera de cientos y cientos de partituras de cualquier cantidad de compositores clásicos y contemporáneos: de Bach a Rachmaninov, de Debussy a Stravinski, de Prokofiev a Duke Ellington, de Ravel a George Russell y sigan contando.

Bill Evans fue un hombre melancólico y sensible. Más de una vez la pasó mal en el quinteto de Miles Davis por ser el único blanco. Como no basaba su música en el blues y como tenía una cultura musical más amplia que la de todos ellos juntos, los hombres de color no lo trataron bien. Créanlo o no, Cannonball Adderley y John Coltrane sembraron toda clase de cizaña para que el gigante se fuera del grupo.

Y un día, sin dar demasiadas explicaciones, se fue.

Le hicieron (y nos hicieron) un gran favor porque Bill Evans se convirtió en lo que estaba destinado a ser: un titán, un monstruo inalcanzable cuya luz se acentúa con el paso de los años.

Ramón Guerra
3 de julio, 2012

Oh! Grata sorpresa. Desde la noche anterior (2-7-2012) sobrevolaba sin lograr aterrizar en este extaordinario texto del Sr. Coll. Abría la página y volvía a encontrarme con ese nombre “Bill Evans”, sin saber quién era, hasta este momento que decidí el abordaje. No hay desperdicios. Y para rematar, el extraordinario texto de Roberto Echeto, maravilloso. Lo único desagradable, la intolerancia de Cannonball Adderley y Coltrane, pero como dice Roberto, nos hicieron un favor. Y con el permiso de ustedes, y a pesar de la hora, 4:51 am, me voy a Youtube en busca de Bill y su “Santa Claus is Coming to Town”. Saludos.

Armando Coll
3 de julio, 2012

Gracias, Roberto, por la mirada a Bill Evans y el dato biográfico desconocido para mí. Estoy buscando una buena biografía, precisamente.

Abrazo

Al
3 de julio, 2012

Dos textos maravillosos tributándole respeto y admiración a Bill Evans, sólo en Prodavinci

Rubén Machaen
3 de julio, 2012

Qué belleza de texto. Y escrito (o publicado) en julio, haciendo honor de “ese Ipod fidelísimo que todos llevamos en el alma”. Ahí está todo. Recuerdo una noche compartiendo en tu casa con un disco de Evans en el equipo de sonido y tu sapiencia bendita sobre cada pieza. Gran abrazo, don Armando.

Estrella Pérez
3 de julio, 2012

Señor Coll: No insistiré más en la belleza de su texto sobre la obra del señor Evans. Otros comentaristas lo han hecho mejor de lo que yo lo hubiese expresado. (Por cierto, el dato sobre el 3er Concierto de Berthoveen en el acto de graduación hace que él suba un peldaño más en mi personal altar musical!!!)Sí quiero manifestarle que aprecié la inteligente y sutil manera suya de destacar y hacernos recordar que la buena música es un recurso mágico que nos puede salvar de caer en el círculo de la violencia, de la agresividad, y mantenernos ciudadanos ante las provocaciones del entorno. “…jamás expresaría mi propia frustración o rabia. No le impondría eso a los demás…” y usted lo logró transfigurando madrugadores bramidos, bajo monocorde y chirridos, en la emoción (y la lección) de convivencia que nos deja su texto. Agradecida,ya escuchando The Paris Concert, el cd que tengo a la mano.

César Alejandro Carrillo
5 de julio, 2012

Hablando de biografías, y dado que Armando Coll solicita una, les recomiendo una excelente traducción publicada en 2007 por Global Rhythm. Se trata de Vida y música de Bill Evans, escrito por Peter Pettinger. [Bill Evans: How My Heart Sings, Peter Pettinger, Yale University Press, 1998]. Es un excelente acercamiento desde la visión de otro pianista. Como dice Bob Blumenthal: “Un volumen imprescindible para quienes quieran «entender» a Evans de la mejor manera posible: escuchándolo”.

Bill Evans conforma una muy buena parte de las más profundas influencias musicales en mi formación como músico y como artista. Como una contribución, les dejo algo que escribiera ya hace dos años.

LA FUERZA DEL DESTINO: BILL EVANS

El impacto que ha ejercido, ejerce y ejercerá la obra de Bill Evans (1929-1980) a través del tiempo, es imparable e indetenible. Su muy personal lenguaje armónico, sus largas líneas melódicas, su fraseo asimétrico y su acompañamiento de acordes sin fundamentales, han definido e influenciado a toda una generación de pianistas los últimos treinta años, entre los más destacados, Chick Corea, Keith Jarrett, Herbie Hancock y Brad Meldhau. En las manos de Bill Evans, un tema standard se convertía en la versión definitiva de ese tema, como por ejemplo, Someday My Prince Will Come, el tema de amor del primer largometraje de dibujos animados de Walt Disney, Blancanieves y los Siete Enanos, la cual interpretó en innumerables ocasiones.

Siendo un artista que se dedicó por entero a la ejecución del piano (y de los teclados), su influencia va mucho más allá de la esfera que abarca a los ejecutantes de las blancas y las negras. Bill Evans es uno de los músicos más importantes de toda la historia del jazz —aunque podríamos decir también, del siglo XX—, que no sólo innovó y enriqueció el vocabulario del piano sino también el concepto y el lenguaje del clásico trío de jazz, donde cada instrumento se erige con una dimensión y un discurso propios, y no sólo como mero acompañante.

Luego de haber colaborado por espacio de ocho meses con el sexteto de Miles Davis a finales de los años cincuenta, el cual aportó, entre tantas obras maestras, el mítico y canónico álbum Kind of Blue, el cual es considerado el álbum más vendido de toda la historia del jazz, Evans se dedicó, como líder, a desarrollar, junto al contrabajista Scott LaFaro y al baterista Paul Motian, lo que sería una carrera insuperable, en cuanto al trío se refiere. Luego de la trágica muerte de LaFaro, Evans mantuvo toda una suerte de tríos a lo largo de los años, salpicando su discografía aquí y allá como solista. En su último gran trío lo acompañaron Marc Johnson en el contrabajo y Joe LaBarbera en la batería.

De todo el legado artístico que Evans nos dejó, sería interminable enumerar una lista en este espacio, aunque me atrevo a recomendar uno de mis preferidos: You Must Believe In Spring (Warner Bros, 1980 – Grabado en 1977). Muy personalmente, opino que este no es un disco de jazz, sino más bien, un disco de poesía hecha música.

Para finalizar esta breve nota sobre uno de mis más grandes gurús, me permito citar su punto de vista estético, al referirse a la obra de William Blake (1757-1827), poeta, pintor y místico inglés:

“Es casi un poeta popular, pues alcanza elevadas cotas artísticas gracias precisamente a su sencillez. Las cosas sencillas, lo esencial, son las importantes, pero a veces las expresamos de un modo terriblemente complejo. Lo mismo sucede en el terreno musical con la técnica. Intentas dar voz a una emoción sencilla como el amor, el entusiasmo o la tristeza, y suele ocurrir que la técnica entorpece esta labor, que acaba por convertirse en un fin en sí misma cuando no debería ser más que el canal que permite la comunicación entre las ideas y los sentimientos. El gran artista siempre sabe llegar al quid de la cuestión, y posee una técnica tan natural que es imperceptible. Nunca me he topado con grandes dificultades, y eso me preocupa. Espero no acabe convirtiéndose en un estorbo.”

Sobre el romanticismo en la música:

“Si quieres que el resultado sea realmente extraordinario, hay que mezclar disciplina y libertad con mucho tiento, y hacerlo creativamente. Creo que toda la música es romántica, pero me molesta que ese romanticismo haga que la música suene sensiblera. Sin embargo, quien sabe combinar romanticismo y una cierta disciplina alcanza una belleza insuperable.”

Finalmente, Eddie Gomez, uno de sus contrabajistas predilectos y compañero por once años de Evans, dijo:

“No pedía nada extraordinario: que subieras al escenario y dieras el ciento diez por ciento, que no te reprimieras y que, de vez en cuando, asumieras algún riesgo. No se cansó de repetirme que debía olvidarme del legado del difunto Scott LaFaro y que tenía que ser yo mismo. Bill era un tipo expresivo, directo, amable, majestuoso e inteligente, siempre estaba dispuesto a echarte una mano. Su meta era hacer una música que aunara pasión e intelecto, una música que te llegara al corazón.”

César Alejandro Carrillo
5 de julio, 2012

Hablando de biografías, y dado que Armando Coll solicita una, les recomiendo una excelente traducción publicada en 2007 por Global Rhythm. Se trata de Vida y música de Bill Evans, escrito por Peter Pettinger. [Bill Evans: How My Heart Sings, Peter Pettinger, Yale University Press, 1998]. Es un excelente acercamiento desde la visión de otro pianista. Como dice Bob Blumenthal: “Un volumen imprescindible para quienes quieran «entender» a Evans de la mejor manera posible: escuchándolo”.

Bill Evans conforma una muy buena parte de las más profundas influencias musicales en mi formación como músico y como artista. Como una contribución, les remito a algo que escribiera ya hace dos años.

http://musicarrillo.wordpress.com/2010/05/21/la-fuerza-del-destino-bill-evans/

Oswaldo Aiffil
6 de julio, 2012

Delicioso, tanto el artículo como los comentarios. Wow, excelente homenaje al gran Bill. Lo de las bromas subidas de tono racial eran práctica común en esos días en Estados Unidos. Para allá y para acá. Si se pudiera habría que preguntarle a Billie Holiday, por citar a alguien. Pero la música sobrepasa razas y creencias, como idioma universal que es. Y a Miles Davis no le temblaba el pulso a la hora de contratar un músico blanco, ¿verdad Mr. Lee Konitz? ¿verdad Mr. Gerry Mulligan?

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