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Cuidado con lo que quieres, por Héctor Abad Faciolince

Hay una vieja sentencia paradójica y extraña: “Cuando Dios quiere castigar a los hombres, atiende sus súplicas”. Esta tiene su equivalente laico, alejado de las intervenciones del más allá o de los milagros, que se concentra en lo peligrosos que pueden ser nuestros deseos: “¡Cuidado con lo que quieres, que de pronto lo consigues!”. La enseñanza básica que estas máximas reúnen es que en general no sabemos qué es lo que realmente nos hace felices o infelices. Calculamos mal y muchas veces corremos detrás de sueños que, si se realizaran, convertirían nuestra vida en una pesadilla.

Conozco escritores, cantantes, actores, que se han pasado la primera mitad de su vida buscando el reconocimiento, el renombre, la fama, y la otra mitad tratando de proteger la intimidad y de regresar al feliz anonimato de la vida privada, esa vida feliz que tuvieron antes de que sus sueños de renombre se realizaran.

Un amigo mío, el cura Luis Alberto Álvarez, que acaba de cumplir 16 años de muerto, pero cuya memoria sigue intacta entre quienes tuvimos la suerte de tratarlo, decía algo muy cierto sobre los piropos: que los hombres que los echaban se le parecían mucho a esos perros que corren, ladran y gruñen detrás de los carros, pero que si el carro llegaba a parar, ya no sabían qué hacer, desconcertados, y se metían en la casa con la cola entre las patas. Hay mujeres a quienes les pasa algo parecido: coquetean, miran, se insinúan (y no necesariamente por calientapollas), pero llegado el momento en que el otro responde y se anima, ponen cara de yonofuí y se tiran para atrás. O siguen adelante, y ese coito soñado resulta el peor fiasco de la vida.

Muchas veces la víspera de la fiesta es mucho más emocionante que la fiesta. Decía De Greiff: “Y eso que soñé grande / cómo fue diminuto / y tanta y tanta sed / para un minuto”. A veces los ensueños del viaje son mucho mejores que el viaje, la ilusión de conocer a alguien o de visitar un país, mucho más exaltantes que la persona o el país real. Una de las cosas más maravillosas y más decepcionantes de internet es que nos pone todo el conocimiento —o casi— al alcance de la mano. Pero muchas cosas que se obtienen sin esfuerzo, y sin el tiempo para “hacer ganas”, nos privan incluso de ese gusto previo, anterior a la satisfacción de la curiosidad, que muchas veces es más grande que la misma solución. ¿De qué sirve una novela de misterio si uno empieza por leerse el último capítulo?

Hay estudios desconcertantes sobre el estado psicológico de las personas que se ganan la lotería. Quién no ha repartido en la cabeza lo que haríamos con esos diez mil millones del premio gordo de navidad. Pues resulta que quienes efectivamente se ganan la lotería, viven, sí, un momento de gran exaltación, de gran entusiasmo. Una euforia de meses como el “high” de minutos de quien se toma un vaso entero de vodka de un solo trago. Pero al cabo de uno o dos años, los ganadores de la lotería vuelven al normal estado psicológico en el que vivían antes de ganársela. Si eran depresivos, se deprimen; si vivían angustiados por la falta de plata, vuelven a tener la misma sensación; si eran alegres, siguen siendo alegres.

Si repaso mis diarios de juventud, monótonos y sosos, encuentro un solo tema obsesivo: la dificultad de escribir, la duda permanente de si esos cuentos inéditos, esos intentos de novela, esos poemas, tendrán o no algún valor. Si me los editaran, pensaba yo, entonces saldría de dudas y estaría seguro de su calidad. Al cabo del tiempo, con un montón de libros publicados, con la lotería ganada de varias traducciones, con una columna dominical en el mejor periódico del país, sigo sintiendo lo mismo. ¿Todo esto servirá de algo, tendrá algún valor, o no será otra cosa que el título de uno de mis libros: Basura? A veces uno consigue lo que quiere y, sin embargo, resulta que no es ninguna maravilla. Lo que me hace feliz, en realidad, es lo mismo que me hacía feliz a los quince años: caminar por el campo.