Artes

Demasiado jodidamente sensibles para este mundo, por Patrico Pron

Por Prodavinci | 26 de mayo, 2012

A finales de la década de 1970, Robert Crumb y su esposa Aline Kominsky comenzaron a escribir en colaboración una serie de cómics titulados Dirty Laundry (literalmente, “la ropa sucia”) cuya producción estaba presidida por dos imperativos: cada uno se dibujaría a sí mismo y sólo se hablaría de su vida cotidiana como pareja. Ninguna de estas contraintes carecía de inconvenientes, sin embargo: la primera, debido a que el dibujo simple y poco sofisticado de Kominsky casaba muy mal con el virtuosismo de su marido (lo que la llevó a recibir críticas brutales por parte de los fanáticos del dibujante norteamericano); la segunda, a raíz de que esa vida de pareja no carecía de dificultades, algo fácilmente anticipable si uno considera el retrato que Crumb ha hecho de sí mismo una y otra vez a lo largo de su obra, y que lo muestra como un perverso lastrado por manías y complejos de índole sexual, pusilánime, excéntrico, depresivo e infiel (claro que su mujer no le va a la zaga, al menos del modo en que se presenta a sí misma como egocéntrica, obsesiva, prepotente y adicta al ejercicio físico y a las compras).

“Siento vergüenza haciendo esto delante de la gente”, afirma el personaje dibujado por Kominsky en una de las primeras colaboraciones de la pareja (9), publicadas recientemente por la editorial barcelonesa La Cúpula; con el tiempo, esa vergüenza iría cediendo su lugar a una especie de exhibición arrogante, en la que la pareja mostraría un amplio repertorio de parafilias y prácticas sexuales (felaciones, sexo anal, mordiscones, ataduras, golpes y un largo etcétera), pero también sus dudas, su vida cotidiana (mudanzas, reparaciones, problemas con el correo, viajes) y sus conflictos amorosos. El resultado podría ser irritante [1], pero, por el contrario, es singularmente conmovedor, ya que Crumb y Kominsky permanecen juntos en nombre de un amor y de una ternura que se intensifican con los años y a pesar de todos sus enfrentamientos, sardónicamente expresados en los comentarios que uno y otro autor dedican a la obra de su colaborador: “la Bunch es tonta y no tiene oído”, dice Crumb (78); “¡Siempre supone que puede hacer las cosas mejor que cualquiera!” añade Kominsky (179); Crumb se describe como “demasiado jodidamente sensible para este mundo” (201) y acusa a su esposa: “¡rotulas como si empleases un palo!” (251), etcétera.

Hacia el final del libro (ya instalados en el pueblecito del sur de Francia cercano a Nîmes donde viven desde hace veinte años) Crumb y Kominsky ponen punto final a su colaboración tras haber aprendido algo acerca de la vida (al parecer), y eso es extraordinario, como lo es el hecho de que (habiendo puesto rostro a la corrupción de la sociedad estadounidense y de haber denunciado sus excesos farmacológicos y sus convenciones morales a lo largo de medio siglo), Robert Crumb haya podido refugiarse de su devastador nihilismo en una relación peculiar (y sin embargo, ¿qué relación no lo es, de alguna manera?) pero singularmente bella y productiva. En un momento de este libro, él y su mujer se despiden en la cama hasta el día siguiente: “Adiós. Me voy a Bunchlandia. ¡Es tan divertida!” dice el personaje de Kominsky, y Crumb replica: “Yo me voy a Boblandia… Boblandia es deprimente…” (74). De ambos estados de ánimo está compuesto este libro, aunque invite sobre todo a la admiración y a la alegría. Lev Tolstoi escribió alguna vez que “todas las familias felices se parecen entre sí” pero “las infelices son desgraciadas a su propia manera”. Crumb y Kominsky demuestran aquí que también las que son felices pueden ser singulares.

***

[1] “La gente que nos lee quiere risas, quiere chistes, quiere algo que anime sus corazones… No quieren saber nada de tus lúgubres e introspectivos complejos neuróticos…”, advierte Kominsky a Crumb (10). Bueno, no exactamente.

Prodavinci 

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