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Jethro Tull: ¡Vamos, héroes de la infancia!, por Armando Coll

En una de esas adormecidas comarcas que en este país dieron en llamar urbanizaciones –esas florescencias de concreto en las que la urbe se replicaba en sus periferias, caseríos de próspera clase media a medio hacer—a principios de los años 70, las noticias del rutilante mundo del pop eran escasas.

Era tan diferente a los días que corren, más bien desbordados de información y cultura de consumo; internet y su legión de redes sociales proveen suficiente materia como para que las juventudes ya no se alineen (o alienen) según la atávica lucha de clases, sino según los gustos visuales y acústicos, una militancia de los sentidos en la que lo que cuenta son los imaginarios adquiridos en la industria del espectáculo, sus cautivadoras cosmogonías de bolsillo, los mundos “bizarros” de la realidad virtual; una mercadería cuya demanda se especializa cada vez más a través de un formato social, las cacareadas “tribus urbanas”, esa alteridad con la que las mozas y las mozos más vivaces procuran desmarcarse de la unánime vulgaridad y se entregan, a su manera y como pueden, al también atávico “olvido estético” del que hablaba Ricciotto Canudo.

Muy diferente a enrolarse en una patota, una banda o una pandilla, entre otras formas brutales de gregarismo juvenil, signadas sobre todo por una territorialidad espuria, es adherir una de estas tribus de credos fabricados en la web, con una feligresía que trasciende cualquier noción de espacio o pertenencia objetiva.

Ahora da igual si se vive en el centro de Caracas, en Guatire o Yaritagua, la banda ancha, para bien o para mal, iguala a todos en la posibilidad de esa especialización social.

Cuarenta años atrás, las contradicciones entre la capital y el interior eran abismales, a excepción tal vez de Maracaibo, siempre cosmopolita, universal a su pesar.

Caracas contaba por entonces, con tal vez un único canal de acceso a lo más trendy, a lo que calificaba verdaderamente como state of the art –y la jerga anglosajona en este caso no es capricho– en aquella era dorada del pop rock que tenía lugar en el hemisferio norte. Radio Capital, se llamaba, quizá no casual sino redundantemente, la única estación que informaba a los oídos adolescentes del novedoso sonido proveniente de Estados Unidos e Inglaterra. Quien haya sido niño por esos días y en circunstancias parecidas a las mías, tiene las voces de los disc-jockeys de Radio Capital, Ivan Loscher, Plácido Garrido y Capi Donzella literalmente grabadas en la memoria.

Por entonces, yo demoraba mi pubertad en una de esas urbanizaciones del extra radio, bajo largas y obstinantes tardes de chicharras y noches de neblina. La autopista de Prados del Este era casi una lejanía. Y si aludo a las contradicciones entre la capital y el interior, es porque el interior comenzaba en esos emplazamientos suburbanos de la clase media en situación de relativa prosperidad.

Había una gran diferencia entre vivir en Sabana Grande o en La Boyera. El muchacho que vivía en Sabana Grande tenía como patio de recreo el reducido pero no por ello menos pujante “distrito comercial” de entonces; y por lo tanto la información más a la mano. El que vivía en Sabana Grande podía comprar antes que todo el mundo un ejemplar, por atrasado que fuera, de la revista Pelo, proveniente de la muy rockera Buenos Aires. Y ¡oh!  la Rolling Stone, en la que ayunos de inglés, los chamos se entregaban a la contemplación de fotos de conciertos y retratos de Jim Morrison, Jimmy Hendrix, Bob Dylan o de aquellos hermanos albinos que se daban con un rock demasiado duro para mis oídos bisoños.

En un lugar como La Boyera esas revistas adquirían un dramático valor marginal y pasaban de mano en mano hasta prácticamente deshacerse.

Donde ahora hay un centro comercial, había un parque, el ágora en la que yo me asomaba entre los amigos de mi hermano mayor y me procuraba mi porción de cultura pop. Alguno llevaba un radio transistor para oír Radio Capital o se paseaba en plan de perdonavidas con una manoseada edición de Pelo. “¡Pero déjame ver!”

A ese idílico microcosmos llegó un buen día un disco demasiado peculiar. Una adquisición de mi hermano mayor en una de sus incursiones, que ya tenía permitidas, a la tienda Don Disco de Chacaíto. Pocos, entre la multitud que hoy pasa de largo ante el neón que desde hace medio siglo permanece, sabrán del maravilloso mundo que deparaba esa tienda atendida por el amabilísimo, culto propietario español. Pero, eso es materia de otras crónicas.

El disco a que me refiero no es otro que Thick As A Brick. Eran los tiempos en que las bandas de rock competían en el nunca bien definido formato del “concept álbum”. Eran los tiempos en que, tarde en la noche, tal vez Iván Loscher se permitiera poner al aire un tema que durara más de tres minutos, que durara mucho más que eso. Thick As A Brick era uno de esos temas que colmaban sin solución de continuidad ambas caras de un Lp.

Eran los tiempos de “Ángela Davis”, un muchacho gordo de lentes y afro, así bautizado por nosotros por haber aparecido un buen día, y con desconocida procedencia, con una franela que llevaba estampada la bella efigie (a su vez coronada por un afro perfecto)  de la profesora que por entonces flirteaba con los Panteras Negras, alborotaba a los estudiantes de la Universidad de California y huía eventualmente del FBI.

Así, sin mayores preámbulos, “Ángela Davis” con su impepinable franela, se sumaba de cuando en vez a la peña en torno a un radio o un reproductor de cassette.

***

No sé cuánto tiempo estuve bajo el embrujo; el tiempo en el que me deleité con el engaño. Tal vez tenga que ver con la fascinación, el ensimismado arrobamiento en que me sumía la música que manaba del negro acetato de Thick As A Brick, para mí, primera noticia de una banda británica llamada Jethro Tull.

El disco fue lanzado en Londres el 10 de marzo de 1972 y es probable que haya desembarcado en La Guaira pocos meses después.

Eduardo, mi hermano mayor, también hacía avanzadas en una book store, no muy lejos de Don Disco, donde se proveía de sus suplementos, los comics de superhéroes que todos leíamos, pero solo él, en su perfecto inglés, con el que hizo ósmosis durante una estadía de nuestra familia en Portishead, cerca de la ciudad de Bristol en el Reino Unido. En esa época, yo era un párvulo, mi inglés, era una lengua inocente y limitada al rincón de los chiquillos, allí donde moraban los tacos con letras en cada lado, conos para ensartar aros de colores, y un libro que ilustraba la escueta desgracia de Humpty Dumpty, entre otras didácticas chucherías. El inglés de Eduardo era el del mejor alumno de la modesta primaria regentada por monjas a la que asistíamos en esa estancia sumida en la bruma oceánica, la costa de la que medio milenio antes partiera la expedición de John Cabot hacia la América del Norte.

Tras nuestra repatriación, Eduardo devino, por lo tanto, el intérprete oficial del reino de moscas de La Boyera.

La carátula de Thick As A Brick presentaba lo que a ojos vista era la primera plana de un tabloide inglés The St. Clive Chronicle.

El titular: “THICK AS A BRICK. Jugde disqualify ‘Little Milton’ last minute rumpus” (TAN DENSO COMO UN LADRILLO. Escándalo de última hora, el jurado descalifica al “Pequeño Milton”)

Eduardo explicó al resto la noticia. Palabras más, palabras menos, el “Pequeño Milton”, un niño de apenas ocho años, era el autor del largo poema épico al que la banda liderada por Ian Anderson había puesto música. La foto que acompañaba el titular de apertura del St. Clive Chronicle mostraba al muchachito con un paltó de lana y corbata, atuendo muy parecido con el que a mi hermano y a mí nos enviaban a la escuela de las monjas inglesas. Lentes redondos como los de John Lennon y una pasmosa cara de niño prodigio. Justo detrás de él, aparecía una atractiva jovencita sentada en la adecuada posición para obsequiar el mejor picón posible. El pie de foto hacía saber que la explayada damita era la novia del “Pequeño Milton” (¡?)

Mientras escuchaba fascinado la música de Jethro Tull, con su bello intro tributario del folk céltico y su posterior desarrollo en pieza de rock de compleja instrumentación, con derivaciones a la fanfarria, el recitativo, alusiones barrocas, algún pasaje acompañado de clavecín, la orquestación romántica, entre innúmeros recursos y efectos de la mágica era del estéreo, yo contemplaba la carátula, la cara del “Pequeño Milton” la mirada fija a cámara, y meditaba: “¡Coño! ¿Y este genio? ¡Con esa jeva…además! ¡Guao!”.

Leía el poema reproducido en la edición de marras del St. Clive Chronicle que ilustraba la carátula del disco y solo obtenía oraciones que, en el mejor de los casos, podía traducir al castellano, pero no entendía en absoluto.

“So you ride yourselves over the fields
and you make all your animal deals
and you wise men don’t know how it feels
to be thick as a brick”

Según informaba el tabloide de marras, el “Pequeño Milton” había sido descalificado por los contenidos “ofensivos” de su obra.

***

Mis progenitores se las apañaron para que yo nunca creyese en el Niño Jesús. Pero, la revelación que me hiciera, no recuerdo si el propio Eduardo, o alguno de sus amigos, fue para mí un balde de agua fría.

Así, como durante varios años, desde que me regalaran en mi primera comunión una edición ilustrada del Quijote para infantes, acompañé al hidalgo Alonso Quijano en la creencia de que una bacinilla de barbero era el relumbrante Yelmo de Mambrino, por pereza de leer el texto y solazarme de más en las ilustraciones acompañantes, me tragué completa la charada del “Pequeño Milton”, el niño de lentes redondos en la foto comentada. Gerald Bostock, el supuesto verdadero nombre del pequeño rapsoda.

Con el tiempo fui esclareciendo las alegorías del largo poema compuesto en realidad por el propio Ian Anderson; poco a poco, extraje significado de sus yambos y rimas; un imaginario muy acorde con un individuo de mi edad.

“So!
Come on ye childhood heroes!
Won’t you rise up from the pages of your comic-books
your super crooks
and show all us the way”

(¡Vamos, héroes de la infancia/Acaso no saldrán de las páginas tus libros de comic/tus súper pillos/ Y enseñarnos a todos el camino!)

“¡Vamos, héroes de la infancia!”, reclamaba el afinado barítono Anderson (una de las mejores voces del rock de todos los tiempos) y nosotros lo acompañábamos en el anhelo, la sarcástica ilusión. Pero los superhéroes  nunca pasaron de las páginas de los suplementos atesorados por Eduardo, desdeñosos de sus devotos seguidores condenados a la cruda realidad.

“Sea Superman presidente
y que Robin salve el día”

Ni una cosa ni la otra sucedieron jamás. Así como apareció un buen día, “Ángela Davis” con su afro, sus lentes redondos, su panza y su deje malandro desapareció sin rastro.

PS: Whatever Happened To Gerald Bostock? (¿Qué habrá sido de la vida de Gerald Bostock?) acaba de ser lanzado en el Reino Unido, un álbum concepto que 40 años después aparece como la secuela de Thick As A Brick. Trata del paso de la niñez a la adultez “y más allá, de lo que pudo haber pasado con Gerald Bostock (“Little Milton”). O cualquiera de nosotros”, advierte la web oficial de Jethro Tull.

Tendrá dos formatos: uno simple con CD y un folleto de ocho páginas; y una edición especial con CD, DVD y folleto de 16 páginas.

En lo que resta del año, Ian Anderson estará girando entre Europa y Estados Unidos, donde cantará Thick As A Brick en su totalidad, lo que no hacía desde 1972. http://www.j-tull.com/

La cuenta Twitter de Gerald Bostock es @TAAB2.