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De la vaciedad de Pep Guardiola, por Willy Mckey

—       Pep, ¿qué le dirías a un niño que posiblemente hoy lloró por primera vez por el Barcelona?
—       Bienvenido al club. Llorará más veces. Esto forma parte del deporte. No se puede ganar siempre.
Rueda de prensa del 24/04/2012

Exclusivo Prodavinci.com/ No se trata de un técnico. No es eso lo que se va. Es otra cosa. Todo en medio de la ópera que ha sido esta semana. En este fuera-de-Champions que lo ha trastocado todo. En esta sequía.

Tantos penales equivocándose debían preparar al fútbol para algo así.

El balón sabe dolerse por adelantado.

Esto es otra cosa.

Guardiola era el centrocampista del Barcelona de mi época de querer jugar. Todos en algún momento, a pesar de las torpezas individuales, queremos calcarle alguna camiseta a la historia. Desde que lo vi jugar por primera vez hasta la aventura en Qatar, el Pep fue el muchacho de una película infinita que tuvo un momento hermoso contra Letonia, un diciembre de 1994, cuando España confirmó que haría maletas para ir a ese raro Mundial llamado USA que tenía un perro soso como mascota.

La adolescencia de cualquiera es un quebranto. La mía coincidió con la Champions conquistada en Londres por unos que también se llamaban Dream Team, que después se transformó en la despedida de Johan Cruyff y en esa bajeza que nos puso a alturas históricas de camisetas rivales: lo que los cronistas llaman “el nuñismo” y que Manuel Vázquez Montalbán tradujo para el resto del mundo como la peste que fue.

Ese Barcelona de la debacle, ese equipo de los dolores, es el mío.

Ésta no es la primera vez que veo a la perfección del deporte más hermoso del mundo disolverse en mi camiseta. A veces, cuando digo Xavi, creo que estoy diciendo Ronald Koeman. Incluso he confundido las torpezas de Valdés con la ensoñación de Andoni Zubizarreta. Podría jurar que Alexis ha dibujado recorridos idénticos a los de Romário y que hay puntos de vista del Camp Nou desde los cuales Cesc es idéntico a Michael Laudrup. Hay otros contrastes menos generosos, porque ni siquiera Puyol es capaz de igualar la ira atinada de Hristo Stoichkov, ni Messi puede lucir más cándido que José María Bakero rebotando una pelotita vasca en la banca ni Iniesta pudo aprender todo lo que debía viendo los partidos de Josep Guardiola.

No hablo de talento. Es otra cosa.

Y tengo miedo.

Si Pep Guardiola se va, está bien. Puedo creerlo, asumirlo y, si me lo pidieran, apoyarlo. Pero este Barcelona que deja al pobre de Tito Vilanova con la vara tan alta me recuerda mi adolescencia y todos sabemos que la industria del psicoanálisis nos quita una buena parte del dinero para hacernos superar ese bache endocrino de nuestras biografías.

No quiero que el duelo me distraiga. La presidencia de Sandro Rosell empezó en 2010, un año después de que el club ganara cada una de las competencias en las cuales estuvo inscrito: LFP, Copa del Rey, Supercopa de España, Liga de Campeones, Supercopa de Europa y Copa Mundial de Clubes, coronando el pináculo de la historia del balón. Ser el primer equipo del mundo en lograr lo que la prensa bautizó como un “sextete”, a falta de una palabra mejor en el diccionario de las cosas posibles. Eso es una medalla de Guardiola, pero no del DT sino de esa línea enorme que empieza en La Masía, se eleva a la cima del Monserrat, pasa por Italia y Qatar, vuelve a las ramblas y le entrega a Vicente Del Bosque al tuétano del primer Campeonato Mundial de Fútbol que pudo atajar España con las dos manos.

Sandro Rosell, el presidente, no tiene ahora un dique poderoso que mantenga la defensa de La Masía y demuestre que la filosofía de un equipo también puede dar espectáculo y cambiar el fútbol sin la necesidad de blandir la chequera, más allá de lo necesario para que cualquier negocio prospere.

Y si Pep se ha vaciado, puede que sea porque le han robado algo, a pesar de que el tiempo también logra ese tipo de excavaciones. Todos alguna vez no hemos sentido vacíos. Todos alguna vez nos hemos querido mudar de nuestros fracasos o conseguir algo que nos destierre de la peligrosa rutina del éxito. Lo que nos deja el míster es una lección que supera esa enormidad del sextete: siempre hay otro reto posible y a veces toma forma de silencio.

Agradecido, me sumo a los “Que vagi bé…” que están ahora leudando en la garganta de la tribuna mundial, las que han gritado mientras lo vieron esculpir un fútbol que en algún momento nos tocará tener en contra.

No pesarán igual esos goles: provienen de estos mismos caminos.

No. No es un técnico lo que se va. Es una alegoría capaz de conmover incluso a los merengues. Porque hoy, con nosotros, muchos hinchas de otros equipos se revisan las entrañas preguntándose qué es eso que empiezan a extrañar y cómo es posible que sientan que también le pertenece.

Y entonces compartir este vacío.