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Proyecto Hambre (3), por Martín Caparrós

Mahmuda, estado de Bihar, uno de los dos o tres más pobres de la India, es un pueblito como otro medio millón de pueblitos del país. Mahmuda está cerca de Biraul, que no es tan lejos de Dharbanga, que está a tres horas de ruta de Patna que, a su vez, queda a unos mil kilómetros de Delhi, Nueva Delhi. Mahmuda tiene un par –si se entiende par en su acepción argenta: una cantidad indefinida que va de más de uno a cuatro o cinco– de miles de habitantes desperdigados en siete u ocho calles que serprentean a su gusto. Las calles son, faltaba más, de tierra. Otros días son de barro; esta mañana son de polvo. No hay cloacas ni agua corriente ni electricidad. Hay moscas y personas, vacas.

En Mahmuda las casas de los ricos –los dueños de las tierras, los que tienen una o dos hectáreas– son de ladrillo y tejas, a medio terminar, como si los atacara la pereza; los menos ricos las hacen de adobe; los pobres, pura caña. A la entrada de cada casa está la vaca –o las vacas o búfalos o bueyes- y el fuentón redondo con su pienso. Detrás hay un patio de tierra con un fogón de cocinar a leña o bosta; al fondo el cuarto para todos. Pero todo es fluído: muchas veces las cosas se mezclan y las vacas duermen en el cuarto, las personas sacan sus camas sin colchón al patio; los chicos están por todas partes.

En Mahmuda hay una docena de negocios pequeños que venden granos y cositas, ocho millones de moscas incesantes, un árbol que vio llegar a todos, muchedumbre de árboles más flacos, polvo en el aire, olores en el aire, pájaros varios en el aire, las vacas, personas que pasan, más personas que pasan llevando leña o bosta o paja sobre la cabeza, más personas que pasan. Los ricos van en moto, los menos ricos van en bicicleta, casi todos a pie; las mujeres usan saris gastados, los hombres las usan. Alrededor hay campos de trigo y de maíz: mujeres los trabajan, y algún hombre perdido; los hombres aran con los bueyes, las mujeres suelen hacer el resto.

En los porches de las casas con porches hay hombres aburridos que me miran ceñudos pero me piden que les haga fotos. Debo ser el cuarto o quinto blanquito que vieron en sus vidas; soy, en cualquier caso, un acontecimiento. Me siento a escribir en el zócalo de un kiosco y el chico que lo atiende sale corriendo; dos minutos después vuelve con una silla de plástico: no tengo más remedio que sentarme en ella. Después un señor con un gran diente solo me cuenta en hindi una historia larguísima repleta de ademanes, uno muy flaco intenta correr un buey para dejarme paso, una mujer sale corriendo, dos madres jovencitas se tapan con sus velos y bebés; los chicos corren y me gritan. La bosta está por todas partes.

Por todas partes hay montones de bosta, bolas de bosta, discos de bosta, ladrillos de bosta, cilindros de bosta, bosta de todas las formas imaginables –o posibles. Es todo un ciclo productivo y está, por supuesto, en manos de mujeres: recoger hojas en el bosque, armar con ellas unas bolas de dos metros de diámetro, llevárselas en la cabeza para venderlas al dueño de una vaca –o, con suerte, dárselas a la propia. Y después recuperar el resultado de esas hojas: ir recogiendo y amasando la bosta que sirve para aislar las paredes de la choza y, sobre todo, servirá, cuando llegue el monzón y cien por ciento de humedad y las inundaciones, para seguir haciendo fuego: cocinar.

Yo camino, sonrío, esquivo búfalos. Un viejo muy chueco lleva uno. El viejo camina con esfuerzo, un bastón en la mano puro hueso. El chico comerciante, que ahora me acompaña, habla un poco de inglés: le pido que le pregunte al viejo si va a bañar su búfalo. No es mi búfalo, dice el viejo, con cara de extrañeza, y que quiere saber de dónde vengo. Le digo al chico que le diga Argentina; el viejo mira al búfalo. Me pregunta mi edad, se la digo, me dice algo con babu babu –que es un trato de respeto a los ancianos. Le pregunto la suya y dice no sé, menos que eso. Hace un calor de perros pero no se ven perros; solo vacas, personas, unas cabras, moscas.

En el gran estanque a un costado del pueblo, chicos y chicas y señores y señoras bañan búfalos. Las bestias entran al agua con el mismo gesto desconfiado con que sus amos miran y me miran, pero después se dejan refregar los hocicos con la mano y el lomo con unas hojas secas. Cuando una se va muy lejos, su cuidador la llama en su idioma –que me suena como el graznido de un cuervo acatarrado– y la bestia obedece: nada, vuelve. Es como la parte buena del trabajo: unos minutos de retozo en el agua, zambullidas, charlas.

El pueblo se acaba en unos lotes cultivados, un bosquecito donde pastan vacan; más allá, ya afuera, hay una calle rodeada de chozas realmente cochambrosas. Aquí dalit, me dice mi nuevo cicerone, el comerciante chico: en los pueblos indios los dalit, la casta de los intocables, sigue teniendo que vivir apartada del resto. En estos pueblos del Bihar uno de cada dos chicos tiene alguna forma de desnutrición, crónica o aguda –y la mayoría no consiguió crecer lo que debía por su falta de alimentación. Son bajitos, flacos; no son inteligentes. Son el peor efecto de la capacidad de adaptación del hombre: millones que fueron desarrollando, a lo largo de generaciones, la habilidad de sobrevivir comiendo casi nada.

Mahmuda es un lugar perdido y es, al mismo tiempo, un ejemplo de miles de otros. Hasta aquí llega, todos los jueves, una clínica móvil de Médicos Sin Fronteras (sección España), basada en Biraul, la cabeza del distrito.

En Biraul, MSF trabaja básicamente contra la malnutrición infantil. Es un equipo de más de setenta personas –seis extranjeros, sesenta y tantos indios– dedicado a intentar nuevas técnicas para combatir la enfermedad más silenciosa, la que la mayoría no reconoce. Más de la mitad de los chicos de la zona no se desarrollan plenos por su causa, y muchos sufren –por su falta de defensas– enfermedades que no tendrían si estuvieran bien alimentados, y algunos mueren por sus complicaciones, pero el trabajo más importante de los MSF consiste en convencer a las madres de que traigan a sus chicos, que no abandonen los tratamientos, que la malnutrición es un problema y que se soluciona.

Están llenos de buenas intenciones. Los expatriados de Médicos sin Fronteras (sección España) viven en un piso sin terminar –como tantos pisos en la India– con duchas de agua fría, inodoros de agujero y cinco horas de electricidad por día: de seis a once de la noche la reciben de un generador, porque la electricidad de la red es casi inexistente. Con lo cual la heladera no puede funcionar; tampoco hay televisión o cosas de esas. Cada uno tiene un cuarto austero: cama con mosquitero, una o dos sillas, una mesa si acaso, un armario. Casi todos comen y cenan juntos cada día; al mediodía una señora les prepara la comida para mañana y noche. Es una vida decididamente sobria, subrayada por risas y complicaciones, pequeñas peleas, logros, frustraciones. La subraya, en general, una idea –una frase– que siempre tienen cerca de los labios:

–Nuestra primera misión es salvar vidas.

Salvar vidas: en un mundo donde casi nada parece tener sentido cierto, hay actos que no precisan más justificación o explicaciones: salvar vidas.

Cuando Amida empezó a lloriquear como sin ganas, su madre Sadadi no tardó un momento en volver a pensar en su primera hija, Jaya. En realidad, Sadadi siempre piensa en su primera hija. Cuando se murió, un año y medio atrás, poco antes de cumplir dos, Sadadi creyó que iba a poder olvidarla pronto, pero no:

–¿Qué sentías?

–Nada, no sé. Era mi hija, iba a ser mi hija mucho tiempo y de pronto no estaba más.

Sadadi tiene 19 años –cree que tiene 19 años, dice, no sabe seguro– y sus padres la casaron hace cuatro o cinco con un primo hermano.

–¿Y te gustaba?

Sadadi se sonroja, mira hacia abajo, se tapa la cara con su chal, mantiene los brazos muy pegados al cuerpo y hace, estoy seguro, una docena de gestos más que no consigo percibir para mostrar su pudor y su vergüenza. Y no contesta. Entonces le pregunto si estaba contenta de casarse con él.

–¿Contenta? Claro, todo el mundo es feliz en el momento de casarse.

Sadadi aprieta a Amida, le arregla la blusita verde. Amida tiene los ojos pintados con una especie de tizne renegrido. Amida está flaca, y Sadadi dice que a Jaya le pasó lo mismo: que un día empezó a adelgazar, pero que ella no se preocupó. Que habían pasado unos días difíciles, en que casi no conseguían comida, y todos en la familia estaban igual, pensó Sadadi. Sólo que Jaya lloriqueaba bajito, se movía cada vez menos, se apagaba; aquella noche, Sadadi se pasó horas acunándola, dándole agua, calmándola. La nena se murió cuando empezaba a amanecer; Jaya, en hindi, significa victoria.

–¿Alguien tuvo la culpa de que se muriera?

–No, fue todo muy rápido, qué íbamos a hacer.

–¿Y qué dijo tu marido?

–Trató de hacerme entender que son cosas que pasan y que si pasó fue porque Dios quería que pasara… Yo lo entendí pero me quedé tan triste. De verdad no pensé que pudiera estar así de triste.

Sadadi y su marido cremaron a Jaya con muy poca leña y trataron de olvidarla -y un año más tarde nació Amida. Pero en cuanto Amida empezó a bajar de peso, Sadadi corrió a la clínica de Médicos Sin Fronteras. Una vecina le dijo que ayudaban a subir el peso de los chicos, a cuidarlos. Su pueblo no está muy lejos, dice: salieron temprano a la mañana y, caminando, llegaron antes del mediodía.

–Yo quiero criar a esta nena hasta que sea grande. Yo puedo criar a esta nena bien, que crezca bien, linda, sana.

Dice Sadadi, y que no entiende qué le pasó, que ella siempre le da su arroz o su pan con verduras, por lo menos una vez por día. Que querría darle arroz todos los días pero a veces no puede porque está muy caro; que a veces su marido no consigue ningún trabajo, pero que busca de todo, todo el tiempo: plantar, cosechar, fabricar ladrillos.

–Él busca sus trabajos, trae el dinero a casa, hace todo lo que puede, pobre.

–¿Tienen suficiente comida todos los días?

–No todos los días. A veces tenemos, a veces no.

–¿Por qué?

–Porque a veces no conseguimos plata para comprarla. Muchas veces.

Dice, y me mira con tristeza: hay gente que no entiende lo más simple.

***

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Texto publicado en el blog Pamplinas, de Martín Caparrós en El País y reproducido en Prodavinci con autorización del autor.