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Gustavo Díaz Solís: cuentista absoluto y narrador de la interioridad, por Carlos Pacheco

[…] imaginary gardens with real toads in them […].
Marianne Moore

[…] en lugar de interesarse uno por una forma directa se siente atraído por la forma indirecta. Es una tendencia a la indirección. Para mí resulta difícil practicar eso que hacen algunos poetas: no buscan un correlato sino que exponen sus sentimientos de una vez.

Gustavo Díaz Solís

Hace un tiempo, en una entrevista radial en torno a la antología La vasta brevedad, una de las conductoras me preguntó a quemarropa si el aprecio por la ficción breve en Venezuela podría relacionarse con nuestra tendencia a lo fácil e inmediato. Antes de tener tiempo de recuperarme de mi sorpresa ante tal proposición, su compañera periodista ya había aclarado lo obvio: que el cuento literario –justamente debido a su concisión e imprescindible rigor– no es una escritura fácil, sino al contrario, mucho más exigente y que puede llegar a ser una verdadera prueba de fuego para el narrador más avezado.

Es por ello justamente que algunos escritores han encontrado en la práctica del cuento su destino más alto. Dedican sus mejores esfuerzos a la búsqueda pertinaz del cuento cumplido, capaz de alcanzar ese balance perfecto que Cortázar denominara “esfericidad”; donde ningún elemento de la historia o su narración puede cambiarse sin alterar el frágil equilibrio productor de un impacto estético fuerte y memorable en el atento lector.

Para algunos maestros hispanoamericanos como Darío, Quiroga, Lugones, Alfonso Reyes, Borges, Arreola, Martínez Estrada o Julio Ramón Ribeyro el embeleso del cuento logrado fue tan potente que los llevó a dejar prácticamente de lado otros géneros de la ficción considerados “mayores” y más prestigiosos o rentables, como la novela, para concentrarse en la ficción breve. Específicamente en Venezuela contamos con una notable estirpe de narradores consagrados a la artesanía del cuento. La integran –entre otros– Pedro Emilio Coll, Ramón Hurtado, Carlos Eduardo Frías, Pedro Sotillo, Leoncio Martínez, Jesús Enrique Lossada, Antonio Márquez Salas, Oscar Guaramato e Igor Delgado Senior, encabezados todos ellos por el legendario don Julio Garmendia y por el maestro Gustavo Díaz Solís, a cuya obra dedicaremos nuestra atención en este acercamiento crítico.[1]

Cuentista absoluto

Díaz Solís ha hecho sin duda un aporte sustantivo a la cultura venezolana como docente, investigador, traductor y gerente académico. Nacido en 1920 en la población sucrense de Güiria, Díaz Solís pasó la mayor parte de su infancia en Trinidad, hasta radicarse con su familia en Caracas desde 1930. Doctorado en Ciencias Políticas en la UCV y egresado también del Instituto Pedagógico de Caracas como profesor de inglés, desempeñaría luego en ambas instituciones la docencia y la investigación, llegando a convertirse en destacado estudioso de las literaturas en lengua inglesa. En la UCV dirigió las escuelas de Periodismo y Letras y ocupó el cargo de Secretario de la institución. Mas adelante presidió la Fundación Celarg. Por sobre todas estas ejecutorias, destaca sin embargo su práctica de la ficción breve, la cual fue sin duda determinante para el muy merecido otorgamiento, en 1995, del Premio Nacional de Literatura.

Es por eso que otro distinguido practicante del género, José Balza, acuñó la frase “cuentista absoluto” para presentarlo en su conocida antología del cuento venezolano (1996: 199), un apelativo que le calza muy bien, no sólo porque destaca su dedicación persistente y en verdad exclusiva a la ficción breve dentro de la escritura creativa; sino también por reconocer en él a uno de los más osados y certeros entre sus contemporáneos, quien marca con sus cuentos apreciable viraje en la práctica del género en nuestro país.

De acuerdo con el concepto de la colección donde ha de insertarse, este ensayo crítico se propone justamente analizar el volumen de cuentos que haya resultado de mayor impacto, que haya sentado pauta y dejado huellas temáticas, estéticas o procedimentales en subsiguientes narradores. Para definir cuál puede ser ese volumen en el caso de Díaz Solís es imprescindible considerar la curiosa historia editorial de su cuentística.

Se trata de un corpus relativamente breve, a pesar de haberse publicado en no pocos volúmenes y colecciones antológicas cuya composición puede revisarse en la bibliografía final. En efecto, consta en total sólo de 21 piezas, recogidas en ocho volúmenes, entre colecciones originales y antologías parciales o totales. Con la excepción de los seis cuentos que conforman Marejada (1940), el primero de sus libros, que nunca se llegó a reeditar, casi todos estos relatos se integrarán en más de una ocasión a sucesivos volúmenes, entrando así a formar parte de conjuntos diferentes, en especial de Ophidia y otras personas (1968 y 1989), Arco secreto y otros cuentos (1973) y Cuentos escogidos (1997) que tienen carácter casi o completamente antológico. En cinco oportunidades aparecen de esta manera “Llueve sobre el mar” y “La efigie; en cuatro; “El niño y el mar”, “Ophidia”, “Arco secreto”, “El cocuyo”, “Entre las sombras”, “Velando a pensamientos desatados”, “Cachalo”, “Crótalo”, y “Hechizo”; mientras que “El punto” y “El mosaiquito verde” aparecen en tres ocasiones.

En esos relatos encontramos gran variedad de temas y situaciones. Hay dramas sociales, familiares, amorosos e íntimos, ambientes rurales y urbanos, contextos históricos y contemporáneos, protagonistas adultos e infantiles, situaciones cotidianas y dilemas trascendentes. De manera que lo que más visiblemente reúne y vincula el conjunto es la búsqueda sostenida de la mayor profundidad de sentido y la mejor factura narrativa. Cada cuento ha sido trabajado como obra única, donde cada perfil de un personaje, cada instancia accional, cada frase o cadencia rítmica han sido cuidados y medidos con precisión de orfebre para que cumplan, sin ser obvios, declarativos o unívocos, su cometido expresivo y comunicativo.

La peculiar historia editorial que acabamos de describir parece apuntar en la misma dirección. Independientemente de la circunstancia cultural, del interés de las editoriales, los compiladores o prologuistas, probables propiciadores de las reediciones, infiero en el autor ese mismo afán de ir depurando al máximo sus relatos para quedarse al fin sólo con los mejores, aquellos que han terminado por resistir, con la fuerza de su burilada calidad, los asedios de revisiones y lecturas sucesivas.

Desde esta óptica es necesario privilegiar entonces ante todo el volumen Cuentos de dos tiempos, publicado en México en 1950 por gestión del propio autor y, en segundo término, el titulado Ophidia y otras personas, con prólogo de José Balza, publicado por primera vez en 1968. Entre ambos, en términos de construcción de canon, resulta clave el primero por varias razones. En primer lugar, por coincidir su fecha de publicación con la de los mayores aportes de Díaz Solís al género, justamente en la segunda mitad de los años cuarenta, un lustro incomparable en el desarrollo del cuento venezolano, cuando coincide con otros extraordinarios cuentistas como Guillermo Meneses, Antonio Márquez Salas, Humberto Rivas Mijares, Oswaldo Trejo, Oscar Guaramato y el primer Alfredo Armas Alfonzo. En segundo término, porque Cuentos de dos tiempos no sólo reúne muchos de sus relatos fundamentales, consagrados por críticos y antólogos como paradigmáticos de su propuesta, sino que además propone, desde su título y a través de una estructura binaria diseñada por el autor, curiosamente invertida en su cronología y manifiesta en el índice, las dos etapas fundamentales de su producción:

2

Ophidia
El niño y el mar
La efigie
Arco secreto
Hechizo

1

Llueve sobre el mar
El mosaiquito verde
Detrás del muro está el campo

Estas etapas han sido deslindadas y descritas magníficamente por Cósimo Mandrillo (2004): la inicial (sección 1), donde los logros artísticos, ya visiblemente depurados del criollismo tradicional, siguen sin embargo bajo la potente impronta galleguiana, buscando dar expresión a lo nacional; y la avanzada (sección 2), donde predomina ya una trabajada sencillez y sobriedad en el lenguaje y la trama, el desdibujamiento de las identidades locales y personales, el interés en penetrar los mundos interiores de la conciencia, así como la correlativa aspiración a lo universal.

Por su parte, Ophidia y otras personas es también digno de atención, por tratarse de una antología personal. Depurado, se expresa allí el criterio del autor, quien, a los relatos incluidos en Cuentos de dos tiempos (con exclusión de “El mosaiquito verde” y “Detrás del muro está el campo”), viene a añadir otros seis, también reiterados y bien valorados: “El cocuyo”, “Entre las sombras”, “Velando a pensamientos desatados”, “El punto”, “Cachalo” y “Crótalo”, para concretar así la selecta docena de sus mejores relatos. Concentremos pues nuestra atención en este corpus, para intentar el deslinde de sus principales características y aportes a la tradición cuentística venezolana.

Naturaleza viva

Una hojeada apenas a los títulos de las ficciones que integran nuestro corpus o a sus líneas iniciales permite constatar, en primer lugar, la sostenida presencia en ellos de espacios abiertos de la costa o del campo, la atención notable de los personajes a ese medio natural y su interés especial y empatía hacia los animales. Podría uno pensar en la huella profunda que pudo haber dejado en el narrador un presumible contacto directo e intenso con la naturaleza durante la infancia o en sus experiencias posteriores de cacería en bosques y llanuras. Podría también uno inferir, en su atención al paisaje, una marca de su cercanía inicial al criollismo, aunque ya en estos textos la actitud estética es más moderna y experiencial, transmite la vivencia del momento, se interesa en lo psíquico y está despojada por completo de fingidas nostalgias y simbolismos patrios.

Pero hay más. Díaz Solís podría ser considerado como una suerte de pionero literario de la conciencia ecológica por su aguda sensibilidad al medio ambiente en general y en particular por su atención concentrada en los animales y en la justa autonomía de su mundo. Los animales llegan en ocasiones a convertirse en protagonistas, poseedores de perspectiva y sensibilidad propias y portavoces de una racionalidad alternativa que la especie humana, para su propio mal, ha insistido en ignorar o avasallar.

Así sucede por ejemplo, de manera impactante, en “Ophidia” o en “Crótalo”, con enfoques y estrategias que recuerdan al Horacio Quiroga de “Anaconda” y muchos otros de sus llamados “Cuentos de la selva”. En otras ocasiones, como en “Arco secreto” o en “La efigie”, los animales asumen valores simbólicos más complejos, psíquicos u culturales, determinantes del sentido final de los respectivos textos, tal como han mostrado en profundidad los análisis de Mandrillo (1994, 2004). Hasta en un cuento de asunto histórico como “Hechizo”, el caballo del conquistador, aterrorizado y despojado de su jinete, y sobre todo el venado hechizador convertido en botín funcionan en definitiva como símbolos del conflicto entre los aborígenes, llamados también con razón “naturales”, y los invasores hispanos contaminados por la insensata fiebre del oro. Mutatis mutandi por supuesto, esta cercanía del mundo natural y esta utilización moderna de los animales como símbolos y humanizados personajes protagónicos encuentra también sus correlatos venezolanos en contemporáneos de Díaz Solís como Antonio Arráiz, Antonio Márquez Salas y Oscar Guaramato; mientras que, en clave mucho más liviana y moderna, se perciben afinidades con algunos cuentos de Ednodio Quintero, Eduardo Liendo y los minicuentos de Alberto Barrera Tyzska.

La tendencia a la indirección

Otro elemento que distingue a Díaz Solís es la progresiva pérdida de importancia relativa que experimenta la historia narrada respecto de la significación profunda del relato mismo, esa “tendencia a la indirección” de que nos habla el autor en el epígrafe de este trabajo. Comienza a evidenciarse en “Llueve sobre el mar”, ese relato de transición que marca ya distancia con la filiación criollista de su producción temprana y que en 1942 impresiona al exigente jurado del concurso de cuentos del semanario Fantoches[2], que lo premia sin dudar, atribuyéndolo a Uslar o a Meneses (Sambrano Urdaneta 1963: 6-7). En los años siguientes se fortalecerá esta relativización del valor de lo anecdótico y esta apuesta por lo poético a través de un lenguaje macerado sin piedad hasta lograr una escueta sencillez cargada de significado y susceptible de lecturas más y más profundas. Así lo revela de manera insuperable el breve prólogo de Balza titulado justamente “Un diseño indirecto”: uno es el encanto de descubrir los virajes de la historia,

Pero distinto placer –y diferente, deseable lectura: algún desplazamiento de la estabilidad racional– se iniciará cuando los mismos textos que hayan sido revisados buscando el interés de la anécdota vuelvan a ser tocados por el ojo de la secreta sensualidad mental. (Balza 1968: VIII).[3]

Sorprende en verdad su narrativa con esa estrategia de acercamiento “indirecto” a su objeto, donde tema, historia, personajes, red simbólica y emplazamiento están por completo al servicio de un propósito estético que los desborda, lo cual crea sucesivos niveles de lectura cada vez más exigentes, desde la mera fabula amable o curiosa hasta la máxima profundidad psicológica y la trascendencia. En esa coherencia, esa consistencia y esa efectividad de los vehículos expresivos, orientados todos hacia la producción de un efecto único y potente, reside la maestría cuentística de Díaz Solís, sin duda portadora de una nueva dirección para el género en nuestro país.

Una narrativa de la interioridad

Esta narrativa impacta así por la sencillez, nitidez y potencia descriptiva de su lenguaje, cualidad que se apoya en la capacidad perceptiva del narrador, transferida a sus personajes. Si en los relatos de Marejada y hasta en los de la sección 1 de Cuentos de dos tiempos se siente aún un interés más bien sociológico, en los ulteriores su foco de atención anida más bien en conflictos de orden psíquico, interior, universal y trascendente que subyacen al curso ostensible de la acción. Por eso, a menudo, sus personajes se encuentran solos, como el muchacho cazador, protagonista de “El Punto”, o el niño pescador en “El niño y el mar” o en “Cachalo”. Esa soledad es la situación más propicia para abrir el espectro sensorial en toda su gama a la acuciosa percepción, hasta alcanzar llamativos extremos de intensidad, detalle y nitidez. Una elaboración experta del lenguaje da cuenta de ello, como puede percibirse en el siguiente pasaje de “El punto”, cuando describe justamente ese “punto”, el “ojo de agua” que para ventaja del cazador, convoca a los animales:

Entonces se pone a escuchar el monte y absorbe el pulso del silencio, el vaho quieto de la soledad. […] Mirando entre las ramas y las hojas examina el ojo de agua casi seco frente al cual está velando, y observa que en el barro de la orilla hay muchas huellas de patas de pájaros y huellas de animales de pezuña –estas huellas angostas y profundas, probablemente de venados y váquiros– y observa también cómo el progreso del verano puede verse en el barro, que es oscuro y pastoso cerca del agua y gradualmente más claro y seco y resquebrajado a medida que se aleja del agua, hasta donde la costra cuarteada del fondo, cenicienta y escamosa, alcanza el borde netamente marcado, como un labio, antes de tocar el suelo terroso que es el límite de la charca en invierno. (1989: 96-97)

La soledad también es propicia naturalmente para profundizar en la captación de los estados interiores y aquí se muestra una nueva característica distintiva de Díaz Solís: su atención a la percepción de los procesos interiores, tanto sensoriales como psíquicos, con una profundidad y pertinencia que tal vez permanece imbatida en nuestra literatura.[4]

En “El niño y el mar”, por ejemplo, un cuento muy cercano a “El punto” en su concepción y sentido ecologista y también en ese interés por la exploración del ser interno, la suerte del precoz pescador de cangrejos y su perplejidad al descubrirse y sentirse simplemente siendo alcanzan profundas dimensiones de significado. La figura solitaria del protagonista disfruta intrigado su experiencia de contacto con la naturaleza. Se da allí una captación directa, más que descriptiva, una percepción simple, sin mediaciones ni interpretaciones, de la realidad. Lo que el niño ve, escucha o toca, aparece sin más. La narración no comenta; es más bien como una cámara cinematográfica que registra de manera neutra y con extrema exactitud esa mirada, esa escucha y hasta ese tacto, pero sin juzgar o evaluar. Al estar descontextualizada geoculturalmente, al tratarse simplemente de un niño en una playa, la historia se vuelve capaz de aludir a una experiencia humana universal: la simple y escueta impresión de existir, de estar siendo.

El niño se detuvo un momento sobre la duna […] Después, ladeado, bajó por la suave pendiente de arena blanca, frenando un poco con los talones. Abajo se quedó quieto un rato, separado del mundo que estaba detrás de la duna. Quieto, sólo y separado frente al mar. / Por breve espacio pareció perderse, fundirse en el ambiente. Pero luego se fue como reuniendo de nuevo en sí y se sintió nítido en el aire con su sombrerito de ala muy corta y sus pantalones de gruesa tela azul […] (1989: 1)

Esa prístina impresión de vida interior viene a ser pronto reforzada por precisas referencias espaciales: detrás, delante, a los lados, arriba, a lo lejos (1989: 2), que ubican y centran la atención en el pequeño personaje. Más aún resulta potenciada por su encuentro al final del relato con el gran cangrejo amenazante que él pretendía cazar, pero que ahora lo impresiona y lo deja congelado por un momento, pues “parecía mirarlo con todo el cuerpo” (1989: 7). Es ésta una instancia de clímax narrativo en la que el bisoño cazador –luego de una experiencia intensa de su propio ser– huye de su pretendida presa y es salvado así, sin saberlo, de la imperceptible marea que avanzaba y podría haberlo atrapado en la cueva.

Vemos así cómo el enfrentamiento, el conflicto entre fuerzas opuestas, lo agónico en el sentido etimológico del término, se reiteran en numerosos relatos como elemento significativo y caracterizador, con la virtud, además de presentar estas potencias enfrentadas con la legitimidad y autonomía de su propia racionalidad, tal como lo plantea, lúcidamente Sambrano Urdaneta (1963: 23-24):

Se trata, pues, de un cuentista que nos presenta un mundo elemental en el que el instinto y las emociones primarias juegan un papel definitivo. […] los antagonistas [que] se nos presentan en dramática oposición, parecen tener la razón, cada uno desde su propia circunstancia.

Como hemos visto en “El punto” y “El niño y el mar”, se trata sin embargo de una lucha que incluye además su percepción plena desde lo profundo del personaje. Por ello, como Meneses o Márquez Salas en su momento, como José Balza, Antonia Palacios o Julio Miranda más adelante, lo que realiza así Díaz Solís en muchos de sus cuentos, sin prescindir de los conflictos externos –pasionales, sociales o culturales– viene a ser una verdadera narración de la interioridad.

Agonía y clímax en “Arco secreto”

Las que he venido describiendo son entonces para mí las líneas de fuerza que caracterizan el sucinto pero muy relevante universo cuentístico de Díaz Solís. Son también ellas las que permiten detectar el diálogo continuo y consolidador que tiene lugar entre los relatos que lo componen. Hay un cuento en el que esa caracterización puede apreciarse mejor que en ningún otro, aquel que, en mi criterio y en el de no pocos críticos y antólogos constituye la indiscutible obra maestra de este conjunto: “Arco secreto”, máxima expresión y síntesis de los mejores logros narrativos de Díaz Solís, con cuya más detallada consideración espero dar cierre a esta indagación crítica.

“Arco secreto” es el más moderno de sus cuentos. El que de una manera más osada se vuelca, ansioso, sobre lo nuevo, lo inexplorado, tanto en los temas como en los enfoques y los tratamientos narrativos que se asumen con la más plena libertad. Es moderno evidentemente porque se asoma con gran solvencia y plausibilidad narrativa sobre lo que para su momento eran las realidades nuevas de la vida en los campos petroleros; porque representa en ellos (y alude a menudo por sus nombres en inglés) prácticas recién llegadas con los técnicos norteamericanos (magazine, bowling, tennis, ping-pong, golf), así como las hasta entonces inéditas relaciones laborales con jefes foráneos. Es moderno también por la manera oblicua y apenas sugerida como se acerca a los contrastes y desencuentros culturales entre las realidades, concepciones y modos de relación importados –representadas principalmente en la atmósfera de la Casa Club– y sus equivalentes locales, que cobran dramática presencia durante la visita de David al “poblacho criollo” y a su burdel.

Pero más moderno es aún por la técnica narrativa empleada, en la que un contenido narrador en tercera persona asume la visión enmarcada en el protagonista para contar las ocurrencias y conflictos bastante radicales que tienen lugar en su agitado mundo interior. Una vez más, pero con mayor potencia que en ningún otro de sus relatos, lo más importante son las oscuras, confusas, vagas, pero sumamente intensas vivencias de la interioridad. La ausencia de explicaciones e interpretaciones obligan al lector a ser participativo, a inferir y construir sus propias hipótesis, alcanzando una multivocidad (psíquica, social, política, cultural) de inmensa productividad semiótica.

La estructura del cuento, que se volverá frecuente para mediados del siglo XX, da aquí excelentes resultados de intriga e intensidad. El relato se inicia en las proximidades del desenlace y luego un oportuno flasback memorístico retrotrae la acción a sus inicios, para irla desarrollando luego mientras vuelve a acercarse a ese momento culminante en el crescendo del clímax: Al inicio aparece David, el protagonista, herido de soledad, tirado en su cama en su casa de técnico petrolero, desbordado por la angustia y despreciándose a sí mismo. Está ante una encrucijada importante: el inicio de su vida profesional en un emplazamiento geográfico, cultural, laboral y personal ajeno, que lo pone a prueba, lo incomoda profundamente y lo obliga a interrogarse por el sentido de la vida; una de esas situaciones favoritas de Díaz Solís, propicias para un enfrentamiento de opuestos en lo exterior y para el surgimiento de la conciencia de sí y los interrogantes interiores.

Se abre y cierra entonces el relato en un ambiente amenazante de oscuridad, donde “las cosas emergen lentamente de la sombra como si miraran” (1989: 19), Esta atmósfera intensifica la crisis y promueve un recuento del conflicto pasional inmediato que la ha agudizado. El título del cuento termina por adquirir sentido a lo largo de ese recuento como alusivo a la secreta tormenta interior, nueva narración de la interioridad, que es el verdadero centro de atención del relato: “[…] pero más adentro en lo secreto de la sangre, los impulsos tendían seguros sus arcos innumerables” (1989: 20). En diferentes instancias, el protagonista se había acercado antes a ese núcleo secreto, por ejemplo cuando visita por primera vez la casa club, justo antes de conocer a su amante, y se percibe a sí mismo en una verdadera encrucijada, como producto condensado de toda su vida anterior:

Quieto frente al paisaje, se había sentido solo, separado, concreto en el aire. Allí terminaban veinticinco años urgentes. La universidad, los amigos, los libros, alguna mujer, los viajes. Y él constataba que cada experiencia de aquellos años se manifestaba en la manera como estaba allí, aparentemente quieto frente al paisaje. Él era lo que había sido. (1989: 21)

Otros potentes intensificadores son introducidos también en dos momentos claves de la narración por medio de varios animales que terminan por adquirir, como en muchos de los cuentos de nuestro autor, especial carga simbólica. Potenciados por un flujo de lenguaje sumamente libre y creativo, ellos encarnan, en esos respectivos instantes de clímax experiencial, la intensidad, virulencia y gravedad del conflicto. El primero, presenciado por David en el corredor externo de la casa club, es el vertiginoso y violento ataque del gato sobre un lagarto; ataque tras el cual puede detectarse su propio enfrentamiento con el detestable jefe norteamericano que le ha tocado tener. El segundo, que ocurre ya en las postrimerías del cuento, en esos afiebrados párrafos finales, es el paralelo ataque de un murciélago nunca nombrado como tal, convertido por su imaginación en desconocido monstruo oscuro, representación de todos sus fantasmas interiores.

En ese episodio final, todo lo que se ha ido acumulando de antipatía natural, rechazo cultural, rebeldía a la autoridad abusiva y rivalidad pasional contra su supervisor se mezcla entonces con las dudas y frustraciones personales en esa noche angustiosa y febril, para volverse contra el enemigo potenciado por la oscuridad. Entre el sueño y la sombra, el inoportuno roedor alado se va transformado en monstruo multiforme con “cabeza de perro pequeñito”, “ojos de rata, ojos de pájaro”, “dientecitos de pez tragado por una rata”, y “garra pequeña de ave abortada”, con “alas negras [que] se derraman sobre el suelo anchas de entrega y de muerte” (1989: 34-35). David está perfectamente solo, como a merced de su propia realidad tan crudamente expuesta. Su crisis de oscura insatisfacción termina por resolverse de manera vicaria, en el episodio final, donde el lenguaje escenifica prodigiosamente su enfrentamiento con el monstruo negro y alado que sufre en su carne la filosa violencia propiciadora de la catarsis final.

Allí entonces el sustantivo y perdurable aporte de Díaz Solís: ante todo, la búsqueda constante de la máxima calidad narrativa y la perfección cuentística. Y luego, ordenadas en forma concéntrica, desde lo más palpable y externo hasta lo más íntimo y misterioso: el interés por la naturaleza y la empatía hacia el mundo animal; la tendencia a la indirección, es decir, el predominio de la ideación poética sobre lo racional y referencial, proceso sostenido de manera natural por una acuciosa elaboración del lenguaje; una atención notable hacia la esfera sensorial en todas sus vertientes; el enfrentamiento agónico como estructura clave y reiterada y, finalmente, la capacidad de captar y dar vida literaria a complejos estados de presencia interior que suelen ser esquivos e inexpresables.

***

Este ensayo, escrito a fines de 20l1 luego de varias conversaciones con el admirado cuentista, quien falleció el pasado 16 de enero, formará parte del libro Caracol del lenguaje: teoría y prácticas del cuento, actualmente en proceso de edición. Una versión más breve figurará como contribución en un libro colectivo aún en preparación dedicado al análisis de una treintena de volúmenes de cuentos considerados cruciales en la evolución del género en Venezuela y considerados por consiguiente una suerte de canon de nuestra ficción breve.

Bibliografía directa

Díaz Solís, Gustavo (1940): Marejada. Caracas, Editorial Bolívar (Marejada, Morichal, Aguamarina, Cuento gris, Puente, Tambores)

_______ (1943): Llueve sobre el mar. Caracas. Asociación de Escritores de Venezuela. (Llueve sobre el mar, El mosaiquito verde, Detrás del muro está el campo).

_______ (1950): Cuentos de dos tiempos. México, Gráficas Panamericana. (Primera parte: Ophidia, El niño y el mar, La efigie, Arco secreto, Hechizo. Segunda parte: Llueve sobre el mar, El mosaiquito verde, Detrás del muro está el campo).

_______ (1963): Cinco cuentos. Caracas. Asociación de Escritores de Venezuela. Prólogo de Oscar Sambrano Urdaneta. (Crótalo, El cocuyo, Entre las sombras, Velando a pensamientos desatados, Todo esto antes era agua).

_______ (1968): Ophidia y otras personas. Caracas, Monte Ávila Editores. Prólogo de José Balza. (El niño y el mar, Ophidia, Arco secreto, La efigie. Llueve sobre el mar, Hechizo, El cocuyo, Entre las sombras, Velando a pensamientos desatados, El punto, Cachalo, Crótalo).

_______ (1973): Arco secreto y otros cuentos. Caracas, Monte Ávila. Prólogo de José Balza. (El niño y el mar, Ophidia, Arco Secreto. La efigie, Llueve sobre el mar, El cocuyo, Entre las sombras. Velando a pensamientos desatados. El punto, Cachalo, Crótalo).

_______ (1997): Cuentos escogidos. Caracas. Monte Ávila Editores. Prólogo de José Balza, bibliografía y cronología de Mariela Sánchez Urdaneta. (El niño y el mar, Ophidia, Arco secreto, La efigie. Llueve sobre el mar, Hechizo, El cocuyo, Entre las sombras, Velando a pensamientos desatados, El punto, Cachalo, Crótalo, El mosaiquito verde).

Bibliografía indirecta

Balza, José (1996): Antología del cuento venezolano. Caracas. Dirección de Cultura UCV. 1ª ed. 1985.

_______ (1968) “Un acercamiento indirecto”. Prólogo a Ophidia y otras personas. Caracas, Monte Ávila Editores.

Guzmán, Ana Teotiste (1993): “Díaz Solís, la continua epifanía del silencio” (entrevista). Imagen Latinoamericana. 99-100. Octubre de 1993: 6-8.

López Ortega, Antonio, Carlos Pacheco y Miguel Gomes (2010): La vasta brevedad. Antología del cuento venezolano del siglo XX. Caracas. Alfaguara.

Larrazábal Henríquez, Osvaldo, Amaya llebot y Gustavo Luis Carrera: Bibliografía del cuento venezolano. Caracas. Ediciones del Instituto de Investigaciones Literarias de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela. 1975.

Lovera de Sola, Roberto (2009): “En los Noventa Años de Gustavo Díaz Solís” Leído en la sesión del “Círculo de Lectura” de la Fundación Francisco Herrera Luque el 3 de marzo de 2009. Disponible en línea     http://www.arteenlared.com/lecturas/articulos/en-los-noventa-anos-de-gustavo-diaz-solis.html

Mandrillo, Cosimo (1994): “Acercamiento múltiple a los cuentos de Gustavo Díaz Solís”: Revista Iberoamericana. Vol. LX, Núm. 166-167, Enero-Junio 1994: 477-487. http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/viewFile/6521/6697

_______ (2004): Víbora y barro. Acercamiento a la obra de Gustavo Díaz Solís. Caracas. Monte Ávila.

Mata Gil, Milagros (_____): “Arco revelado”. Imagen (Caracas) 100-80.

Sambrano Urdaneta, Oscar (1963): “Los cuentos de Gustavo Díaz Solís”. Prólogo a Cinco cuentos. Caracas. Asociación de Escritores de Venezuela.

Urdaneta, Alejo (2008): “La obra literaria de Gustavo Díaz Solís”. Papel Literario de El Nacional, 29 de noviembre de 2008.

Valero, Norma (1992): Gustavo Díaz Solís: una vocación por la forma. Valencia. Secretaría de Cultura del Estado Carabobo.


[1] Esa nómina de cuentistas hispanoamericanos y en particular venezolanos es el consensual resultado de un nutritivo diálogo electrónico con Miguel Gomes, reconocido cuentista, crítico y estudioso de los géneros. Coincidimos también en la dificultad de establecer en la mayoría de los escritores mencionados una fidelidad absoluta y total al cuento, ya que, aunque definitivamente centrados en este género, muchos han incursionado en géneros narrativos limítrofes, de linderos por cierto nada nítidos, como el minicuento (Borges, por ejemplo), la novela breve (Darío o Lugones) y hasta la novela propiamente tal, aunque sin resultados dignos de recordación (Quiroga).

[2] Integrado nade menos que por Rómulo Gallegos, José Nucete Sardi, Juan Oropesa, Julio Ramos y Pascual Venegas Filardo, mientras que entre los concurrentes estuvieron, como documenta también Sambrano Urdaneta (1963: 6-7), Guillermo Meneses, Arturo Croce, Manuel Rodríguez Cárdenas, Valmore Rodríguez y Raúl Valera.

[3] Con otras palabras lo explica Alejo Urdaneta en un trabajo posterior: “Al igual que en la poesía, en el cuento el autor ha querido decir algo más que tal vez ignora porque está en sus profundidades y nace de motivaciones oscuras. […] El cuento así concebido permanece en los márgenes de lo puramente literario, porque nace del deseo y el impulso desconocidos de la conciencia, casi como el sueño. Es la exploración de lo que no es conciencia del narrador”. (Urdaneta 2008)

[4] Según Mandrillo, “La particularidad más notoria de este cuento es la de que el acontecimiento narrado, si puede hablarse de acontecimiento, sucede íntegramente en la psiquis del personaje. Lo que se narra es un hecho interior ligado con el escenario externo en que se desenvuelve sólo en la medida en que los elementos que constituyen ese escenario estimulan el proceso interior del sujeto.” (Mandrillo 1994).