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Hombre lobo en Maracaibo, por Armando Coll

Norberto José Olivar quiso convertirse en un personaje de Enrique Vila-Matas y decidió hacerlo por cuenta propia. Para la proteica aventura, se vale de una ruta muy Vila-Matas, ensayada magistralmente por el autor catalán en, por ejemplo, su novela Bartleby Co. y un reciente relato intitulado “Chet Baker piensa en su arte”.

Claro, hablo de una ficción de Olivar, de modo que en atención a la teoría literaria al uso, en adelante no me referiré al escritor marabino de hueso y carne, sino a su personaje, en particular, el protagonista de su reciente narración El príncipe negro (Lugar Común, 2011): Ángel Santander es el espécimen de marras, un escritor de Maracaibo que, como su admirado Vila-Matas, se obsesiona con el tema del suicidio. Y a medida que garabatea en un cuaderno sus “Notas de un hombre lobo”, poco a poco sufre una transformación más digna del actor Lon Chaney jr., que del novelista al que quisiera emular. Más que literalmente, Santander empieza a padecer de licantropía: “Saberse hombre lobo no es cosa de jactarse. Se lleva el padecimiento con el decoro posible, pero en los adentros duele la fatalidad”, escribe en su cuaderno.

Pero la fatal licantropía de Santander aparece como una sintomatología  tardía de otro padecimiento: la literatosis o enfermedad de la literatura.

 

Escribir para desaparecer

Norberto José Olivar en 2008 obtuvo el Premio de la Crítica a la Novela con una obra de género: Un vampiro en Maracaibo (Alfaguara, 2008). Más recientemente publicó Cadáver exquisito (Alfaguara, 2010, finalista del Rómulo Gallegos 2011) una novela biográfica del poeta Hesnor Rivera. Tanto en estas dos novelas, como en la que se comenta en estas líneas, Maracaibo trasmuta en una dimensión universal y múltiple, tanto, que da cabida para una historia vampírica. Y  es que para quien quiera verlo, la cuidad a orillas del gran lago agazapa rincones verdaderamente góticos.

En esa bruma arrebatada al género de terror europeo, y aclimatado al trópico implacable del Zulia, transcurren las noches del licántropo Ángel Santander, un escritor que fatiga sus obsesiones en un “cuaderno inútil”; medita sobre el suicidio y visita a los grandes autores que en la materia lo han precedido, no solo al escribir al respecto, sino quitándose la vida, literalmente.

Para Santander, la escritura puede ser un aplazamiento de la muerte, como también una forma de suicidio. Hay quienes escriben para desaparecer, y de ellos Santander va haciendo un necrológico inventario.

En torno al suicidio, no puede dejar de citar al más citado, Goethe con su Werther, hasta el poeta y rector de la Universidad del Zulia, Jesús Enrique Lossada, quien se quito la vida en 1948 según las notas inútiles consignadas.

El afán de este personaje que recorre la Avenida Bella Vista, vestido de negro y ausente del céntrico jolgorio de Maracaibo, continúa su muestrario fatal con aquellos escritores que nunca publicaron o más bien publicaron para desaparecer, explica que: “el abandono de la escritura es una forma de suicidio (…) Otro autor que me llamó la atención es Alberto Quero, me recuerda a Robert Walser porque, en cierta forma, escribe para desaparecer (…) Cada línea de sus relatos es una fórmula alquimista que lo va succionando hacia un mundo de ficción desde donde nos mira”.

La peripecia literaria, enfermiza y licantrópica de Ángel Santander, deriva en parodia, esa que encierra la gran paradoja de la literatura, ese arte que al decir de Jorge Luis Borges, “es capaz de profetizar aquel tiempo en que enmudecerá y de enamorarse de la propia disolución”.

El hombre lobo de Norberto José Olivar aúlla ante el abismo, ese que la narrativa contemporánea explora entre el horror y la seducción desde que Kafka formulara tan empinada cuestión con fraseo inolvidable: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”.

De cómo ocurrió tal metamorfosis se pregunta una y otra vez la literatura de 100 años hacia acá.