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Nostalgias cruzadas, por Jacqueline Goldberg

En diciembre correspondí a una amable invitación para ver Historias cruzadas, película dirigida por Tate Taylor basada en la novela de Kathryn Stockett. Prometí escribir. No lo hice. Debí hacerlo. Quería hacerlo. Pero es tarde, la película se estrenó, los medios están repletos de excelentes y muy desplegadas reseñas a las que si acaso podría añadir mi molestia ante el hecho de que el libro y la película se llamen en inglés The Help (La ayuda) y que por esas arbitrariedades de los traductores la película terminara denominándose en España Criadas y señoras y en Latinoamérica Historias cruzadas, éste último título fácil que inevitablemente se confunde con Vidas cruzadas de Robert Altman. Por otra parte —ahondando  en vacuas excusas— fui convocada a propósito de mi blog gastronómico y si bien la cocina es escenario de buena parte de la película, ni siquiera de ello puedo hablar: sería traicionar el asombro al que todo espectador tiene derecho.

El domingo, con el remordimiento aún hincado en el hombro, comprendí mi imposibilidad de escribir: lo que menos me interesó de la película —aunque me impactara— fue la subtrama coquinaria porque mi memoria se desbordó por otros meandros. No me criaron negras de Missisipi, pero sí colombianas que fueron a dar a Maracaibo por mil azares y a mi casa por otros tantos. Esas mujeres que hicieron de mi infancia vallenato, dulce de leche cortada, cumbia y carimañola, no padecían los tormentos de la segregación racial, pero sí la humillación que imponen la nostalgia y las distancias.

Todas las muchachas y señoras que hace varias décadas colaboraban con el trabajo doméstico de las familias de Maracaibo —y en su mayoría hoy— eran colombianas. Cruzaban la frontera con la promesa de esforzarse, hacer dinero, enviar encomiendas y un día emprender el retorno. Unas conseguían regresar con botines de cansancio; otras tan sólo volvían de vacaciones; a muchas se les iba la vida en un intento sisifinio de ahorrar y prometer viajes para unas navidades eternamente postergadas.

Los años sesenta en Maracaibo no eran los del sur de Estados Unidos ni mi madre jugaba bridge con las vecinas. Mis padres trabajaba de sol a sol, por lo que eran aquellas no siempre dulces colombianas las que sabían mis secretos, espiaban mis llantos y me enseñaban que después de correr una pierna podía quedar desconsolada.

Luz Mery era de Barranquilla, su primera hija nació en mi casa y fue apadrinada por mis padres. María era de Bucaramanga, enviaba lo que podía a vástagos que nunca le escribían y a los que lloraba más por costumbre que por dolor. Elvira era de un pueblo selva adentro cuyo nombre se perdía en los cinco días que significaba su viaje y por los que transcurrieron treinta años antes que volviera a ver a su familia, que primero la creyó muerta y luego un espanto surgido de las brumas del río.

Muchas de esas colombianas desaparecían de nuestras vidas como si los años, las noches de miedo y los centímetros ganados a las edades fuesen nada. No se despedían, mi madre no ofrecía explicaciones. A veces pasaba, simplemente, que si el lunes no tocaban la puerta, se daba por sentado que no regresarían jamás. Y así sucedía. No eran tiempos de Prestaciones Sociales ni reclamos ante el Ministerio del Trabajo. Tampoco de suponer que algo les hubiese ocurrido: que de pronto salieran volando; que se las llevara una llovizna de minúsculas flores amarillas o un diluvio de cuatro años, once meses y dos días. Incluso no se sabía a dónde iban los fines de semana, no se guardaba una copia de su documento de identidad, una seña que permitiera reencontrarlas, rogarles, devolverlas a nuestra reseca ignorancia. La intimidad acopiada era desechable. Pasaban quinquenios con nosotros pero no dejaban de ser desconocidas y sustituibles. Los niños nos quedábamos días llorando a quienes nos acunaron, nos aliviaron la lechina con plantas innombrables, nos enseñaron a desayunar escuchando a Diómedes Díaz: “No, no me la llames más, no me la molestes más / Mira que ella está estudiando tiene su novio y se va a casar”.

En fin, nada digo de Historias cruzadas, ni de sus magníficas actuaciones, ni de la importancia de resaltar las perversiones de los regímenes segregacionistas de otrora y del presente. Pero me queda la memoria revuelta —las historias ajenas terminan siendo siempre colectivas— y la pregunta ya irremediable de qué habrá sido de Luz Mery, María y Elvira.

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