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Historias del metro: Pecados, por Jorge Gómez Jiménez

Pecados

Ella sube al vagón con la expresión de condescendencia que adopta quien cree que no puede pasar desapercibido; viste un saco de hombre, un saco barato y viejo que le queda grande; carga un bolso desmesurado como el de un médico; luce en la boca un rojo fuerte y grasoso cuyo contorno ha ido derritiéndose con el sudor de las seis de la tarde; el cabello tiene la inconfundible forma de un peinado pero el desaliñado aspecto propio del trajín de seis días de antigüedad.

Ella espera que se cierren las puertas del vagón para levantar la mirada hasta entonces gacha; extrae del fondo de su histrionismo un gesto autoritario y simple que consiste en alzar el dedo índice y moverlo hacia los lados con el ademán de quien golpea una caja de cigarrillos; es este el momento en que su voz silencia las otras voces con el anuncio de que hoy, ese hoy que se extiende a través de los días como una monótona alfombra, ha venido a hablarnos del dramático avance del pecado en este hoy que es un día más de los últimos días.

Ella condena esa flaqueza del espíritu que conduce al pecador a ejercer su pecado como una travesura que el Dios Padre perdonará tras el sencillo protocolo del arrepentimiento; recuerda a su agobiada concurrencia que la cicatriz que en el alma deja cada pecado no será suprimida por el Blackberry ni por Internet ni por la arenita-playita; afirma que estamos en pleno Apocalipsis y entrega cual pruebas irrefutables los cataclismos de Chile, Haití y Japón, países perdidos por la plata, el vudú y la tecnología, respectivamente; alerta sobre el inminente peligro que se cierne sobre Venezuela, tierra de gracia cuya gracia se ha manchado de pecados tan imperdonables como, dice, la avaricia, la insensibilidad y la homosexualidad.

Ella cree, con san Agustín, que el pecado es amor de sí hasta el desprecio de Dios; así lo pregona por cuatro estaciones hasta que se despide de quienes están dentro del vagón y sale a predicar a quienes están fuera; gentes que de seguro están bien con Dios pero que piensan, como Buñuel, que el pecado es al amor lo que la sal al huevo, y así discurren sus días a través del drama y la alegría.

Escaleras mecánicas

Desde el principio, uno de los signos distintivos del Metro de Caracas han sido las escaleras mecánicas. Con su laberinto de espacios superiores e inferiores —cielos e infiernos de la cotidianidad capitalina— y su función primordial como el transporte que llevaría a los caraqueños al trabajo o a casa, el Metro es atravesado de arriba abajo por esta herramienta con la que hemos sostenido, por casi tres décadas, una relación de amor y odio.

Es justo decir que el amor vino primero. El pasajero que en plena hora pico entraba a una estación, agobiado por esa máquina de movimiento perpetuo que es la ciudad, encontraba en las escaleras mecánicas la ilusión de avanzar más rápido hacia su destino. Era sólo eso, una ilusión, pero tan tangible como la superficie metálica de los escalones móviles sobre los que se encontraba.

Luego vino el odio, cuando el aumento desmesurado de la población de usuarios empezó a hacer peso en las estructuras que conforman el Metro. Se hizo frecuente el lamentable escenario de las escaleras averiadas, desencantadas de ascender o descender, convertidas en escaleras comunes. O peor, porque las mecánicas tienen escalones más altos que las comunes, lo que las hace obstáculos difíciles para las personas obesas y para aquellas que ya han ascendido a ese atribulado nivel superior de la existencia que es la tercera edad.

Cuando funcionan, además, las escaleras mecánicas ponen al descubierto la desorientación de algunos usuarios y la falta de consideración de otros. Por los parlantes de las estaciones se suele recordar que, si se desea subir por las escaleras mecánicas sin mover un pie —que es, después de todo, el empleo para el que se supone fueron planeadas—, el usuario debe hacerlo por la derecha, de manera que quienes van con prisa puedan subir por la izquierda. Obviamente, hay gente que ignora completamente estas recomendaciones, convirtiéndose en una molestia para el resto.

En cualquier caso, no cabe duda de que quien más las disfruta es ese chico que juega el juego de subir por las escaleras que vienen bajando, desafiando la dirección predeterminada del mundo que tiene ante sus ojos.

 

Gente brecha

El Metro es el imperio de la cola. Se hace cola para comprar los boletos, para usar las escaleras mecánicas, para entrar a los vagones y hasta para salir de ellos. El caso es que, como todo espacio en el que abundan las colas, el Metro es también el imperio de la gente brecha.

El Metro no fue planeado para las colas. En sus primeros años era fácil entrar a los vagones; de hecho, uno viajaba sentado aunque fuera hora pico. No había colas, salvo las de las taquillas, pero en esos tiempos finiseculares funcionaban todas las máquinas expendedoras de boletos y para ahorrarse la cola bastaba con entrar a la estación llevando sencillo. Lo cierto es que, al aumentar la población de usuarios, pronto fue evidente que la otrora gran solución para Caracas no era propicia para hacer colas en ella.

Así que toda cola en el Metro es un obstáculo para el tránsito del resto de los usuarios. Quien entra a una estación con su boleto ya comprado, debe atravesar una cola para llegar al torniquete. Quien sale del vagón entre dos colas de personas que esperan entrar, debe atravesar una de ellas para alcanzar las escaleras mecánicas. Y en estos y en todos los casos en que una cola sea un obstáculo, el usuario la atravesará en el punto preciso en el que haya un espécimen de gente brecha.

La gente brecha es esa que siempre es escogida por los usuarios como el punto en que la cola puede ser atravesada. No importa que, al avanzar la cola, el espécimen cambie de sitio: invariablemente será escogido como la brecha por donde pasar. Tampoco tiene caso que el espécimen intente disminuir el espacio disponible acercándose más a quien tiene delante: quien desee pasar se detendrá ante él y, con una mirada reprobatoria, le hará entender que tiene que darle paso. Es inevitable: eres gente brecha y no puedes negarte a dar paso.

Sé todas estas cosas, por supuesto, porque yo formo parte de la gente brecha. Quizás sea mi fisonomía, o algo en mis genes que es percibido por los sentidos de quienes no son gente brecha. Los demás ven en mí el punto de quiebre de la cola y, créanme, no existe fuerza en este mundo que los convenza de lo contrario.