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Las palabras precisas, por Cristian Valencia

En una ranchería cerca de El Paraíso, en la Alta Guajira, le pregunté a un anciano wayú por la palabra que tenían en wayuunaiki para decir mesa. El hombre me miró con una seriedad que nada tenía que ver con esa pregunta tan inofensiva. Luego miró en dirección a la sierra de la Macuira y dijo:

-Mesa.

-Sí -dije-, mesa en wayuunaiki.

-Mesa.

-¿Mesa?

-Sí. Mesa.

Luego me explicaría que nunca tuvieron una palabra para decir mesa, simplemente porque en su mundo primigenio jamás existieron las mesas. Pero, cuando llegaron los blanquitos con sus mesas y sus palabras para nombrarlas, adoptaron unas y otras sin empacho y santo remedio sincrético.

Me quedé pensando en la posibilidad de que desapareciera de mi vocabulario la palabra mesa repentinamente. Y la cantidad de palabras que tendría que usar para nombrar algo tan sencillo. Supongo que, en un relato en donde unos personajes se sientan a la mesa, tendría que decir algo como: “Se invitaron a sentarse mutuamente frente a una superficie plana, levantada del suelo por unas patas largas, como un palafito, una especie de tabla entaconada…”. Y no siempre podría nombrar las mesas de igual manera, porque tendría que detenerme en su constitución, su forma, su manera de estar levantada, sus acabados; y tendría que hacer uso de la luz para nombrar sus opacidades. Tendría que pensar en la poesía del objeto para hacerlo comprender a los demás.

Luego de esto me quedé pensando en las palabras, en su existencia, en la capacidad de síntesis que tienen. Y deduje que nuestros idiomas son tan sucintos porque la velocidad de nuestro mundo es vertiginosa y no habría tiempo para otro tipo de interpretaciones de la realidad. Y comprendí, desde lo más profundo, el famoso poema de Borges: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa /y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’ “.

Mi amigo Hugo Jamioy, cierta vez que estábamos en Cartagena presenciando una poderosa aparición de la luna llena, se sintió un poco ofendido cuando le pregunté por el equivalente karmzá de la palabra Luna.

-Me la puso difícil, hermano -dijo-, porque nosotros no tenemos una palabra para nombrarla.

-¿Entonces cómo dicen Luna?

-Aquello que nos da la vuelta -dijo.

En karmzá se habla de esa manera. No hay una palabra para decir agua, por ejemplo, porque cuando hablan tienen que especificar de qué tipo de agua se está hablando: del río, cristalina, turbia, empozada, de una cascada, de un jagüey, de la llave, de lluvia, de mar: tienen tantas formas para decir agua como tipos de agua existen.

No tienen una palabra justa porque la razón de ser de su lenguaje es nombrar las cosas por sus propiedades, por sus efectos, por su poesía, como las hermosas formas que adoptaron los nórdicos en sus kenningar en donde, por ejemplo, la espada era la “vara de la ira”, el barco era el “potro de la ola”, o el río era la “sangre de los peñascos”.

La mayoría de pueblos indígenas tienen esa bonita forma de nombrar el mundo. Y cuando se intenta una traducción al español o a cualquier lengua occidental, el resultado es desafortunado casi siempre. Porque no logra captar el sentido poético de sus frases y se limita a una traducción literal que arranca toda la resonancia del discurso, toda su potencia. El resultado es tan negativo que uno creería que los indígenas son como niños aprendiendo a hablar, que desconocen las interjecciones, las preposiciones y las palabras precisas. Por eso, en el cine, los pielrojas, por ejemplo, hablan como tontos: “Tú matar búfalo, yo matar tú”. El motivo por el que todos los nativos del planeta son malinterpretados por nuestras lenguas tan elaboradas y precisas.

Solo quería dejar esa inquietud.