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Historias del Metro: Alguien que espera, por Jorge Gómez Jiménez

Por Jorge Gómez Jiménez | 6 de octubre, 2011

Alguien que espera

Poco antes de entrar a la banda mecánica que une las estaciones de Plaza Venezuela y Zona Rental, la muchacha me preguntó si era por ahí que se iba a Artigas. Le dije que sí, que estaba a seis estaciones de Zona Rental. “Yo fui hace tiempo, casi no me acuerdo”, agregó ya en la banda, como si necesitara justificar el olvido.

Miraba el reloj con insistencia. De pronto advirtió que seguíamos avanzando por la banda muy cerca el uno del otro; advirtió que yo advertí su constante chequeo de la hora. “Me están esperando en Artigas”. Ya en las escaleras que bajan al andén me dijo con expresión desilusionada: “Ay, está lleno”.

En efecto, el tren estaba allí, resoplando como una bestia amable, repleto de gente pero aún con sus puertas abiertas. “Vamos por aquí”, le dije al fin en el andén. En uno de los vagones conseguimos apenas el espacio suficiente para entrar los dos y asegurarnos de que no nos caeríamos cuando el tren arrancara. Después de que se cerraron las puertas, la muchacha volvió a mirar el reloj.

Entre Nuevo Circo y Teatros empezó en algún momento a extender su cabeza hacia atrás. Al principio creí que intentaba que la corriente de aire acondicionado le refrescara el cuello, pero pronto quienes la rodeábamos nos dimos cuenta de que era un desmayo. La agarré antes de que cayera al suelo, justo cuando el Metro abrió sus puertas en Teatros.

Logré sacarla a duras penas, pues nadie se movió a ayudar. La ciudad nos enseña a no meternos en lo que no nos importa. La recosté de la pared del andén y una mujer le puso en la boca un caramelo de menta, mientras alguien dentro del vagón tocaba la alarma una y otra vez. Pasaron más de dos minutos antes de que apareciera un empleado del Metro, uno que caminaba como si estuviera en el casting de un concurso de modelaje, y que no parecía demasiado interesado en ayudar a la muchacha.

Volví al vagón y di una última mirada. El empleado ya estaba en cuclillas delante de ella y le preguntaba algo. Ella miraba sin mirar. Las puertas se cerraron entonces y el tren se puso en marcha mientras tres estaciones más allá, en Artigas, alguien estaba a punto de ponerse impaciente.

Los jugadores

El más pequeño iba a la zaga del grupo, cabeza gacha, la mirada muy atenta a varios boletos Multi Abono que pasaba entre sus dedos con habilidad de prestidigitador. Ninguno de los cuatro aparentaba más de quince años. Llevaban franelas con rayas, shorts y cachuchas, y todos —excepto el de los boletos— cargaban unas enormes raquetas de tenis.

Esperaban en el andén con esa cháchara divertida de chamos de Caracas, de rápidos altibajos y carcajadas amarillas. El tamaño y la agilidad les permitió colarse entre la gente cuando llegó el vagón. Las estaciones terminales del Metro guardan la promesa de que habrá puestos, pues en ellas deben bajarse todos los pasajeros; aun así hay que darse prisa, y estos chicos lo sabían. El premio a su velocidad fue que pudieron sentarse juntos; más lerdo, con menos arrojo, yo tuve que conformarme con hacer de pie el trayecto.

Los tres mayores se pusieron sus raquetas en las piernas a modo de mesas, mientras que el más pequeño se guardó los boletos en un bolsillo del pantalón y del otro sacó unas barajas de esas comunes, con reyes multicolores, de esas que al ponerse viejas muestran unas venas blancas que les aportan un rictus lamentable. Después de revolverlas, se puso a repartirlas con pericia; como no había traído su mesa, jugó con las barajas sobre el pantalón.

En algún momento uno de los pequeños tahúres dudó, retardando el curso de la partida, y otro lo apuró con insolencia. No soy buen entendedor de los juegos de cartas, así que no puedo contar lo que ocurrió. Pero cuando el tren partió de la tercera a la cuarta estación, el juego terminó entre carcajadas y uno de los mayores resumió su éxito con una frase: “¡Qué marruñecos son ustedes!”.

Entonces todos vieron al pequeño, que con expresión resignada sacó de su bolsillo el mazo de boletos. Sin mirarlo a los ojos, lo entregó al fanfarrón ganador, pero después de un conteo rápido éste extendió la mano y exigió: “Dame el que te dejaste escondido ahí”. El chico accedió, las puertas del vagón se abrieron y el fanfarrón salió sin despedirse, con la raqueta bajo el brazo y todos los dientes del mundo asomados en la sonrisa.

La criatura

¿Qué es lo que nos hace sonreír, con expresión enternecida —y en muchos casos embobada— ante la presencia de un niño? ¿Es acaso el recuerdo de nuestra infancia, el recuerdo de nuestros hijos, o es sólo, y en virtud de quién sabe qué atávico caldo sentimental, una predisposición natural de la especie humana que lleva a los individuos adultos a ponerse tiernos o protectores cuando ven los incipientes gestos de un recién nacido?

Yo creo saber la respuesta a estas preguntas, y creo que es mucho más simple: nos ponemos tiernos porque sabemos que no son hijos nuestros.

Es hora pico y subo en Zona Rental a un vagón atestado de personas. Un lamentable error me hace dirigirme a la puerta incorrecta, la que se abrirá al llegar a cada una de las seis estaciones que me separan de La Paz. El tren arranca rumbo a la primera, Parque Central; la puerta de la que estoy recostado se abre y una manada aborda a codazos el vagón.

Entre los nuevos pasajeros viene una muchacha con un bebé en brazos. A través de empujones y olores diversos, la chica se hace de un lugar cerca de uno de los tubos, un reducto que es al menos aceptable cuando no se encuentra puesto. De inmediato el cachorro ejerce su fascinación sobre los adultos, que lo miran haciendo morritos y otros gestos acordes con la circunstancia.

El tren llega a la segunda estación, Nuevo Circo, donde otra manada espera para entrar sin compasión. De pronto, quizás impelido por los trompicones, se activa el apenas inaugurado aparato fonador del niño. Primero es un llanto leve y asustadizo, una vocecita en llovizna que arranca aun más expresiones de embeleso. Pero se cierran las puertas, el tren inicia su recorrido hacia Teatros y la multitud hacinada lleva a la chica a cargar a su hijo en una posición incómoda. A mitad de camino el llanto del pequeño acalla el rumor de los pasajeros y se convierte en un aguacero que borra cualquier ternura.

Y aquí estoy, varado en Teatros, donde he debido bajarme para conservar la cordura. Ya he dejado pasar otros dos trenes que venían más hacinados. Al próximo entraré a como dé lugar, y ojalá no vaya en él ninguna criatura.

Jorge Gómez Jiménez 

Comentarios (8)

Jonathan Seckermann
6 de octubre, 2011

Reí con esos relatos… Cuántos cuentos uno puede narrar de el Metro de Caracas 😉

Reina Rosales
7 de octubre, 2011

Muy bueno el artículo. De verdad que uno en el metro se consigue mil historias y todas son interesantes y tan diferentes como somos los seres humanos entre sí. Me gustó mucho. Saludos.

Sydney Perdomo Salas.
7 de octubre, 2011

¡Buenísimo!, y es que éstas cosas no solamente se ven en el metro, sino que también podemos vivirlos en cada trasporte colectivo del país -jajaja- 😀

¡Saludos y mis respetos sinceos! 😉

Jorge Gómez Jiménez
10 de octubre, 2011

En efecto, Jonathan: cada día, cada viaje, trae nuevas historias.

Reina, gracias por tu apreciación. Como toda instancia en la que se cruzan miles de personas, el Metro provee de miles de historias.

Así es, Sidney. Incluso en los aviones. Si volara con más frecuencia podría hacer unas “Historias de Maiquetía”, pero no. 😀

Germania Cedeño
11 de octubre, 2011

Excelentes crónicas, Espero que nos deleites con más. Hubo una época no muy lejana, en la que uno tenía la oportunidad de conseguir puesto y desde allí, agazapada en un rincón, observar el caleidoscopio de personas que entraban y salían del vagón, tratando de adivinar sus vidas, sus historias, escuchar sus conversaciones entrecortadas y de pronto maravillarse al darse cuenta de que se estaba ante una escena única, irrepetible y fugaz.

Jorge Gómez Jiménez
13 de octubre, 2011

Germania, siempre hay más. En Prodavinci estoy (con mucho gusto) publicado estas crónicas de tres en tres, cada tres semanas. Las escribo sin conseguir puesto; de hecho, quizás escriba una sobre la última vez que conseguí puesto. 🙂

roko
30 de noviembre, 2011

Jorge, ¡muy buenos pana!

Alix Rosales
3 de febrero, 2012

Jorge, tengo citarte, porque has renovado el sentir sobre metro como lo experimentamos en los años 80′:” era tan hermoso que no nos lo creíamos”. Cada vez que la gente entraba por cualquier boca del metro, cambiaba ipso facto, su educación se elevaba, sus modales se refinaban. Sentado o de pie su actitud respetuosa era sin parangón. Era otro mundo, que tristemente ya no es…y por lo veo de las nuevas generaciones, no será más. Saludos, es un placer leerte.

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