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El mentiroso de Bagdad, por Salvador Fleján

Por Salvador Fleján | 15 de septiembre, 2011

Cuando estaba en el colegio yo solía ser más imaginativo que mentiroso, cualidad  que ahora que he pasado  los cuarenta he comenzado a añorar.  Mi primera gran mentira estuvo asociada con un regreso a clases por el ya lejano año 74. Aquella mañana a nuestra maestra no se le ocurrió mejor idea para romper el hielo con sus nuevos alumnos que interrogarnos, uno a uno, sobre nuestras recién disfrutadas vacaciones.  Mis vacaciones escolares, por demás, eran una mezcla de modorra existencial, grandes dosis de Toddy caliente y toda la programación de los canales nacionales de la época.

En realidad yo no tenía mucho que contar, salvo que me preguntaran por los últimos lances de Don Diego de la Vega o me pidieran opinión sobre el ambiguo romance entre Trixie y Meteoro. Mis compañeritos de clase, por el contrario, narraban aventuras con paseos en lanchas, visitas a islas misteriosas y piquitos con primas lejanas. No la iba a tener fácil cuando me llegara el momento de contar mis vacaciones televisivas. Sin embargo, de la propia televisión vendría mi salvación.

El domingo anterior a mi regreso a clases, uno de los canales había repuesto por millonésima vez “El ladrón de Bagdad”, una peli de los años 40 protagonizada por el mítico Douglas Fairbanks. Aquella historia, sacada de Las mil y una noches, era un espectacular derroche de fantasía, con alfombras voladoras, genios y lámparas mágicas. Fue entonces, cuando se acercaba mi turno, que se me ocurrió echar mano de una historia inspirada en el film de Fairbanks.

A la maestra le costó un poco al principio creer lo del viaje a Arabia. Sin embargo, el argumento de mi apellido aderezado con  un mal construido árbol genealógico que partía de mi abuelo jordano le dieron un poco de solidez y fiabilidad a la historia. Recuerdo que en el cuento paseaba en camello, dormíamos en tiendas, visitábamos mezquitas y comprábamos artículos árabes en los bazares. En un alarde de veracidad le dije a mi maestra que mis padres habían decidido comprarle una sortija de esmeralda y que se la tenían guardada. Yo estaba tan embebido en mi propia exageración que en ningún momento tomé conciencia del problemón en que me estaba metiendo.

El día de clases terminó sin mayores eventos hasta que mi mamá pasó a recogerme al mediodía. Apenas la maestra la vio entrar al salón se le acercó obsequiosa y se la llevó aparte. En ese momento me provocó desaparecer en una alfombra voladora. Minutos después ya estábamos en el carro, yo con las orejas calientes producto de un ejemplarizante templón y mi mamá roja de la pena.

En estos días me di cuenta de que cada vez que voy a decir una mentira las orejas se me calientan. Un trauma infantil, supongo.

 

Salvador Fleján 

Comentarios (8)

Generación Perdida
15 de septiembre, 2011

Excelente cuento!

Federico Vegas
15 de septiembre, 2011

Excelente,sí, y el cuento es de las pocas cosas que mientras más reducido mejor, pero confieso que me hubiera calado con gusto el embuste completo, de punta a punta, comenzando con el niño poniendo cara de fastidio y diciendo: –Otra vez tuvimos que ir a Jordania y visitar a la tía que vive en el oasis…

sandra
16 de septiembre, 2011

Felicitaciones al autor, hermoso y divertido cuento, ¿no tiene publicados otros?

Miguel Patiño
16 de septiembre, 2011

Una vez más.. sabroooosa escritura… ¿Dónde consigo tus libros? si es digital mejor pero para comprarlos y no para copiarlos… Un abrazo autor

Jaime
16 de septiembre, 2011

Aquí pueden leer varios textos de Salvador Fleján: http://prodavinci.com/author/salvador-flejan/

Alfonso Tusa
16 de septiembre, 2011

Muy bueno Salvador. Maravillosas imagenes de una época especial (la niñez)

Elissa
18 de septiembre, 2011

Refrescante y agradable lectura

Daniel Sanchez
26 de septiembre, 2011

Amigo Salvador, no se imagina usted como he evocado mis aburridas tardes de vacaciones con su cuento. Muchas gracias.

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