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París es mucho más que una fiesta, por Karl Krispin

La llegada al aeropuerto de Maiquetía es siempre la misma: lo que cambian son las sorpresas internas y el humor de los funcionarios. Esta vez se perfilaba un ambiente hostil, guardias curiosos que me preguntaron más de la cuenta por mi profesión, como si una respuesta cambiara las cosas o los oficios garantizaran algo. A ninguno le dije que era escritor, desempeño poco confiable y provocador. Contesté que era profesor, actividad a la que los funcionarios creen inocua y hasta un estimable servicio.  Antes de entrar al avión, tengo que sortear al último de estos malhumorados que me increpa que si conozco a alguien en el sitio que visitaré, lo que invalidaría buena parte de las salidas al extranjero. Mi respuesta es dolosamente ambigua y el uniformado me contempla con ojos superiores. A la mitad de los pasajeros la han hecho vestir unos chalecos de polietileno amarillo para descartar alguna presencia sospechosa en el equipaje.  En mi anterior viaje, a Aruba, fui cortésmente designado para lucir el adminículo plástico y bajé a la bodega donde entre perros antidrogas e inspectores poco conversadores, escudriñaron mi valija con guantes de látex.  Finalmente el arrogante me entrega mi pasaporte y entro en el avión. El próximo pasillo que camine será el del aeropuerto de París.

Es un Airbus A310 sin nombre propio. Air France no tiene la simpática costumbre de nombrar sus pájaros del aire. Cuando despegamos, he olvidado para siempre los ladridos del aeropuerto. El Charles de Gaulle es un poco confuso. Por primera vez me pierdo en la terminal. Termino saliendo a buscar mis maletas en el sitio equivocado y recibo un pase para volver a mi correa original.  Los alrededores de los aeropuertos se parecen entre sí, lo son a su manera, me digo recordando las primeras frases de Ana Karenina. Los autobuses son los mismos  y la autopista avanza entre canales idénticos. Lo mismo podemos estar en Londres, Bogotá o Frankfurt. Los pasajeros del bus son casi todos escandinavos y nadie le habla a nadie en el trayecto.

A medida que nos aproximamos a París crece mi emoción. Tengo diez años sin volver a ella. La ciudad produce adrenalina y gozo como en ninguna otra. El bus se detiene en la Plaza de la Estrella y surge el imponente Arco de Triunfo. Luego lo visitaré para buscar como cualquier venezolano el apellido de Francisco de Miranda labrado en piedra para la eternidad. El cambio de guardia y las placas a la recuperación de Alsacia y Lorena me hacen compartir a ratos el grave nacionalismo francés.

Mi hotel lo había solicitado previamente a través de Lonely Planet. La ventaja de estos portales es que el precio final resulta mucho más atractivo y se ahorran unos buenos euros en el camino. Busqué mi hotel por su ubicación cerca del Campo de Marte y la Tour Eiffel: un sitio sin pretensiones, cómodo, bien situado, Eiffel Rive Gauche, con dos dudosas estrellas en el número 6 de la rue du Gros Caillou a un costado de la avenida de la Bourdonnais. Ingresé en mi habitación, tomé un baño y salí a patear de inmediato la ciudad. La expresión patear nunca fue más exacta: caminaba más de 3 horas a diario durante la semana que estuve y hasta inauguré ampollas en los pies.

Mi primer desplazamiento fue hacia el Campo de Marte y a la incomparable, única, extraordinaria, Torre Eiffel. El clima del 25 de agosto de 2010 estaba fenomenal y una baja de temperatura apareció por esos días. De hecho París de Francia llegó a marcar la nada veraniega temperatura de 8 grados centígrados en una de las madrugadas. Pese a su simbología de gran icono turístico, no obstante que los viajeros de la aldea global muevan sus obturadores para fotografiarla y apoderarse de ella en formato digital, resiste el intento de reducirla a lo meramente convencional. Es uno de mis símbolos urbanos favoritos porque retrata la forma en que una nación se plantó con orgullo a construir el futuro. Es la Francia de los ingenieros, de los ferrocarriles, de los trazados planimétricos del barón de Haussmann, de las ferias internacionales. Sobre nuestro alejadísimo río Cuyuní en la ruta al sur cuelga uno de los puentes de Eiffel, un pedazo remoto de modernidad.

Los puentes de París han merecido películas, canciones, referencias literarias. Cortázar, Bryce, por citar a los nuestros nos han llevado por el Pont Neuf, el más senil, desde 1578, o por el Pont de l´Alma. Son unos 25 puentes que atraviesan el río de modo que hay para escoger. Las vistas de las orillas del Sena son patrimonio de la Humanidad de acuerdo a la UNESCO. Mi favorito es el Alejandro III en la vía hacia el Grand y el Petit Palais.  Lo atravieso y su contundencia estética me hace pensar que algo muy importante va a ocurrir de un momento a otro. Lo único tremendo que termina sucediendo es que llego al Petit Palais donde se anuncian los últimos días de la exposición de la colección artística del maestro Yves Saint Laurent. Continúo hacia los Campos Elíseos y la avenue Montaigne donde figuran las mejores tiendas de moda del universo sideral. Allí se encuentra el Plaza Athenee donde Alain Ducasse mira el mundo a través de sus tres estrellas Michelin. La vía es luminosidad y lujo sin tregua. Se estacionan frente a las puertas de los modistos más archi solicitados del planeta automóviles cuya carrocería brilla como la seda y bajan a toda prisa las luminarias de la villa planetaria. Cuando paso frente a Dior, veo a Shakira en su vestíbulo. Las mujeres de París lucen como las más guapas de la historia. No creo que mis retinas me estén jugando una mala pasada porque todas caminan haciendo de la calle un desfile, embutidas en sus apetecibles faldas como si tuvieran una cita con el agente del fashion para una foto de inmediato. Me apoltrono en Fouquets (2 y medio tenedores según Michelin), ordeno mi primera hamburguesa parisina, pommes frites y una jarra inmensa de cerveza 1664. La terraza deja ver a las parisinas, las europeas, las indias, las azerbaijanas, las árabes, las asiáticas, las magrebíes, las nórdicas, las orientales. Transcurre la hermosura de nuestro estupendo planeta. Pasarela con elegancia del primer y los muchos mundos.

El número 29 de la avenue Rapp, calle cercana a mi hotel, contiene una especial edificación art nouveau del arquitecto Jules Lavirotte que ganó en 1901 el concurso de fachadas de la ciudad con un falo escondido en su diseño.  En la noche busco un taxi frente al inmueble ornamentado que me conduzca a un restaurant que consigo en la Guide Michelin: Le Bistrót de Paris. Secretamente tenía el deseo de ir a la Brasserie Lipp a engullir una pantagruélica casoulette. María Sol Pérez Schael me había disuadido de hacerlo cuando le escribí de Caracas solicitándole recomendaciones gastronómicas actuales. Mi hermana Trina igualmente me insiste en otros lugares. Al abordar el taxi, llego al tal Bistrot y está cerrado (en París es conveniente cerciorarse por teléfono, como en todos lados, si el sitio está efectivamente abierto) y le comunicó al conductor que me traslade a Le Procope. Coincidencialmente, al entrar en el Boulevard Saint Germain, el parisino me advierte con convicción: “Si usted quiere verdaderamente comer bien, olvídese de Le Procope. En frente tiene a mi favorito: la Brasserie Lipp”. Le hice caso a pie juntillas. El plato del día de ese jueves era la casoulette. Como la comí con devoción y no dejé ni el recuerdo, el mesonero de Lipp, un simpático obeso que podría ser el protagonista de una serie de detectives con los fogones como centro de la sospecha, se acercó y me soltó un Bravo! Nunca el azar fue mejor atendido. La práctica de mi viaje atendió a tres propósitos: caminar la ciudad, comer y visitar museos. Y los digestivos los tomaba en un sitio adicional. De modo que al salir de la Lipp, crucé la calle y me dirigí al Café de Flore para un expresso y una Poire Williams.

Quería visitar algunos restaurantes históricos como La Closerie des Lilas, La Coupole,  y la Braserie Lutetia. El hecho de estar en La Closerie, un establecimiento en el que André Breton rompió definitivamente con Tristan Tzara, Lenin jugaba a las damas, Hemingway lo reconocía como su único café de la ciudad  y al que Guillaume Apollinaire llevaba su cuaderno de notas y Alcoholes, hacen que su visita se disfrute por lo que alguna vez lo rodeó. El restaurant ni siquiera aparece hoy en La Guide Michelin al igual que tampoco lo hace La Coupole y mucho menos el alguna vez afamadísimo Chez Maxim´s. La guía es estricta y la inclusión se realiza sobre la base de la calidad de la comida, el establecimiento y la atención. La pátina de la historia desaparece en este ejercicio de auscultación gastronómica de nuestros días. Además, la decoración art noveau de la Closerie de Lilas es un motivo adicional para alcanzarlo: no pueden dejar de visitarse los baños que por sí solos son una hazaña decorativa. El menú fueron los tournedós de canard au piment d´Espelette haricots tarbens au chorizo (Tournedos de pato con pimienta de Espelette y frijoles con chorizo).

La Brasserie del centenario Hotel Lutetia está en el Boulevard de Saint Germain y su restaurant, decorado por Slavik y Sonia Rykiel, está capitaneado por el chef Phillipe Renard.  El hotel fue ocupado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial para servir de asiento a la Abwehr, el servicio de inteligencia del Ejército. Allí pedí : Gazpacho de pasteque au poivre de Tasmanie (Gazpacho de melón con pimienta de Tazmania), Carre de cochon basque au chorizo et a la moutarde, pomme roseval aux girolles parfumees au certeuil, (Carré de cochino vasco con chorizo ​​ y a la mostaza con aroma de manzana Roseval) acompañados de la infaltable 1664.

La Coupole en Montparnasse también es tratada con desdén por la Michelin. Allí cuando se llega y se pide mesa hay que esperar a ser ubicado. Se reparten unos boletos con nombre de compositores. Cuando llamaron a Charles Gounod, supe que tenía mi sitio. Mi elección fue de gastrópodos, los mismos de los que Julio Camba destaca que entraron en la gastronomía por hambre y necesidad porque a primera vista a quién se le ocurriría comerse ese animal baboso refugiado en una concha: selección de escargots, luego una variedad de ostras acompañado por un Bestheim de Alsacia. A la salida enfilé hasta La Rotonde, el sitio de los residentes del Bateau-Lavoir (1 tenedor de la Michelin) para el expresso y el Calvados. Otro de los sitios que visité fue La Mediterranee, uno de los favoritos de Adriana, (2 tenedores de la guía Michelin y vajilla diseñada por Jean Cocteau) para la Boullabaise con un blanco Sancerre. Aquí pedí postre, cosa que nunca hago, una Brioche Perdu que consistía en el bollo dulce frito con higos y helado de queso de cabra. Para finalizar, un digestivo de alto vuelo, Prune de Pouillac.  Por supuesto París está plagado de restaurantes extraordinarios que no requieren estrellas o tenedores de cualquier guía que califiquen su oferta gastronómica. En la ciudad se come apetitosamente bien en cualquier esquina, hasta ordenando una crepe azucarada en un local callejero. Dos de esos sitios anónimos son el Café Central y Les Fontaines.

Según  la última edición de la Guía Michelin, los restaurantes parisinos con 3 estrellas Michelin, vale decir con una cocina excepcional que de por sí justifica el viaje son sólo diez: Alain Ducasse en el Plaza Athenee, L´Ambroisie a cargo de Bernard Pacaud, Arpege con su chef Alain Passard, Astrance de Pascal Barbot, Le Bristol, Guy Savoy, Ledoyen, Le Meurice, Pierre Gagnaire y Le Pré Catelan.

Los museos de París exigen una vida entera para familiarizarse con ellos con precisión, para hurgar entre sus tesoros. Naturalmente, ir a un museo de la dimensión del Louvre requiere escoger las salas que se visitarán a excepción de la mentalidad turística que aspira a abarcarlo todo y a decir, con un orgullo que bambolea entre lo cándido y desmesurado, que “se lo recorrió todo”. Para no culebrear entre lo anterior decidí andarme por la sala flamenca y la de la escultura clásica. De alguna forma, este como los restantes grandes museos los venimos siguiendo en las páginas de los libros y al llegar a ellos, decidimos qué “laminas” queremos conocer en vivo.

El Musee D´Orsay, una antigua estación ferroviaria destruida durante la revuelta de la Comuna en 1870 (fecha histórica en que Víctor Hugo hace finalizar sus Miserables) es mi establecimiento favorito de la Ciudad Luz. Su colección está dedicada al siglo XIX y al XX y recorrer sus generosos pasillos es encontrarse con un capítulo supremo de la historia de la creación. Para que se entienda lo que es, basta decir que es una gloria y tiene un restaurant que muchas publicaciones incluyen como uno de los clásicos estéticos de la ciudad, regiamente montado y con un menú económico. Fue abierto en 1900 y decorado recientemente por el arquitecto Jean-Michel Wilmotte. Uno realiza su Dejeuner sur L´Herbe, que está en el museo por cierto, pero en este salón que parece el de un palacio acomodado. Solicité un carpaccio de Bresaola y una mousse de gorgonzola.

Les Invalides tiene al emperador Napoleón como su huésped post-mortem. Impresiona la dimensión megalómana del catafalco. Cuando Inglaterra quiso de veras hacer las paces con Francia, la reina Victoria visitó la monumental iglesia e hizo que el príncipe de Gales se arrodillara ante el sepulcro del corso para sellar la primera de las Entente Cordiale en época de Napoleón III. La Realpolitik hizo al sobrino y a la soberana hacerse de la vista gorda no sólo de Waterloo sino de Santa Helena. Es un sitio que no sólo sirve para la posteridad de Bonaparte sino que sus clásicas estructuras relacionan en piedra las conquistas de toda índole de su régimen. Los vitrales agregan la flor de lis y cada vez que se abren o cierran las puertas de acceso,  el eco registra un ruido idéntico a un disparo de cañones. El emperador no podía estar más a gusto en sitio alguno. Contiguo queda el Museo de L´Armee para quienes gustan de los adminículos militares.

Muy cerca de Les Invalides ingreso al museo Rodin, erigido en la casa que sirvió de residencia al genial escultor y en la que el poeta Rainer Maria Rilke empeño sus funciones de secretario con la excusa de escribir un libro sobre él. Hay quienes han señalado que el artista enseñó al poeta a asumir la obra de arte como si se tratase de una experiencia religiosa. La casa acoge parte de sus irrepetibles esculturas y un jardín donde provoca dedicarse a la holganza. Esos monumentos para siempre son, entre otros, Los burgueses de Calais, El pensador, Balzac, Ugolino, La sombra y la sobrecogedora Puerta del Infierno. Dos museos adicionalmente completaron mi semana: el Jeu de Paume y el Musee de L´Orangerie, ambos en la plaza de la Concordia. El primero está dedicado a exposiciones de arte contemporáneo y el segundo es el recinto sagrado que contiene Las ninfeas de Monet. Igualmente muestra la colección de Walter Guillaume con sus Renoir, Rousseau, Cezanne, Modigliani, Matisse, Picasso, Utrillo, Derain y Soutine. Para quedarse sin recuerdo de voz, mudo de la emoción.

El Centro Pompidou estuvo en el diseño de mis visitas. Con decepción patriotera reparé que el gigantesco Soto del que nos ufanábamos los venezolanos ya no colgaba en su vestíbulo. Su colección da cuenta de los comienzos y lo último de la modernidad y postmodernidad. El último piso exhibía una exposición de mujeres artistas de distintas latitudes, consumadamente antifalocráticas. La complejidad del Pompidou lo hace una referencia mundial por la diversidad de los artistas allí representados.

Los cementerios son un reflejo de la historia de la ciudad. En ese sentido, llegarse al Pere Lachaise desentraña la relación de sus habitantes y de sus ciudadanos ilustres. Ese día el cielo se encapotó, el día se transfiguró en una atmósfera plomiza, propia para ir de camposantos. Dos  personajes concitan el interés mayoritario de los viajeros: Oscar Wilde y  el cantante del grupo The Doors, Jim Morrison. Los grupos buscan en su entrada la relación de los sepultados con una emoción que imita los momentos previos a un concierto de rock. La del autor de la “Balada de la cárcel de Reading” se ha convertido en verdadero fetiche del turismo funerario y ha sido intervenida por toda laya de vándalos que han dejado sus firmas y garabatos, como antes se cincelaban corazones en los árboles. Al decir de Paul Desenne, parece “un pisapapeles en el escritorio de Isadora Duncan”. En las veredas que conducen hasta ella comprobé que se trataba de un verdadero peregrinaje.  Fui a la tumba de Federico Chopin, modesta si se quiere, pero llena de flores y contemplada por un grupo en estado de recogimiento. Daban la impresión de ser los deudos de una compungida cofradía recién enterada de la partida del maestro. Cerca del polaco está el sepulcro del pianista de jazz, Michel Petrucciani. El músico Paul Desenne ha escrito el mejor relato sobre el Pere Lachaise que he leído. Urjo al lector no descuidar su lectura. (http://www.revistanumero.com/36pere.htm)

Caminar por la ciudad es un ejercicio de esplendor. Sus parques, el Jardín de Luxemburgo, las Tullerías, sus pequeñas iglesias como Saint Gervaise, Saint Paul, Saint Louis, La Madeleine, St. Germain-des-Pres, el Marais con su incomparable Place des Vosges en la que vivió Hugo, la Place Vendome, la Bastille, la Place de la Contrescarpe que linda con la rue du Cardenal Lemoine residencia de Hemingway, la Rue du Bac, con sus tiendas de ultramarinos y la Grand Epicerie. Aprecié especialmente la guiatura de mi amiga la escritora Helena Arellano.  Sus bulevares como el Raspail, el Sebastopol, Montparnasse, dan excusa para no terminar nunca de curiosear sus recodos. En una de estas caminatas terminé en Notre Dame y se celebraba la misa dominical con coros. Terminada la ceremonia, se abrieron los portones principales de la catedral en un momento de categoría cinematográfica con el sol de la tarde de verano. A la salida divisé las gárgolas y otras travesuras esculpidas de las que el esotérico Fulcanelli tradujo todo su lenguaje críptico. París bien vale una misa. Después de esa salida triunfal, crucé la isla para terminar en Shakespeare and Co., la legendaria librería de Silvia Plath en la que hormigueaban visitantes de todo el mundo para tener un pedazo de aquella generación perdida.

Las frases grandilocuentes son sólo eso, grandilocuentes. Pero una de ellas describe esa ciudad abundante a la que tanto le han asignado lugares comunes y prejuicios (por ejemplo, el que los parisinos son antipáticos como si se tratase de una masa que se hubiese puesto de acuerdo para cometer chocancias. En lo personal, encontré a todo el mundo de excelente humor y muy colaboradores con el forastero). Víctor Hugo dejó escrito: “Poned el oído sobre la plaza de la Concordia y oiréis latir el corazón del mundo”. La frase nos remite a un motor en movimiento, un engranaje de muchos. Qué es esta ciudad sino eso: un mecanismo de optimismo, una máquina productora de felicidad.