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Harry Potter: la magia de la prudencia, por Willy McKey

0. Ser sabio no es suficiente. Desde que Aristóteles enunció la idea de la phronesis (Φρόνησις) en la Ética a Nicómaco, la noción de un “conocimiento práctico” se articuló en contraposición a la sabiduría a secas, a la sofía griega. La palabra viene de phroneo, que podría traducirse como “entender”. Pero la lectura que acá nos interesa es la que los romanos hicieron derivar en prudentia. Para los romanos prudentia también significaba conciencia. Antes que un juicio, era una habilidad: la virtud de entender cómo y por qué y con cuáles intenciones actuar a la hora de hacer que nuestra vida mejore.

Hoy, las moralejas han abandonado la simpleza de las fábulas de Esopo. Siguen siendo las mismas, pero ahora la “actitud ejemplar” del héroe no reside en la simple resolución de un conflicto, sino en la posibilidad de madurar ante nuestros ojos —literalmente— y “entenderse” sin la hibris aquella que tanto complicó a Aquiles en la Guerra de Troya.

Los héroes —así como sus creadores— han descubierto la magia de la prudencia.

1. ¿El héroe prudente o el mago liberal? Cuando los héroes de las películas para público infantil —una categoría que podríamos empezar a poner en entredicho— tomaron volumen y pasaron a tener tres dimensiones, la manera de relatar el heroísmo y sus hasta entonces dicotomías típicas también se vieron afectadas. Es lógico que esos cambios hayan rebosado el mundo del dibujo animado hasta alcanzar al héroe de siempre, al de las historias noveladas y las películas tradicionales, esas con actores y camarógrafos. Pero, en especial, ha afectado a aquellos que se instalan en la cultura popular desde la utopía comercial del personaje de ficción: el libro convertido en película.

El ejemplo contemporáneo del nuevo héroe instalado en la cultura de masas —y que durante muchos años se mantendrá como referente— es Harry Potter, el estudiante de magia creado por J. K. Rowling y rechazado por una docena de editores que ahora seguramente están más atentos a lo que les pasa por las manos.

¿Cómo es que la figura de Harry Potter puede encarnar la idea de un héroe prudente, relacionándolo con la noción de metahéroe que hemos venido mencionando? Pues por un elemento que J. K. Rowling toma de su tradición literaria: la formación previa al ejercicio del destino, propia de la novela artúrica. Acá la contraposición entre la leyenda y la fama, siendo ambas consecuencias tradicionales del reconocimiento público: todos en Howarts creen saber quién es Harry Potter, mientras que Harry Potter creer saber quiénes son aquellos que encontrará en el colegio mágico durante su formación. Así, nuevamente el protagonista acaba siendo un miembro más de un equipo complejo donde él sólo tiene el protagonismo narrativo, pero cuya formación y desempeño depende de cuanto pueda aprender de aquellos con quienes convive en su paso Howarts. La prudencia reside en que durante este recorrido —como sucede en El Señor de los AnillosLa Guerra de las Galaxias e incluso en los evangelios cristianos—, es el propio Harry quien decidirá hacia cuál región moral decantará sus talentos.

De esta manera, si bien los héroes animados han puesto en tensión la idea del “destino”, en Harry Potter aún queda un remanente de la posibilidad de un fatum, de un fin específico que parece estar escrito. Un remanente, digo, porque el camino de Potter se mezclan curiosamente esa tradición bretona (y cristianísima) del héroe que supera etapas hasta hacerse adulto —que se remonta a los mitos celtas— con los nuevos valores que el pensamiento europeo asocia con el éxito: la formación académica, el mérito, la especialización. La consecuencia es actual: Harry Potter es un (meta) héroe cuyo destino no sirve de nada si no supera una formación específica, incluso con maestros que luego se confiesan abiertamente malvados.

Sin embargo, algo mantiene unida esta mezcla casi imposible de magia y meritocracia europea: la cohesión de todo un sector del universo de Rowling en contra de la posibilidad de que el poder se concentre en una sola forma de pensamiento: la que propone la amenazante venganza  de Lord Voldemort. Pero además ese mismo sector —en especial los miembros de la casa Gryffindor— se opone al control absoluto del Estado, a la intervención de los entes públicos en los asuntos individuales de la vida civil, a los privilegios producto de las castas y a la discriminación por motivos raciales o de credo. En síntesis: son liberales clásicos que estimulan el hecho de que el sujeto desarrolle sus capacidades individuales y sus libertades políticas, incluso finiseculares: como los primeros del XVII/XVIII, estos lo hacen en esa dimensión paralela que deja el siglo XX y entra al XXI.

2. La magia antes del fascismo. A mediados del siglo XIX, cuando cuajaban los primeros proyectos liberales republicanos —recordemos que un texto como La democracia en América, de Alexis de Tocqueville, data de 1840—, Europa empezaba a verse interesada por el mundo de lo oculto. La figura de Franz Anton Mesmer y su descubrimiento del “magnetismo animal” —luego denominado “mesmerismo”— derivaron en la hipnosis, desarrollada por James Braid en 1842. El hipnotismo y las ciencias ocultas adquirieron un carácter relevante en la vida cultural. Este interés se disolvió apenas comenzado el siglo XX, con la Primera Guerra Mundial.

Luego, durante los llamados años de entreguerras (1918-1939), vino la masificación de tres nuevas estructuras que terminaron de articularse en la segunda década del nuevo siglo: el psicoanálisis, el marxismo y el fascismo. No son pocos los pensadores que se refieren a estas tres maneras de ver el mundo como las nuevas religiones para el siglo XX. Y todas tuvieron en la acera opuesta a algún contendiente vinculado con lo esotérico, lo religioso o lo pagano. Además, elementos como la hipnosis, lo enigmático y el misticismo empezaron a revivir en el interés colectivo, bien como atracción de feria o como una alternativa al politizado entorno.

Creer —creer en cualquier cosa— suele guarecer en tiempos difíciles. Superchería, opio de los pueblos o mandatos de Dios, allí estaba la otredad haciendo peso. Es en plena entreguerra, con esta avidez masiva por lo oculto, que surge Mandrake. En 1934, Lee Falk —el creador de El Fantasma— y su dupla Phil Davis concibieron la idea de Mandrake, the magician.

Antes que los superhéroes al uso, Falk prefería los personajes cargados de misterio. Lo curioso de los héroes de Falk y Davis era su desapego al destino. Algo que los acercaba más a un agente especial de inteligencia militar, tipo James Bond, que al arquetipo épico. Mandrake no es un ser con superpoderes ni orígenes extraños —es creado cuatro años antes de que Superman imponga esta moda—, sino un veloz hipnotista con un sombrero de copa y cierto dejo dandy. Compartía su éxito en el mundo del espectáculo con la lucha a favor del bien, siempre acompañado por el fiel —y afrodescendiente— Lotario y cerca de la elegante Narda. Los prodigios, entonces, sólo eran posibles mediante la manipulación de las mentes. Pero funcionaban. Tanto es así que cuando, por ejemplo, leemos que Mandrake convierte a un villano en un cerdo nosotros no vemos al villano postrado en el suelo, sino al cerdo que ven el resto de los personajes y el villano mismo. El gran poder de Mandrake es que —a diferencia de aquellos a quienes les conocemos sus identidades secretas— también nos engaña a nosotros. Eso es imprescindible para un mago: convencerlos a todos. Incluso a sus cómplices. Una creencia que seguramente compartían los comités de propaganda del naciente nazismo y las más famosas agencias de inteligencia militar del siglo XX.

3. Dos palabras mágicas. Es evidente la potencia colonialista en un cómic como Mandrake, evidente en el origen de su secuaz Lotario y en los países del tercer mundo donde el mago de bigotes endereza los entuertos. Hay que acotar que mandrake es la manera en la que se nombra la mítica planta de la mandrágora en los países angloparlantes, donde tradicionalmente se vincula con efectos curativos y (a la vez) estupefacientes. La mandrágora es también el título de la comedia en prosa publicada en 1518 por Nicolás Maquiavelo y en ella el arte de la manipulación se evidencia como muy eficaz para conquistar metas de índole político. Nunca se escogen al azar las palabras vinculadas con lo mágico: no en vano los conjuros son articulaciones secretas de sentido.

Acá volvemos al mago de los siglos XX/XXI. Lourdes Sifontes, autora de Harry Potter: la magia de los textos (Equinoccio, 2011) explica el siguiente juego etimológico: la casa que se opone por naturaleza a Gryffindor es Slytherin, famosa por su búsqueda de la perfección y el desprecio por los magos de sangre mestiza. Jugando acrósticamente, si se extraen las letras que componen la abreviación en inglés de sinónimo en los diccionarios (es decir: S, Y y N, para armar la construcción syn.), los grafemas restantes son L, T, H, E, R e I, justo los necesarios para, en un scrabble imaginario y suspicaz, articular la palabra HITLER. Así como éste, diversos juegos de palabras son posibles en el imaginario construido por J. K. Rowling, pero también debe tenerse cuidado con esas potencias políticas de una creación con estas dimensiones. Por ejemplo, no son pocos quienes asocian que el discurso de las cuatro casas de Hogwarts no dista mucho de las dificultades que tiene el Reino Unido para mantenerse cohesionado histórica y políticamente y que los candentes juegos de Quidditch —donde emblemas, colores y comportamientos remiten al ánimo irlandés y o al temperamento escocés— ponen en evidencia las mismas pasiones violentas del fútbol interselecciones británicas. Y este par de ejemplos son de las re-interpretaciones menos polémicas. La magia da para todo.

Sin embargo, las diferencias con los magos que anteceden a Harry Potter en el imaginario popular —además de Mandrake podríamos listar a Merlín, Morgana, Gandalff, Paracelso, Fulcanelli, Houdini, El Mago de Oz, Kalimán, Maléfica, Zatara, Orko, Shazam, Yoda, Papá Pitufo— es que para él la formación es la única manera de legitimar un destino posible. Si bien, como cualquier caballero de la Mesa Redonda, Harry debe superar los encuentros consigo mismo antes de enfrentarse a su mayor oponente, no se trata de un jovencito que de pronto descubre sus poderes y se dedica a enderezar el mundo.

Además, a pesar de cumplir con los atributos del huérfano que consigue lejos de su sangre a la familia que lo cobija, Potter no tiene una identidad secreta que le permita enmascararse para protegerse del enemigo. Si algo lo precede es su origen. Acá la máscara es todo un universo —una dimensión mágica paralela, un espacio cuántico— lo que permite el ejercicio de la magia aprendida.

De nuevo el grupo de amigos enfrentando al mal con lealtades que superan la muerte, cada uno desde sus talentos individuales. Es Arturo y la mesa redonda. Es el brillo inglés y el estandarte en alto. Es una nostalgia histórica. Y la historia siempre se pone de manifiesto a la hora de conjurar —como en la magia— el héroe que necesita. Todo producto cultural es una consecuencia histórica.

4. 1994/1995. Apuntes para una novela gráfica. El cine puede activar la nostalgia mediante una experiencia visual novedosa. Me explico con las palabras de Gonzalo Jiménez, crítico especializado en Cultura Pop, quien destaca en la saga fílmica de Harry Potter un elemento que podría denominarse “la estética del futuro usado” y que tiene un antecedente importante en la sempiterna Guerra de las Galaxias. Esa pátina de rayones y desgaste en las naves e instalaciones futuristas —o en los artefactos mágicos, como las escobas voladoras— dan una condición de proximidad en la experiencia de los sentidos y una estatura ideal a la verosimilitud del relato audiovisual.

Y aunque en las versiones fílmicas de las novelas de J. K. Rowling el desplazamiento temporal en ocasiones parece moverse al pasado, la condición de paralelismo entre nuestra dimensión y ésa en la que opera el mundo de Hogwarts consigue una atractiva textura visual de lo raído, lo cotidiano, lo mediano —también a lo inglés, lo británico, lo europeo—, dándole a las regiones mágicas una verosimilitud mediada por la experiencia de los sentidos, un elemento del cual carecen notablemente experiencias que intentaron montarse en la ola Potter, como Las Crónicas de Narnia, películas basadas en piezas literarias anteriores a la saga Potter pero que no alcanzaron el mismo éxito comercial. Pero una textura no puede ser la causa de un fenómeno de alcance global como Harry Potter.

Permítanme rearmar la frase con la que termina el apartado anterior: el éxito de un producto cultural reside en la atención que preste a los síntomas históricos. Cada época tiene sus propios infiernos. Intuyo que una de las claves del éxito está en que Harry Potter —como personaje— se inscribe en el cambio de episteme del héroe al cual nos hemos referido en las dos entregas anteriores y que ha estado viviendo el espectador desde 1995. Sí, 1995: el año de Toy Story y —nada es azar— el año en que se termina de escribir la primera entrega de la saga de J. K. Rowling, Harry Potter y la piedra filosofal. Harry Potter —a diferencia de los hermanos de las Crónicas de Narnia— es concebido al final del siglo XX, manejando nuevos referentes colectivos.

Aparentemente lejos de la Guerra Fría, aunque aún con sedimentos de la Segunda Guerra Mundial, entre 1994 y 1995 algunos eventos pueden haber resignificado la noción incosciente y colectiva del heroísmo. Algo parece redimensionar el ideal de la aventura y la noción de valentía. Tanto en la realidad como de la ficción: al fin y al cabo cada una usa a la otra como referente.

Como se explica en Los muertos —la novela de Jorge Carrión, ambientada precisamente en una Nueva York ucrónica de 1995— una larga lista de héroes clásicos (empezando por Ulises, Eneas, Jesucristo, Dante) han experimentado una catábasis —un descenso al infierno— que siempre ha originado una nueva descripción de lo ultraterreno, una nueva idea del mal y, con eso, una nueva idea del héroe que supera la muerte como territorio. Todo eso forma parte de nuestro inconsciente colectivo occidental. Por eso llama la atención la no-muerte de Harry Potter dentro de una historia que se ha nutrido con éxito de infinitos referentes occidentales (mitológicos, literarios, históricos). Que J. K. Rowling  no se decida por la tradicional muerte (y resurrección) del héroe, aunque la roce ligeramente e incluso le haga cree a sus lectores —y espectadores— en esa posibilidad como final épico, también es un síntoma. Puede que forme parte del asunto liberal de Hogwarts —Harry se casará, tendrá un empleo, hará familia—, pero sea cual sea la causa, el final feliz es una señal más a la hora de determinar cómo es el héroe que funciona —hoy— para el gran público.

Espero no les moleste este levantamiento sintomático que me parece necesario a la hora de preguntarse si la noción del héroe pudo haber cambiado en algún momento específico, antes de 1995. Creo que hay que prestarle atención a 1994, uno de los más agitados en cuanto a pulsiones de cambio que podrían asociarse con la noción del héroe, del ídolo de alcance global. Pensemos si alguno de estos eventos no parecen parte de una trama que precisa de un nuevo tipo de heroísmo en el imaginario popular.

1994 comienza con el Sub Comandante Marcos levantado en Chiapas. Al mes siguiente, por primera vez en la historia, un cosmonauta ruso forma parte de una expedición espacial estadounidense y el sínodo de la iglesia anglicana se modifica para empezar a ordenar mujeres. En México matan a Luis Donaldo Colosio, mientras que en Venezuela se libera con vítores a un grupo de militares que lideró una intentona golpista dos años antes. En una suerte de confesión, Estados Unidos incluye al cráter Sedan (producto de una prueba de bomba nuclear que originó la lluvia radiactiva que contaminó a más estadounidenses en la historia) en el Registro Nacional de Lugares Históricos. Se suicida Kurt Cobain. Greg Louganis declara su homosexualidad y participa en la edición New York ’94 de los Gay Games. El misil que derriba el avión del presidente de Ruanda desencadena un genocidio en esa nación africana, pero en Sudáfrica se acaba el apartheid y Mandela gana la presidencia. Muere en un circuito italiano Ayrton Senna da Silva. Europa funda el Eurotunnel y la Europol: conexiones continentales para lo vial y lo policial. Se retiran las tropas de EE.UU., Francia y Gran Bretaña, encargadas de defender el sector occidental de Berlín desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, mientras los soldados rusos salen del sector oriental. Diego Armando Maradona es suspendido por dopaje y, semanas después, los cárteles asesinan al jugador colombiano Andrés Escobar, aparentemente motivado por el autogol marcado en el juego contra EE.UU. de USA 94. Una huelga suspende el béisbol de Grandes Ligas. Se viene a pique el tristemente famoso vuelo de American Eagle por congelación, matando a todos sus ocupantes. Isaac Rabin y Abdelsalam al-Majali firman la paz entre Israel y Jordania. El rapero y poeta Tupac Amaru Shakur sufre un atentado en un estudio de Nueva York. Boris Yeltsin envía tropas a Chechenia y, para terminar por México, el Popocatépetl vuelve a hacer erupción.

“Oh, ¿y ahora quién podrá defendernos?”, exclamarían los desasistidos desde el arquetipo del superhéroe latinoamericano propuesto por Roberto Gómez Bolaños. Además, a esa ristra de eventos de 1994 hay que sumar que es en ese año cuando se estrenan filmes comerciales como El cuervo (con todo el mito que creció tras la muerte de Brandon Lee en la filmación), El rey león (la primera historia animada con guión original de la casa Disney) y dos importantes contribuciones contemporáneas a la idea pop del héroe: Forrest Gump y Pulp Fiction.

No quiero afirmar a la ligera que la revolución creativa que estalla en 1995 sea una consecuencia directa de todos estos síntomas. Pero sí debo confesar que me gusta sospecharlo, sobre todo al considerar que en 1995 aparece una historia imprescindible para entender qué pasó con el héroe del siglo XX: Neon Genesis Evangelion.

Y entonces cabe preguntarse, ¿de qué sirve la prudencia cuando Dios es el enemigo?

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