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Desapego, por Mirtha Rivero

La última vez que estuve en Caracas –en marzo pasado- me regresé a Monterrey con una carga de libros de autores venezolanos. En mi visita anterior, había tenido que dejar el paquete porque mi esposo se fracturó un pie y era impensable emprender un vuelo –de dos escalas- con dos maletas y un marido en muletas. Esa vez los libros tuvieron que quedarse para después porque, además, no soy de las que gusta meterlos en el equipaje; prefiero llevarlos encima, muy cerca de mí. Me da pavor que los destrocen en los controles antidrogas de los aeropuertos o –peor- que se me pierdan si se extravía un maletín.

Los había dejado, pero cinco meses después me los traje. Y abril fue, entonces, para leer escritores venezolanos –en novela, cuento, reportaje-. Empecé con Federico Vegas y su Sumario (Alfaguara, 2010), la ¿ficción? que se construye a partir del asesinato del coronel Carlos Delgado Chalbaud en 1950. La novela venía con harta recomendación y el texto –interesante, serio, muy bien escrito- me gustó, pero, debo decirlo, me dejó una sensación desagradable en el cuerpo. Un amargor en la boca. Un amargor que sentí casi desde las primeras páginas cuando uno de los personajes –Leonardo Bermúdez, secretario del juez que abre el sumario del caso- comenta:

“Mi vida cambió cuando vi al presidente tirado en el suelo. No fue el cuerpo lo que me impresionó, sino el que nadie parecía sentir nada. Lo mirábamos como embrutecidos. Yo mismo no lograba conmoverme. Era como si Delgado nunca hubiera existido”.

Al leer esas líneas enseguida recordé unas palabras que tres años antes me había confiado Paulina Gamus, antigua dirigente de Acción Democrática, cuando a propósito de la caída de Carlos Andrés Pérez en 1993 la entrevisté para La rebelión de los náufragos (Alfa, 2010): “lo que sucedió con Carlos Andrés fue el abandono total. Era como un leproso. Nadie salió a quebrar lanzas por él”.

También me acordé de un artículo que en septiembre de 2010, en Tal Cual, había escrito Laureano Márquez después de asistir al entierro del productor Franklin Brito, que había muerto –de mengua- días antes en el Hospital Militar. Ese texto, que me había dolido, lo tenía guardado, y ahora, a casi un año de ese artículo –y de esa muerte-, todavía cargando con un mal sabor en la boca, entresaco unas frases:

“Fue particularmente triste el funeral de Franklin Brito… Fue particularmente triste, además, por el par de centenares de personas que acompañaron su sepelio, siendo que tenía 28 millones de deudos… murió solo y poca gente acompañó el entierro”.

Pero Laureano no se quedó allí, se fue a lo más hondo y en el último párrafo, lanzó: “A Franklin Brito lo mató la indolencia”, y quiso destacar: “la que se nos ha instalado a todos en el corazón”.

Y es esa indolencia, esa aparente incapacidad de restearnos en los momentos en donde lo único que cabe es restearnos, la que me lleva a escribir hoy. Es esa insensibilidad mostrada en momentos cruciales. Esa particular manera de ser que exhibimos como colectivo y que nos lleva a quedar tan mal retratados en la historia.

Es como un desapego, un desamor, un desinterés que se instala en automático, y de repente. Cuando la puesta en escena deja de ser multitudinaria, espectacular y no produce dividendos. Una forma de ser que, tal vez sin darnos cuenta, nos lleva también a morir de mengua. Pero no por inanición, sino por desafecto.

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Publicado en Prodavinci por cortesía de el Diario 2001