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Versalles en San Bernardino, por Arturo Almandoz

1. En una de aquellas dilatadas tardes de domingo que pasábamos en casa de los abuelos maternos, recuerdo haber sido atraído por el pequeño libro apaisado cuyas letras doradas, en las que se leía Versalles, resplandecían en el entrepaño inferior de la mesa de mimbre en el recibo; contrastaban su brillo con el opaco televisor Admiral con antena de bigote que la mesa sostenía, cuyas imágenes blanquinegras parpadeaban con frecuencia desde finales de los años sesenta, pero que los abuelos se negaban a cambiar por uno nuevo, mecida como era su cotidianidad por la radio y el periódico los días en que no recibían visitas de hijos y nietos. El folleto – como lo calificó mi abuela Carmen al ser inquirida por mamá, alertada a su vez por mi curiosidad – les había sido obsequiado por los Goldberg a su regreso de una gira por Europa; se los había llevado en esa semana Lya, la hija única del matrimonio judío que alquilara la parte alta de la quinta de los abuelos Marte en San Bernardino.

Después de la caída de Medina Angarita, quien hubo de ayudado a pesar de su pasado gomecista que por un tiempo lo estigmatizó, mi abuelo Alejandro había tenido que arrendar el piso superior de aquella vivienda que comprara a mediados de los años cuarenta, para así poder completar los modestos ingresos de pensionado; los más de los inquilinos fueron desde entonces familias europeas como los Goldberg, llegadas a Venezuela en la segunda posguerra, atraídas por la bonanza del país petrolero y huyendo de los genocidios y la devastación del Viejo Mundo. Era la primera vez que el matrimonio Goldberg volvía a Francia después de haberla dejado en tiempos de Vichy, para que Lya conociera los agrietados monumentos de aquella civilización todavía convaleciente a comienzos de los setenta; iban recuperados y fortalecidos por el bolívar que, después de la pequeña devaluación en años de Betancourt, parecía imbatible frente al dólar, y más aún ante los francos y los marcos, las libras y las liras.

Más allá de las letras resplandecientes de la carátula, las ilustraciones del libro eran las primeras que de Versalles veía yo tan en detalle, aparte de las imágenes típicas de los pabellones y parterres que aparecían en las enciclopedias Salvat que por entonces coleccionaba; eran similares éstas a las del libro de Historia del Arte de Cándido Millán, que utilizaría en el segundo año de bachillerato por venir a la sazón. Había visto asimismo alguna postal de Apolo en su carro emergiendo de las aguas, rodeado de tritones y con el palacio al fondo, la cual uno de mis hermanos había comprado, para un trabajo de bachillerato, en la librería Soberbia enfrente del hotel Waldorf, al sur de esa avenida Urdaneta que marcaba uno de los linderos de mi parroquiana pubertad. Y además de esas referencias impresas, estaba Versalles en el plateado nombre de la quinta palaciega en la avenida Marqués del Toro, en lo alto de San Bernardino, donde solía vivir parte de la modernista burguesía de Pérez Jiménez, emigrada ya hacia sectores más elegantes al este de la Caracas metropolitana de comienzos de los setenta.

2. Fue casi dos décadas más tarde, en el otoño de 1991, cuando visité por vez primera la ciudad residencia, cuya majestad se me anunció en al menos dos momentos de la estancia parisina que la precediera. Primero al recorrer los elegantes pórticos de la place Vendôme que diseñara Jules Hadouin Mansart – uno de los arquitectos versallescos – presidida por la réplica de la columna que los comuneros derribaran en 1830, cuyos relieves reproducen, como la de Trajano en Roma, la campaña napoleónica de 1806; acentuado por el cerramiento de la plaza, a la que desemboqué por sorpresa desde la rue Saint Honoré, el opulento entorno comercial, presidido por la boutique de Chanel y la joyería Cartier, me parecieron un pedestal urbano y secularizado de la columna. La estatua de Napoleón en la cúspide es augusta heredera de la ecuestre de Luis XIV que solía presidir, hasta que fuera destruida durante la Revolución, el achaflanado octógono de la plaza Louis-le-Grand, en el que madame Cocó se inspiró, como en guiño entre monarcas, para diseñar el clásico frasco de su perfume.

Aunque su trazado original se remonta al clasicismo de Enrique IV, también se me anunció Versalles en la estatua ecuestre de Luis XIII que preside la place des Vosges desde poco después de que ésta fuese inaugurada en 1612, en ocasión de la boda del joven monarca con Ana de Habsburgo; la réplica de la original comisionada por Richelieu para la otrora place Royale, derribada asimismo durante la Revolución, cabalga desde 1818 en medio de la elegancia residencial de los Vosgos, incrustada en el Marais que en aquella visita recorrí en busca del museo Carnavalet. Menos ignorante que en mi primera peregrinación parisina de 1988, ya para esta segunda sabía – por la lectura de Fernando Chueca y Edmund Bacon, entre otros historiadores del urbanismo que utilizaba en mis clases – que las uniformes envolventes de las places francesas buscaban, en general, exaltar las figuras monárquicas de sus centros, mientras que las piazze italianas tienden a hacerlo con algún edificio del contorno. También pude confirmar – siguiendo la advertencia de Lavedan de que lo clásico francés corresponde con frecuencia al barroco europeo – que esas plazas eran expresiones morfológicas de un continuo proceso de cambio urbano iniciado con el Renacimiento; y como también señalara Lewis Mumford, que la forma más elaborada de ese proceso, hasta la víspera de la ciudad industrial, sería el barroco de Versalles y su progenie de ciudades residencia.

3. Cuando finalmente hice el viaje de 20 kilómetros a Versalles, una rara mañana soleada de aquel otoño plomizo del 91, habiendo sorteado la flota internacional de autocares apostados en el inmenso estacionamiento de las afueras, lo primero que me impresionó fue la vasta reja negra de ribetes dorados que separa el palacio del poblado. Adentro comenzaron a sucederse los trazados de ejes y tridentes que los edificios de Louis Le Vau y los jardines de André Le Nôtre refuerzan como motivo heredado de los cotos de Val de Galie en los que Luis XIII cazara desde 1623, nucleados en torno al palacete que Philibert Le Roy le construyera en el 38. Era el paisaje que el delfín borbónico se acostumbrara a ver desde que su madre viuda y regente, huyendo de las intrigas parisinas de La Fronda, se refugiara allí con frecuencia junto a Mazarino. Por ello Luis XIV no dudó en engrandecer el palacete del padre desde aquel famoso 17 de agosto de 1661, cuando Nicolas Fouquet, su consejero de finanzas, le invitó a una fiesta en su residencia de Vaux-le-Vicomte; la velada era amenizada con música y ballet de Lully para escenificar Les facheux de Molière, mientras Vatel brillaba en tanto maestro de ceremonias. Como es ya archiconocido, fue el infausto festín que Jean-Baptiste Colbert tomó para acusar a Fouquet de malversación de fondos y hacer que el Rey Sol le designase con la cartera de finanzas, al tiempo que éste, más importante aún para sus fines, pretextaba las acusaciones para clausurar el palacio de su envidia y apropiarse del proyecto y sus artífices.

Desde que la corte se estableciera en Versalles en 1682, a pesar de las protestas de Colbert por permanecer en el Louvre, mucho del refinamiento de aquella fiesta fatídica hubo de recrearse ora en los parterres frente a la fuente de Neptuno o al Gran Trianón, durante los arrebolados anocheceres de verano; ora en invierno bajo el multiplicado resplandor de candelabros, a lo largo de la Galería de los Espejos. Concebida como una suerte de solio articulador del palacio y del absolutismo borbónico, que Le Brun decorara con sus medallones y camafeos, la galería es hoy más recordada, como me ocurrió al recorrerla, por haber escenificado, el 29 de junio de 1919, la firma del tratado que puso fin a la Gran Guerra. Habiendo estado la estructura del conjunto ya diseñada a la muerte del Rey Sol, el afrancesamiento de los edificios de Le Vau y Mansart cambió poco con Luis XV, quien más se ocupó de la decoración, sin olvidar el Pequeño Trianón que madame de Pompadour le sugirió al Bienamado edificar para sus encuentros más íntimos. Pero las adiciones de Gabriel y Mique para Luis XVI se hicieron más eclécticas, como la ópera que en el ala norte se construyera en ocasión de su boda en 1770; o el belvedere de la música y el templo del amor, donde María Antonieta solía practicar las comedias de Beaumarchais; hasta completar con la aldea y el molino que la Reina mandó a diseñar al estilo inglés, para escándalo de más de un cortesano, no sólo por la sempiterna rivalidad de los vecinos del canal de La Mancha, sino también por los antitéticos principios de su paisajismo. En esos bucólicos parajes de inspiración rousseauniana sorprendió a María Antonieta la Revolución, el 5 de octubre, para hacerla abandonar Versalles al día siguiente, como todo el Antiguo Régimen que aquél epitomaba; eran, si mal no recuerdo, fechas cercanas a las de mi visita del 91.

4. Caminando de regreso hacia el palacio, a lo largo de la alfombra verde que desemboca en la fuente de Latona, pensaba yo en cómo el trazado en tridente ha sido motivo urbanístico, que si bien heredado de la romana plaza del Popolo, Versalles se apropió para la posteridad; después de transformarse en moda entre cortes y ciudades residencia europeas, como Aranjuez y Charlottenbug, sus asteriscos y rond points adquirirían usos diversos con significados siempre majestuosos: desde la grandeza republicana que L’Enfant plasmó en Washington, pasando por los aburguesados bulevares de Haussmann para el París de Napoleón III, hasta algunos barrios residenciales y comerciales de El Cairo o Buenos Aires entre siglos, en todos los cuales aquella traza en cuña devino forma de proclamarse occidentales a través de la impronta francesa.

Eslabón clave para que aquel rancio patrón barroco pasara a la ciudad industrial de manera funcional y monumental a la vez fue la elegante cirugía urbana del prefecto del Sena, como tuvieron que reconocer incluso tratadistas anglosajones del urbanismo contemporáneo, desde Patrick Abercrombie hasta Lewis Mumford. Era una lección que también conocían los urbanistas de comienzos del siglo XX emparentados con la tradición de Bellas Artes, como Maurice Rotival, quien adoptó algo de esos principios en su plan para Caracas en tiempos de López Contreras, tal como se percibe en la bifurcación de las avenidas Sucre y San Martín que se unen hacia el este. Y algo de ese trazado en cuña, contrastante con el damero, bosquejó el maestro galo en su boceto inicial para la antigua hacienda de los Vollmer que se convertía en urbanización al centro-norte de aquella Caracas expansiva de los años cuarenta. De manera que, aunque no lo supiera yo en mi pubertad parroquiana, había otra presencia de Versalles en San Bernardino, allende el pomposo nombre de alguna quinta y del folleto turístico traído por los inquilinos a casa de los abuelos Marte, el cual todavía conservo como herencia de aquellas dilatadas tardes de domingo.