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Historias del Metro: La rebelión, por Jorge Gómez Jiménez

Por Jorge Gómez Jiménez | 26 de agosto, 2011

La rebelión

Cuando se abren las puertas del vagón y entra la muchedumbre, busco esa suerte de madriguera que es la puerta de enfrente. Una pareja que se ve que es de años queda de pie ante los asientos. Ella, de uniforme, secretaria de un consultorio o de una compañía; él, también de uniforme, saco y corbata pero de los baratos, empleado de esos que van por ahí con la tacita que tiene estampado el logo de la empresa.

Siguen una conversación que ya traían en la cola, que era más un monólogo en el que ella daba las indicaciones para los próximos días y él se limitaba a asentir con la cabeza o con frases tan breves como su disposición a ir a la lavandería, a donde la comadre, a esas partes a donde van las parejas.

Ella le da instrucciones y pronto somos todos el marido que asiente. Por ello se hizo tan notorio que interrumpiera súbitamente aquel palabreo de directrices. Ella miraba sus pies mientras intentaba darles una ubicación más cómoda, tarea imposible en el bosque de pies que es el fondo de los vagones hacinados.

Un instante después volvió a hablar, pero dirigiéndose al hombre sentado ante ella. “¿Puedes mover tus pies?”, le dijo, pero hay cosas que no se pueden pedir tuteando —y esta era una de ellas. El hombre respondió con un vocablo desafiante: “No”. Ella arqueó las cejas, esgrimió argumentos sobre el espacio e incluso intentó empujar los pies del hombre con los suyos, todo en vano.

Entonces ella volteó hacia su marido y lo increpó: “¿Y tú no piensas decir nada?”. Él y el hombre cruzaron miradas, y en el que iba sentado creí notar compasión, aunque sus pies no se movieron. Él volvió a mirar a su mujer y respondió: “No, nada”. Ella hizo un silencio demoledor, como el que abruma las costas cuando se acerca un tsunami, y del que salió sólo para acusarlo a él de ser tan poco hombre, de no defenderla, de no representarla.

La diatriba continuó a través de las estaciones siguientes, y debió seguir aun después de que me bajara en La Paz. Él, resignado, apenas levantaba la vista de cuando en cuando para refugiarse en los ojos compasivos del hombre sentado, con quien compartía esa pequeña pero infranqueable rebelión.

Arrebato con fuga

Cuando la señora se quejó del empujón, el estudiante se dio cuenta de que un vagón del Metro de Caracas no es el mejor lugar para llevar un bolso en la espalda. En un espacio tan reducido y con tantos compañeros de infortunio alrededor, un bolso en la espalda es un apéndice desconectado del cerebro que, por lo mismo, se convierte en una molesta invasión del espacio del prójimo.

Se disculpó, apenado por haber tropezado a la señora con aquella joroba artificial. Cargó un rato el bolso con su mano izquierda, pero sostener mucho tiempo un peso hace que los brazos terminen rebelándose. Tras cambiarlo de mano un par de veces, el estudiante decidió depositarlo en el suelo, entre sus pies.

El hacinamiento crónico del Metro de Caracas ha hecho que sus usuarios ideen algunas estrategias primarias de seguridad: una de las más básicas es mantener a la mano pero también a la vista bolsas y bolsos, sobre todo si son grandes, sobre todo si llevamos en ellos cosas que para nosotros son valiosas.

Por eso no me extrañó oír el grito indignado del estudiante, que salió del vagón a perseguir al tipo que le había birlado el bolso de entre las piernas y que se abría paso entre la multitud. En el vagón, la señora decidió hacerse solidaria con el estudiante y empujó el botón rojo de las emergencias, impidiendo que se cerraran las puertas del tren y alertando a las autoridades.

Dos tímidos funcionarios del Metro se apostaron a ambos lados de la escalera hacia la cual se dirigía el rufián. Supongo que esperaban tener el aplomo suficiente para quitarle el bolso y devolverlo a su dueño. Y cuando todos lo creíamos acorralado, el ladronzuelo se volvió, enfrentando al estudiante, lanzó el bolso al piso con desprecio, sacó una navaja y preguntó, desafiante: “¿Qué pasó?”.

Tras algunos segundos el frustrado ladrón retomó su camino a la escalera y voló entre los dos funcionarios. El estudiante recogió entonces su bolso y volvió al tren. La situación estaba resuelta, pero todos sentimos, jugueteando groseramente dentro de nosotros, el sabor infame de la impotencia, del corrosivo conocimiento de que no existe tal cosa como un lugar seguro.

Música sin alma

Siempre estuve convencido de que uno de los elementos que antaño convertían en un reducto de paz al Metro de Caracas, haciendo que los usuarios mantuvieran un comportamiento ejemplar desde que atravesaban los torniquetes, era la música. Esas melodías suaves, en un tono audible pero no intrusivo, de seguro cumplieron el papel de un sedante para el atribulado ciudadano de la ciudad que allá arriba, sobre los túneles, se desarrollaba en incesante tumulto.

Los años pasaron. Se incrementó la cantidad de usuarios hasta el punto de hacinamiento de la actualidad. Al mismo tiempo, aparecieron aparatos que permitían a cualquiera llevar consigo su propia música. Los MP3, MP4 y teléfonos móviles con reproductor se sumaron a las multitudes de pasajeros y el deterioro de los vagones.

Si bien es cierto que a estos dispositivos puede acoplárseles audífonos, es sabido que ni siquiera así se mantiene la música en un ámbito privado. Al entrar al vagón recibes el agobio de un concierto de ritmos subrepticios, que se cuelan desde los audífonos cuando el dueño del dispositivo sube todo el volumen. Y, por supuesto, no falta quien usa sin audífonos el reproductor de su teléfono, volviendo intolerable un viaje que ya era bastante incómodo.

“Mantenga apagados los equipos de sonido para evitar interferencia con los mensajes que se emiten en el Sistema Metro y evitar molestias”, reza la leyenda de uno de los afiches que pueden verse hoy en el Metro. Sin embargo, ha sido el mismo sistema el encargado de empeorar las cosas, al activar dentro de los vagones, o al menos dentro de los que se encuentran en buen estado, un ambiente musical que quizás tiene la intención de hacer más llevadero el viaje, pero que en realidad empeora las cosas a causa de un pésimo sonido y una peor selección de la música, que además suele ser elaborada con sintetizadores digitales.

No hay escapatoria. Ahora, cuando subes al Metro, sabes que estás condenado no sólo a oír el ruido de chicharras de los dispositivos de los demás usuarios, sino también ese despropósito en el que saxos y trompetas son sustituidos por secuencias sintéticas, computarizadas, sin alma.

Jorge Gómez Jiménez 

Comentarios (9)

Roko
26 de agosto, 2011

¡ Muy bueno Jorge !

Héctor Torres
29 de agosto, 2011

La rebelión está maravillosa!

Jorge Gómez Jiménez
29 de agosto, 2011

Gracias a ambos, panas.

David Colina
30 de agosto, 2011

Saludos, Jorge. Excelentes textos, lamentable la realidad que plasmas. Pero la vida es así y gracias a ella es que tenemos la literatura, que nos hace llevadero todo este asunto de país.

Elsanchez
30 de agosto, 2011

El metro es un sitio de reflexión. Es la iglesia de lo urbano, donde el rezo es el pensamiento individual y el saludo de la paz es ceder el asiento… entre la música del que pide para drenarse el líquido de la pierna y el corazón partío en saxofón por las cornetas del vagón. Paz.

Jorge Gómez Jiménez
31 de agosto, 2011

Gracias, David, hermano, por la lectura. La vida es así y de muchas otras formas, y de todas ellas se puede sacar algo de literatura. Un abrazo y saludos a aquellos lares tan gochos.

Jorge Gómez Jiménez
31 de agosto, 2011

Elsanchez, vi en estos días al tipo de la pierna hinchada. Qué interesante reconocerse en estas triangulaciones que propicia un espacio que nos es común y al que sufrimos juntos, aunque no siempre revueltos.

Hablando de iglesia, ayer vi a una mujer que predicaba a gritos La Palabra De Dios o algo así. Lo hacía de una forma tan intensa, casi regañando a los usuarios por no estar inmersos en La Gracia. Y quizás es eso, quizás es sólo que el Metro es la expresión más tangible de nuestro purgatorio de ciudadanos de una ciudad perdida.

Joel Coronado
6 de septiembre, 2011

Desde carajito fui convencido seguidor del lugar común que dicta la preferencia de vivir tus propias experiencias en lugar de leer las ajenas; pero ahora no sé, en este caso del metro caraqueño me está pareciendo mejor leer a Jorge, sin urgencias, como cantó Joan Manuel Serrat, sin correr peligros; y hacer siempre lo mejor: el leer esta rebelión, sin participar en ella. Gracias Jorge. Así estoy mejor: informado, divertido. Y todo gratis y sin empujones.

Jorge Gómez Jiménez
8 de septiembre, 2011

Gracias a ti, Joel. Yo creo que ninguna historia traduce a cabalidad la experiencia que es el Metro de Caracas, una experiencia que se intensifica mientras más lo utilizas. Pero es un gusto poder darte algo de información y diversión, así sea a través del reflejo opaco que son estas historias. Un abrazo.

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