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Il Boccon Divino: Las langostas de Dorina y Juan Liscano, por F. Point

La primera vez que estuve en Margarita, la hermosa isla venezolana que fuera tan conocida en las cortes europeas por la perfección de sus perlas, fue a comienzos de los ochenta, en compañía de Juan Liscano. Había conocido al brillante intelectual y notable poeta unos años antes en París, en una recepción organizada por la editorial Gallimard en su sede de Boulevard Raspail. Se trataba de la presentación de una antología del cuento venezolano que, en parte, había sido patrocinada por la empresa Total, para lo cual yo trabajaba. En mi condición de ejecutivo de la División de Inversiones Internacionales, había estado varias veces en el país sudamericano con motivo de la nacionalización petrolera, pero nunca en tierra margariteña. “La próxima vez que vaya, me escribe y yo lo llevo”, me dijo con un brillo en lo ojos que, más tarde tendría ocasión de confirmarlo, era la expresión más elocuente del apasionamiento con el cual el escritor caraqueño, asumía todas sus empresas. Esa noche de finales de la primavera parisina, lo acompañé a su hotel cerca de Place Vendôme.

En el trayecto, me habló de su desengaño ante la situación política de su país: “En el trópico, amigo Fredéric, los sueños duran muy poco, mucho menos que en Francia o Inglaterra. Fíjese, en 1945, hicimos una revolución y acabamos con los restos de gomecismo que todavía quedaban. Yo era muy joven, tenía veintiocho, y con otros miembros de mi generación o un poco mayores, como Betancourt, Prieto Figueroa y Gallegos, del cual fui secretario privado más tarde, comencé a soñar con un país distinto, más moderno, más civilizado. Mientras Europa renacía de las cenizas de una guerra donde se había impuesto la tecnología, nosotros nos estábamos despidiendo del siglo XIX. Pero, al cabo de menos de treinta y seis meses, un nuevo gobierno militar acabó con la democracia y se instauró un régimen represor y corrupto que se prolongó hasta 1958. Es cierto que se hicieron muchas cosas a nivel de obras públicas, pero a cambio de las libertades individuales y los derechos humanos. Una vez derrocada la dictadura, comenzamos de nuevo a soñar. Ya no con el entusiasmo de antes, porque habíamos pagado duramente la ingenuidad de los soñadores. Ahora los sueños eran más tímidos y discretos, pero seguían siendo sueños. Sin embargo, de nuevo fracasamos. Nos cuidamos tanto de los enemigos externos al gobierno, conspiraciones, golpes de estado, invasiones, guerrillas, que descuidamos el enemigo interno, el doméstico podríamos llamarlo, que es el peor. Y, a la vuelta de cuatro lustros y cuatro administraciones, la corrupción es mayor y más extendida que durante los tiempos de Pérez Jiménez. Todo el mundo roba porque, como dijera un líder de Acción Democrática, el que una vez fuera mi partido, en Venezuela se roba porque no hay ninguna razón para no hacerlo. Mil veces se ha dicho que la corrupción es como un cáncer, y es verdad. Si no se para a tiempo, y se permite que se extienda por el cuerpo del paciente no hay quimioterapia que valga. Y esto ocurre por la prepotencia y la ignorancia. Así están las cosas en mi país, y son muy pocos los sueños que nos quedan”.  Al despedirnos a las puertas del hotel, el brillo regresó a su mirada cuando me dijo: “Pero Margarita es de las pocas cosas que valen la pena. Me escribe y vamos juntos. No se va a arrepentir, ya verá”.

Luego de seis meses, Total y otras corporaciones internacionales recibimos una invitación de Petróleos de Venezuela para una reunión en Caracas,  donde se iba a tratar la explotación de los yacimientos de crudo pesado al sur de Venezuela. A pesar de la enorme importancia del asunto, lo primero que pensé fue en la invitación de Juan Liscano para visitar la famosa Isla Margarita o Isla de Margarita, como es conocida por los venezolanos. A partir de nuestro encuentro en Gallimard, estuve leyendo folletos y enciclopedias sobre aquella tierra legendaria. En la onceava edición de la Enciclopedia Británica, la última que fuera realizada en Inglaterra, encontré algunas señas importantes, aunque de poca utilidad práctica, como casi todo en este monumento inigualado al conocimiento victoriano. Datos como que Margarita, con la Tortuga, Cubagua y Coche, integraban el llamado Distrito Federal de Oriente. O que las principales industrias, para 1904, eran la pesca y la sal. Y que la explotación de perlas, tan productiva en los siglos XVI y XVII, ya no tenía relevancia. Se añadía que una industria doméstica, en manos de las mujeres, era la manufactura de “rústicos sombreros de paja que se vendían en tierra firme”. Un aporte informativo más dramático se ofrecía de seguidas: “Los productos elaborados en la isla son insuficientes para mantener a la población que, en gran número, emigra, lo que impide un crecimiento poblacional que sería favorecido por las saludables condiciones climáticas”. Para ese entonces, la población no superaba las 40.000 almas, “integrada, en gran medida, por indios guaiqueríes mestizos (half-caste Guayquerie Indians)”. Se daba a conocer que la capital era La Asunción y el principal puerto, Pampatar, “los dos pequeños puertos de Puebla de la Mar (Porlamar) y Puebla del Norte no son más que radas abiertas”. Me enteré que el primer asentamiento español en Suramérica fue Nueva Cádiz, fundada en Cubagua, “pero el lugar fue abandonado cuando el tráfico de esclavos y la explotación de las perlas dejó de ser lucrativo”. Ninguna mención a desastres naturales. Sin duda, más prácticas para las insaciables ambiciones imperiales de Victoria, era la información donde se indicaba que la isla tiene cerca de 40 millas de este a oeste, con un área de 400 millas cuadradas y consiste en dos extremos montañosos, uno al este y el otro a poniente. Las montañas más altas son el cerro Copey (4170 pies) hacia Levante, y el cerro Macanao (4484 pies), hacia el Oeste.

Con estas, y otras informaciones un poco más recientes, informé a Liscano de mi próxima visita a Venezuela. La respuesta fue inmediata, nada que sorprenda en un hombre cuya vitalidad no le permitía dejar nada para el día siguiente. Y así, aprovechando el “puente” del 12 de octubre, me encontré con mi guía y su compañera, una inteligente escritora argentina de apellido mitológico, a bordo del lentísimo ferry que nos trasladaba desde Puerto La Cruz al desembarcadero en algún lugar de la isla de las perlas. “No soporto viajar en avión y, habida cuenta que los viajes en barco son cada vez más infrecuentes, es muy poco lo que salgo de Venezuela. Para lo único que me monto en un avión es para ir a Buenos Aires y por razones muy especiales”, aseguró con picardía, mientras miraba de reojo a la amiga. Cuatro o cinco horas después de trayecto interminable, llegamos a Punta de Piedras y nos dirigimos en un ruidoso taxi a Porlamar. Desde mi llegada pude darme cuenta de la enorme brecha entre la actual Margarita y la que describe mi edición de la Británica. Las descripciones de Juan no sólo eran más actuales, sino más vastas e intensas. “La primera vez que vine a la isla fue en 1946, con motivo de la organización de un gran espectáculo de música popular en Caracas que se llamó, un poco exageradamente, “Retablo de las Maravillas”. Para esa época todo era más pequeño, pero más limpio y puro. Había muy pocos aparatos de radio y la luz eléctrica se limitaba a pocas horas. En muchos lugares la iluminación era con lámparas de kerosén. Se podía sentir el misterio por todas partes, las tradiciones aborígenes y las que habían traído los esclavos de África. El mito reinaba en todas partes. Por una parte, la leyenda cristiana con la Virgen del Valle, y, por la otra, los ídolos y las costumbres indígenas y afrocubanas con su desbordado paganismo. El transporte, para y desde la isla, se hacía en barcos de vela, en balandras, como la de la novela de Meneses que me gustaría que leyeras”.

De este modo comenzó mi privilegiada estadía margariteña al lado de una de las mejores inteligencias que me ha tocado conocer en cualquier país. Una inteligencia apenas comparable a su generosidad intelectual. Todo lo contaba, todo lo compartía, demasiada pasión para ser un buen docente, pero la exacta para ser un inolvidable compañero de viaje. En el carro alquilado (a Juan le gustaba manejar y el vehículo era una de las pocas cosas que no estaba dispuesto a compartir), recorrimos buena parte de las 400 millas (640 Km2) de la Británica. Playas casi vírgenes; pueblos interioranos escondidos en la vegetación más frondosa, donde la artesanía centenaria era el único modo conocido de producción; aldeas de pescadores que parecían surgidos de una ficción de Hemingway. Y siempre aquel mar infinito de profundos azules y ligeros verdes, animado por los vientos que soplan con fuerza al norte de la isla. Aguas ricas en grandes peces, los mejores pulpos y alguna que otra tortuga escapada de la extinción. Como buen gourmet, Liscano conocía los mejores lugares para comer, casi siempre lejos de los restaurantes de Porlamar y más cerca de los comederos a orillas de la mar. El tercer día, después de un desayuno de una brevedad desconcertante, que obvió condumios tan egregios como el pastel de chucho, el pisillo de cazón y el guiso de pepitonas, el poeta nos reveló con entusiasmo, “No coman mucho, porque los voy a llevar a comer la mejor langosta que se puedan imaginar”. En otra parte escribí que mi memoria tiene menos conexiones con la retina o los huesecillos del oído medio, que con mis papilas gustativas. Y ahora, treinta años después, en un París estival pero de gratas temperaturas, pienso en aquella aventura margariteña y debo confesar, como siempre, avergonzado, que mi mejor recuerdo, con la amistad de Juan fue, precisamente, esa langosta prometida al final de uno de los desayunos más frugales de la historia de la culinaria occidental.

Desde los tiempos de Roma, porque no hay mención a la langosta en Homero, más dado a los cefalópodos y atunes, el vistoso crustáceo fue una presencia infalible en las grandes y sofisticadas mesas de emperadores y patricios. El seductor cromatismo de sus conchas, tan intenso como la blancura de sus carnes, se suma a la relativa escasez del producto para convertirlo en uno de los platillos más costosos del menú internacional. A lo que debemos agregar la versatilidad de sus sabores, que se adaptan a todo tipo de preparaciones, desde la simplemente hervida, bañada en abundante mantequilla negra, hasta las elaboradas preparaciones tailandesas al curry rojo. Los chinos son grandes consumidores y la preparan guardando el debido respeto a sus olores y sabores de un marino inconfundible. Vivas siempre, como debe ser, son cocinadas enteras al vapor, para luego, en trozos, ser salteadas al wok con diversas salsas, siendo las de jengibre y cebollín o de caraotas negras, las más difundidas. Es una de las maneras más “puras” de acercarse a la complejidad gustativa de acorazado artrópodo. Los chefs orientales utilizan los dos tipos más difundidos de langostas, la “American lobster” o langosta de Maine, como en el barrio chino de Boston, donde el comensal escoge su ejemplar vivo de los estanques dispuestos a la entrada, o las langostas con tenazas que son las que se encuentran en Margarita, el Caribe y el Mediterráneo. En España, a las primeras se les conoce como bogavantes y las segundas son las propias langostas. Las que se distribuyen en Francia son los bogavantes y su mejor expresión son las “azules” de Bretaña, sobre todo si se tiene la rara suerte de comerlas en “L’ami Louis”, preparadas a la provenzal. Langostas o bogavantes, “Maine lobster” o “Spiny lobster”, las diferencias radican más en el sabor y consistencia que en confusas nomenclaturas. La de Maine, la encuentran más dulce y menos fibrosa que la “espinosa” de los mares cálidos. Con una tercera variedad, o sub-variedad, con características más cercanas a la primera que a la segunda, que me encontré recientemente en Puerto Rico. Son pequeñas “espinosas”, de caparazón punteado, que no pasan de los 250grs y cuya carne es de una dulzura sensual, casi sexy, casi inmoral. En cualquier caso, como con toda materia prima que se respete, desde la morcilla al foie-gras, va a depender del cocinero el resultado final. La regla de oro es la de Confucio: el “camino del medio”. Cocinar muy poco, o mucho, el producto es la vía más segura para el desastre. Crudas, como casi todo lo que tenga las aguas, como morada, se las comen las japoneses. Y tengo como una de mis experiencias culinarias más memorables, una invitación de mi buen amigo Jeff Sokolin, a comer en el puesto de un chef japonés amigo suyo en Canal Street. Después de un desfile interminable de “toro” y otros platillos, el experimentado cocinero procedió quirúrgicamente a disecar una langosta de Maine viva, para servirla inmediatamente en forma del más exquisito de los sashimis. La carne, todavía viva, tenía la dulzura de los besos de la Dido de Cartago y los sabores marinos del sexo de Afrodita cuando salió de las aguas, de acuerdo con la iconografía de Botticelli.

A los franceses se nos atribuye esa infamia gastronómica conocida como langosta Thermidor, que consiste en ahogar la carne de la preciosa criatura en ingentes cantidades de bechamel para, de seguidas, gratinarla hasta conseguir una costra casi impenetrable de queso parmesano. Como los amores malos, una mala receta nunca muere y así, aunque no en Francia, donde, gracias a una vigente prohibición de ese buen comensal que fue el general De Gaulle, es prohibido incluirla en los menús de los restaurantes, el desdichado platillo todavía se encuentra en las ofertas de la culinaria internacional. Para subsanar la vergüenza y el sentimiento de culpa, los cocineros galos, desde muy temprano han creado nuevas recetas y preparaciones. Entre ellas, una de las más complejas y gloriosas. La llamada “Hommard à l’Americaine. Un laborioso proceso, en verdad, una variedad de la provenzal, que comienza con el salteado en abundante aceite de oliva extra-virgen de la langosta, todavía viva, en trozos. Luego de doradas, como si expuestas al sol de Playa El Agua, las carnes son retiradas para dar lugar a los trozos del cuerpo, las conchas, que son trabajadas en compañía de ruedas de zanahoria, echalotes, cebolla, poco ajo, tomates en cuartos, mantequilla, estragón y un par de cucharadas de puré de tomate. Después de triturar las conchas para extraer todos los jugos, se agrega una buena onza de brandy (yo prefiero whiskey Macallan) y, al evaporarse en su casi totalidad, se incorpora y reduce un cuarto de litro de blanco seco. A continuación, se pasa la mezcla por el chino y se deja reducir en compañía de media taza de crema de leche. Al final, se sirve la dorada langosta en un espejo de la salsa americana. El “contorno” clásico es un soufflé de queso que acompañará al crustáceos en uno de los más espectaculares mar y tierra que cabe imaginar. Por supuesto, no hay Sauvignon o Semillon que resista los ataques de este poderoso binomio. Hay que acudir a los grandes crudos de Alsacia o, aun mejor, a formidables borgoñas como el robusto Corton-Charlemagne Bonneau du Martray , el Chablis Les Clos de Louis Michel o el Bienvenue-Bâtard -Montrachet del Domaine Leflaive o un Mersault-Perriéres del Domaine Matrot. La “Langosta Americana” fue un producto del genio culinario del Segundo Imperio.  En nuestro tiempo, no han sido pocos los grandes chefs, comenzando por Bocuse, que han puesto de su parte para superar lo que he llamado el “Bochorno Thermidor”. Entre los más recientes, Alain Passard, el cual, siempre fiel a una sencillez tan difícil como una pintura de Chardin, sirvió, hace unos cuantos años, en su “L’Arpège”, una langosta de Maine que no puedo llamar sino sublime. En un pyrex con su tapa, que iba a ser sellado con masa de pan, se disponía con comodidad, un ejemplar de mediano tamaño acompañada con dos ramas de la más pura vainilla. El recipiente iba al horno hasta que el crustáceo cambiaba de color y en este momento era llevada hasta la mesa. Al destapar el pyrex, se extendía por las salas del restaurant un aroma celestial, una armonía de perfumes marinos y vainillas, que se escapaba por debajo de la puerta y envolvía las estatuas que se encuentran en el patio del vecino Museo Rodin. Desde entonces, ya no siento las culpas y vergüenzas que tuve que padecer durante tantos años por la invención desafortunada de la langosta Thermidor.

Ese tercer día de mi estancia margariteña, y para probar la “mejor langosta que se puedan imaginar, un entusiasmado Juan Liscano nos condujo al pueblo de El Tirano a un modesto puesto a pocos metros de la playa. “Restaurant Dorina” se leía en un cartel patrocinado por una gaseosa. Al llegar, Juan fue saludado por las jóvenes meseras y, al sentarnos, por la misma Dorina, cocinera y propietaria del establecimiento gestionado por sus hijas. Una mujer de estatura mediana, morena, con un apreciable porcentaje de la sangre de guaiquerí de mi Enciclopedia Británica, y una bella sonrisa que acercaba y mantenía a distancia a los comensales, casi todos parroquianos en compañía de uno que otro turista. Después de refrescarnos con una copa de algo que llamaban “Partager” y que era presentado en botellas de vino, y que hice retirar de la mesa para dar espacio a una estupenda de Chablis 1er Cru Butteaux Vieilles Vignes 1976 Louis Michel, llegaron los platos, más bien bandejas, con porciones pantagruélicas. “Esta es la famosa langosta de Dorina”, nos aclaró un orgulloso Liscano, como si tal aclaratoria fuera necesaria. Pero merecía toda la fama aquella preparación inédita para este cronista. En una variación margariteña, o doriniana, de la salsa provenzal, se cocinaban los trozos de la blanca carne, perfumados por el bendito ají dulce de la isla y, en lugar de perejil, un discreto agregado de hojas de cilantro fresco. Aún viva, la langosta había sido cocinada en esta preparación que tenía como base un rico caldo de mero. Nada de crema de leche o féculas para espesar la salsa. Y un inconfundible color azafranado a pesar de que el costoso azafrán no formaba parte de los sencillos ingredientes, que incluían poco ajo y tomate. Algo en la textura, me resultó enigmático. ¿De dónde salía la untuosa consistencia en una salsa que había obviado las féculas, la mantequilla y la salsa de leche? ¿De dónde la acidez, cuando ni el vino ni los cítricos habían sido llamados a concurso? Le comento a Juan y me responde que ese es, precisamente el secreto de la langosta de Dorina. Al final de la maravillosa experiencia, y ante mi sentimiento de confusión, y habida cuenta que era un extranjero que en pocos días regresaría a su país, Dorina me reveló su secreto. Al final de la cocción del guiso, y para que se convirtiera en salsa, le agregaba un par de cucharadas de mayonesa hasta obtener aquellos resultados. Tengo como uno de los días más tristes de mi carrera como cronista, aquel en que Juan me comunicó la muerte precoz e inesperada de esta gran cocinera suramericana. Pero me consuela sentirme seguro de que, en el cielo donde se encuentre, Dorina estará contenta de saber que cada vez que pienso en ella y su langosta, regresan a mi memoria disminuida los tres días privilegiados de mi estancia margariteña en compañía del gran Juan Liscano y su  inteligente amiga argentina de apellido mitológico.

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