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¿Qué tiene Buzz Lightyear que no tenga Superman? Por Willy McKey

Parte 1: El volumen de los héroes

“Es posible que el inicio de tu vida no haya sido el mejor,
pero es el resto de tu historia lo que te hace lo que eres. Entonces, ¿qué eres, panda?”
Kung Fu Panda 2: The Kaboom of Doom

0. Bildungsroman en tres dimensiones. La generación que ha crecido con la conciencia en tres dimensiones no cree en el destino. No lo necesita. Aquellos para quienes Buzz Lightyear o Shrek son referencias culturales inmediatas saben que sus héroes animados en 3D terminan ganando no por oponerse al mal, sino por llevar a cabo una serie de pasos lógicos que le permiten tener conciencia de sí, conocerse. Es una evolución con efectos palpables. No se trata del sino, ni del hado ni del fatum griego, sino del conócete-a-ti-mismo. Los héroes de Pixar y Dreamworks sólo viven su particular Bildungsroman.

Una bildungsroman es lo que en la literatura se conoce como “novelas de formación” o “novelas de aprendizaje”. El término existe desde 1820 y le puso nombre a una manera de contar la evolución de un personaje desde Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe. A esta tradición se suman relatos como En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust o el Retrato del artista adolescente, de James Joyce (un seriado que publicó la revista The Egoist, entre 1914 y 1915). Aunque la lista de novelas de  formación esenciales es larga, El guardián entre el centeno (1951), de Salinger, podría —sólo podría— servir como una bisagra entre la novela de formación y el auge de películas con libretos de este tenor en el cine de la segunda mitad del siglo XX.

Ahora, siglo mediante, nuevas dimensiones del relato han (re)construido al protagonista de las historias animadas: concretamente tres dimensiones. No se trata simplemente de ser buenos, pues nada sirve de aval al manido “el bien siempre triunfa”. Y eso no fue lo que Hanna Barbera —hoy convertida en Cartoon Network— nos enseñó durante los años ochenta.

1. Comercial no se traduce en malo (ni viceversa). La industria de las películas infantiles sabe quiénes pagan las entradas en la taquilla. Los nuevos guiones lo ponen en evidencia. La posibilidad de utilizar dos niveles discursivos —uno que embelese y distrae al niño; otro que evita que los padres se aburran— ha obligado a complejizar los argumentos de un cine aparentemente destinado a los más pequeños. Hacerlo con la escala comercial no quita el valor que tiene el replanteamiento de las épicas que entretienen a nuestros hijos: simplemente lo masifican, explotan sus potencias.

Esta nueva manera de ver al héroe —este cambio de episteme—  no acontece dentro de las mentes de nuestros cachorros, sino en nosotros: ellos nos llevan la ventaja de no creer en el cuento de los oráculos. Es a los adultos a quienes nos están cambiando la seña. Y no es poca cosa lo que ha sucedido con el héroe. En Toy Story (1995), génesis del fenómeno Pixar, un vaquero de juguete debe convencer a la figura de acción de moda de que es —simplemente– un juguete nuevo y no el héroe del espacio que cree ser. En la secuela, es Buzz Lightyear quien debe recordarle al sheriff Woody que es más que un objeto de colección y culto, condenado a un museo. Sólo cuando ambos tienen conciencia de sí, en la parte que cierra la trilogía, logran con éxito enfrentarse a un régimen autocrático manejado por un peluche magenta que huele a frutas y cree proteger a sus súbditos con su soberbia.

En Shrek (2000), la exitosa saga de Dreamworks, la noción de la nobleza en convivencia con la fealdad termina parodiando las clásicas historias fundadoras del emporio Disney, donde el amor triunfaba sin mayor esfuerzo. El antagonista puede ser un príncipe empequeñecido, un vanidoso galán lleno de encanto o un sapo encantado que no quiere ponerse en evidencia: sirve cualquiera de los arquetipos que se tengan a mano. El asunto es que un ogro feo y malhumorado también es capaz de la nobleza, que ya no es una virtud reservada a la sangre azul. Ser rey es algo que puede aprenderse. Exagerando, los resultados efectivos del correlato que acompaña a Shrek pueden ser superiores a regalarle a un adolescente La historia de la fealdad (2007) de Umberto Eco.

2. Ahora se recuerda en 2D. La llegada del color al  cine no desechó el contraste del blanco y negro. Más bien le encontró un valor discursivo: los recuerdos, los viajes de la memoria, los repasos anamnésicos se hacían en blanco y negro —o en sepia— consiguiendo en la estética anterior una fácil manera de subrayar los juegos que llevan las narraciones momentáneamente al pasado.

Aunque no es una novedad —el recurso ha sido utilizado, con una óptica distinta, en la trilogía de Shrek (jugando con el cliché de los vitrales o los libros de hadas ilustrados)—, la secuela de la película de Dreamworks Kung Fu Panda (2008), llamada Kung Fu Panda 2: The Kaboom of Doom (2011), utiliza con marcada importancia una estrategia similar a la relación del cine a color con el recurso del blanco y negro: la memoria es una animación hecha en dos dimensiones, sin volumen, chata (aunque embellecida con, precisamente, herramientas de la animación del 3D). Ante esta convención comercial, las dos dimensiones de la película animada Persépolis —animación de 2007, basada en la novela gráfica de Marjane Satrapi—,  por ejemplo, es algo similar al Woody Allen de Celebrity (1998) filmando en blanco y negro: un gesto de autor, un capricho: nostalgia creativa ante el volumen.

En todos los territorios en los cuales los héroes han adquirido volumen —no olvidemos los videojuegos— también han adquirido profundidad y verosimilitud.

3. Ese adorable imbécil. Otro viraje en el relato de la película infantil está en la manera de presentarnos al protagonista. Las princesas con un destino escrito que sólo ellas desconocen le han dado lugar al imbécil que dejará de serlo. Ver por primera vez a Rayo McQueen —el bólido rojo de Cars (2006)— es dar con el arquetipo del ass-hole estadounidense. Soberbia, hipertrofia del talento, un ser que ha creído demasiado en la velocidad. Las circunstancias lo llevan a un pueblo anclado en la época dorada del diseño automotriz americano —donde un Hudson es la figura más respetada y una grúa oxidada y torpe la más querida— que se ha venido a menos por culpa del ansia de velocidad de la modernidad: una nueva autopista hizo que el antiguo camino dejara de ser el entretenido y clásico american-trip por atardeceres desérticos de los viajes que sirvieron de inspiración a las más importantes road-movies de Hollywood. Y aunque en las pistas de NASCAR un prescindible bólido verde podría parecer el malo de la película, el enemigo a vencer por McQueen no es otro que él mismo.

Algo parecido sucede al ya referido Buzz Lightyear de Toy Story, al pequeño pez payaso Nemo y su padre (de Buscando a Nemo, 2003), al mitómano pez de El espantatiburones (2004) y al anciano de Up (2009). Los malos antagónicos no son relevantes dentro de la historia. Son la excusa para una persecución, un obstáculo en beneficio de los noventa minutos que debe durar la película. La bruja mala, el tío cruel y el fortachón ambicioso han decidido descansar. Incluso, protagonizar su propio acto de contrición, como en Megamente (2011), donde la pretendida maldad se descubre dependiente de una figura heroica que le haga contrapeso: si el héroe renuncia, no somos nosotros quienes corremos el riesgo de desaparecer, sino el malvado cuya inteligencia sólo consigue un espacio posible si el bien reaparece. Parece que ésa es la nueva noción del progreso común.

El robot WALL-E (2008), en cambio, parece ser el único capaz de enfrentarse a un sistema corrupto, sedentario y fláccido, y sólo puede hacerlo por esa benjaminiana manía de construirse una memoria sensible. Sin referentes de bondad o maldad, en un planeta cuya vida se reduce a una cucaracha y un pequeño brote vegetal, recordar —así sea sistemáticamente— salva… aunque hayas sido programado para otra cosa.

4. El instinto es cuestión de método. Uno de los ejes narrativos más recurrentes en las películas animadas en tres dimensiones —desde Toy Story— es la convivencia entre diversos. Varias son las historias de integración que exploran desde aristas diversas cómo replantear la coexistencia del humano con la naturaleza con los criterios modernos de la producción (Bee Movie, 2007) o la afirmación —casi ontológica— de que sólo a través de talentos distintos pueden superarse problemas tan enormes como una crisis climática (La era del hielo, 2002). Una película como Monstruos vs. Aliens (2009), sin embargo, incorpora otro elemento además de la coexistencia con los raros: nos demuestra que —como en la mayoría de las manifestaciones creativas que tienen lugar en EEUU— la ya tradicional idea de la conspiración es un eficaz activador de historias (y que los puntos débiles de cualquier convención social están en sus monomanías). Quizás Antz (1998), una de las primeras experiencias de Dreamworks, revisa cómo el aparentemente perfecto engranaje de una sociedad puede verse en peligro por depender obstinadamente de sus estructuras.

No olvidemos que la noción de Súperman como arquetipo del héroe sigue vigente. Y es peligrosa. Ya el cómic lo puso en evidencia —Watchmen, por ejemplo—, al subrayar que el problema de los vigilantes es que nadie los vigila a ellos. La idea de un alienígena que puede condenar villanos sin juicios tradicionales gracias a poderes extraordinarios, incluso a expensas de la arquitectura de la ciudad, ya no es verosímil. El protagonista de Antz —la voz la hizo Woody Allen— es la timidez insecta de un Clark Kent desembarazado de su alterego de Krypton. Sin embargo, una película como Los Increíbles (2004) pone en tela de juicio el empeño social por hacernos seguir un instinto inventado, precisamente, por un sistema que resultaría inalterado si todas las hormigas obreras —disculpen la fácil alegoría— no se atrevieran, de vez en cuando, a levantar la cabeza.

Una familia de superhéroes condenados a ocultar sus poderes en nombre de un orden aparente es el planteamiento antropomórfico del insecto condenado al circo de pulgas —Bichos, una aventura en miniatura (1997)— o las bestias africanas de la saga Madagascar (2005) convertidas en atracción y simulacro en un zoológico de Nueva York: si bien reencontrarse con lo que la naturaleza (esa otra manera de llamar al destino que los nuevos espectadores no necesitan) puso en cada uno, la ejecución del instinto no tiene por qué ir en detrimento de la vocación creativa (Ratatouille, 2007)  ni de la evolución de las formas a la hora de lograr objetivos comunes, venciendo los prejuicios (Monsters, inc, 2001).

Todo esto sucede en nuestras pantallas, justo cuando el héroe empieza a ganar volumen y tener una identidad secreta puede parecer un error en el mercadeo de tu talento.

 

Próxima entrega: Kung Fu Panda 2: la esponjosa paz interior