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La pérdida de apoyo de Lukashenko, por Mitchell A. Orenstein

Después de la devaluación de la moneda, la popularidad de Lukashenko ha caído drásticamente.

Por Prodavinci | 23 de junio, 2011

El Presidente de Belarús, Alexander Lukashenko, es un maestro de la supervivencia política, pero, a raíz de una reciente devaluación del 64 por ciento de la divisa de su país, el reloj parece estar marcando el fin de las horas de su prolongado desgobierno.

Lukashenko se vio obligado por la supresión en 2009 de las subvenciones rusas al precio del petróleo a conseguir a toda costa los fondos suficientes para impedir el desplome de la economía de Belarús. Engañó al Fondo Monetario Internacional para que prorrogara un préstamo de 3.400 millones de dólares con la promesa de unas elecciones más libres en diciembre de 2010, pero después quemó ese puente con una represión brutal al afrontar unos resultados electorales adversos y las mayores protestas habidas contra su régimen.

Ahora Rusia ha adoptado una actitud más dura, al pedir un precio elevado por unos préstamos que, en cualquier caso, son insuficientes para salvar el régimen. A consecuencia de ello, la economía bielorrusa está en caída libre y los días de Lukasenko parecen contados.

Lukashenko utilizó al FMI para mantener a flote su economía dominada por el Estado, ineficiente y dependiente de las subvenciones hasta las elecciones de 2010, pero, poco después de la votación, se vieron señales de dificultades. Durante una visita que hice a Belarús en enero, los funcionarios se negaron a pronosticar el crecimiento del PIB en 2011, excepto diciendo que sería menor. En un momento en el que la mayor parte de Europa estaba empezando a recuperarse de la recesión del período 2008-09, Belarús iba en la dirección opuesta.

Después, en mayo, cuando el país empezó a quedarse sin reservas de divisas y los operadores no pudieron comprar los dólares que necesitaban, estalló la crisis. La divisa, que se cambiaba a 3.000 rublos por dólar en enero, se desplomó hasta los 8.000-9.000 a mediados de mayo y el Gobierno se vio obligado a devaluar el tipo oficial de 3.010 a 4.950, al tiempo que seguía limitando la capacidad de los bancos para comprar divisas extranjeras.

Al ponerse la inflación por las nubes, los bielorrusos compraron cualquier cosa de valor que pudieron, desde comida hasta coches usados. Belarús, que había sido conocida (y elogiada por algunos) como un refugio socialista en Europa, con un Estado del bienestar relativamente generoso y salarios decorosos, aunque bajos, se convirtió de pronto económicamente en un caso perdido. El público está llegando a una situación límite. El 7 de junio, cien coches bloquearon las calles del centro de Minsk parar protestar contra un aumento del 30 por ciento de los precios de los carburantes, acción audaz en el más formidable Estado policial de Europa.

La rapidez del desplome económico de Belarús refleja claramente su causa: Rusia había estado financiando el cochambrosos paraíso de Lukashenko y después decidió dejar de hacerlo. Al no afluir los suficientes dólares por los derechos de tránsito de las exportaciones de petróleo y gas de Rusia a la Europa occidental, el país quebró.

Sencillamente, Rusia había aprovechado la oportunidad que le brindó la extraña represión posterior a las elecciones por parte de Lukashenko, en la que hizo un uso desproporcionado de la fuerza para despejar las calles y encarceló a centenares de activistas, incluidos siete de los candidatos presidenciales que habían presentado su candidatura contra él. Recientemente, el candidato presidencial Andrei Sannikov fue condenado a cinco años de cárcel por participar en las protestas de la noche electoral.

La protesta de un Occidente traicionado fue sonora y visceral. Lukashenko había engatusado al FMI y a la Unión Europea para que prestaran apoyo a su economía durante la crisis financiera mundial. Los presidentes de Italia y Lituania habían hecho visitas muy destacadas antes de las elecciones como parte de una política de “compromiso”. Los ministros de Asuntos Exteriores de Polonia, Alemania y Suecia se trasladaron a Minsk durante el otoño de 2010 para reunirse con Lukashenko, los grupos de la sociedad civil y lo dirigentes de la oposición. Al final de aquel viaje, el ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, Radosław Sikorski, anunció la posibilidad de conceder un plan de ayuda de la UE de 4.000 millones de dólares, si Belarús celebraba unas elecciones libres y justas.

Cuando esas esperanzas quedaron truncadas, Occidente reaccionó, con una incredulidad y una irritación estupefactas, volviendo a aplicar las sanciones contra 156 altos funcionarios bielorrusos y miembros de la familia de Lukashenko. Después la UE impuso sanciones suplementarias a los jueces y a otros funcionarios participantes en el castigo a los manifestantes, con lo que el número de personas sancionadas aumentó hasta 190.

Más importante aún es que la ruptura de Lukashenko con Occidente lo dejó a merced de Rusia, por lo que los rusos, al advertir su debilidad, decidieron endurecer su posición negociadora. Amenazaron con desdecirse de sus generosas promesas de ayuda antes de las elecciones, a no ser que Belarús renunciara a sus participaciones en las empresas más lucrativas del país, incluida Beltransgaz, la red de gasoductos, y Belaruskali, la compañía minera de potasa, entre otras.

Con ello Lukashenko ha quedado claramente entre la espada y la pared. Necesita el dinero de Rusia, pero su apoyo interno se basa en la defensa de una frágil soberanía de Belarús. Algunos considerarían la venta de las “joyas de la corona” de la economía equivalentes a una traición nacional, posiblemente un delito merecedor de la pena de muerte. Un atentado con bomba en el metro de Minsk perpetrado en abril y que causó la muerte de catorce personas e hirió a otros centenares puede haber sido un duro anticipo de los riesgos políticos que entrañaba.

Las negociaciones con Rusia se eternizaban y el país se quedó sin dinero. Ahora Rusia dice que lo aportará en forma de préstamos y ha prometido tramos anuales de mil millones de dólares, pero sólo si Belarús hace suficientes concesiones, y, a primeros de junio, Lukashenko firmó un acuerdo: Belaruskali es la primera empresa que está sobre la mesa, a cambio de un préstamo de 800 millones de dólares.

La única opción de Lukashenko, si no quiere entregar la soberanía a Rusia y, por tanto, arriesgarse a arrostrar la ira de su base nacionalista, es la de ir a suplicar al FMI. En ese caso, afrontaría “un choque de mundialización” y la muerte política mediante unas elecciones libres y justas, es decir, a no ser que el FMI se ablande y le entregue una mayor profusión de dinero (aspira a un acuerdo por valor de entre 3.500 y 8.000 millones de dólares), posiblemente a cambio de la liberación de los presos políticos.

El FMI no debería dedicarse a pagar rescates. Occidente debería enviar el mismo mensaje que ha mandado al dirigente libio, Muammar El Gadafi, y al Presidente sirio, Bashar Al Asad: no habrá dinero alguno del FMI para prolongar la vida del régimen. Nada de cambiar presos por préstamos. Ha llegado la hora de que Lukashenko se vaya.

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Mitchell A. Orenstein es profesor de Estudios Europeos en la Escuela de Estudios Avanzados e Internacionales de la Uníversidad Johns Hopkins en Washington, D.C.

 

Copyright: Project Syndicate, 2011.
www.project-syndicate.org
Traducido del inglés por Carlos Manzano.

 

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