Prodavinci

El ossobuco de Tania Sarabia, por F. Point

"El colesterol es una de las pocas maneras que todavía nos quedan de acceder a un momento de felicidad"

Por F. Point | 4 de junio, 2011

Cuando la apreciada amiga, y estupenda comediante, Tania Sarabia, me trajo de regalo un libro de comida “venezolana”, lo abrí con las expectativas que me producen estas expresiones de literatura “marginal”. Al azar, di con una receta de ossobuco.  Sorprendido, le pregunté: “¿el ossobuco se come mucho en Venezuela?”  “Claro”, me dice comprensiva, “en una época había en Venezuela más restaurantes italianos, trattorías y esas cosas, que restaurantes venezolanos. A comienzos de los años sesenta, los spaguetti eran una especie de plato nacional. Más que el pabellón, creo yo. Que es una bandeja con caraotas, arroz, carne mechada y tajadas de plátano fritas. Pero la gente prefería los spaguetti y sobre todo el pasticho, que es como una lasagna. Pero el ossobuco, claro, se conseguía en todas partes. De hecho, en algunas carnicerías llaman así a ese corte. Es lagarto con hueso, que no sé cuál es el nombre aquí, en Francia”. Después de estas revelaciones, me pareció que lo mas justo era invitar a mi distinguida huésped a uno de los mejores restaurantes italianos de Paris, La Ambassade de Venise, cerca de Convention. “Encantada, a mí la comida que más me gusta es la italiana. La francesa también, por supuesto, pero la italiana la puedo comer todos los días”.

La noche siguiente nos encontró compartiendo una mesa y una magnum de Bricco del’Ucellone 2005. Después de los variados antipastos, que incluían las inevitables anchoas, las flores de calabacín fritas y unos rarísimos “moeche” (cangrejos de concha suave que se encuentran en la laguna veneciana); apareció “el plato de resistencia”, una hermosa rueda de ossobuco, bañada en una untuosa salsa con los olores dulces de la cebolla fresca, un ajo nuevo en la lejanía y algunas yerbas que parecían traídas de Monte Monviso, la montaña misma donde nace el Po. A su lado, en un platillo adicional de porcelana de Capodimonte, una generosa porción risotto milanese, del que emanaban los aromas inconfundibles y benditos del azafrán. Pensé en un reciente artículo de uno de los cronistas del Financial Times, donde se afirmaba que pocos matrimonios más felices, si alguna vez los hubo, que el del ossobuco y este arroz lustroso y perfumado. Después de una turgente panna cota y un etéreo tiramisu, salí con Tania a la noche parisina rumbo a la rue Lecourbe para tomar un taxi. De pronto, la actriz venezolana, se detiene y me dice, levantando el índice derecho en tono admonitorio, “Tú sabes, Fredy, el ossobuco que preparaba mi abuela era mejor, tenía más gusto y la salsa era más oscura. Este estaba exquisito, pero aquel me gusta más. Mi abuela lo sirve con pasta corta, no con rissoto. Cuando vayas a Venezuela te lo voy a preparar, por ahí debo guardar la receta. Eso sí, te llevas una de esas magnums que nos tomamos hoy, estaba riquísimo”.

 

***

 

Todo esto lo recuerdo mientras visito la Fiera del Mobili de Milán en compañía del buen amigo Marco Panuzzo, presidente de Syntesi, firma que se encarga de construir los stands para grandes expositores, como Italsofa, Natuzzi y Contempo. Marco es uno de los tantos nativos de Bari residenciados en Milán. “Nada como los orecchiti con cima de rape”, afirma, refiriéndose a una de las estrellas de la cocina pugliese, “pero un buen ossobuco es un gran plato”. Mientras visitamos algunos pocos pabellones de esta fiera gigantesca, un monumento al ingenio humano, donde los mejores diseñadores del mundo exhiben las infinitas variaciones y posibilidades desarrolladas a partir del humilde taburete, le recuerdo a mi guía en aquel ilimitado despliegue de maravillas, que la hora del “pranzo” se acercaba y que mis reservas de glucosa iban “palo abajo”, como dicen en Venezuela. “No te preocupes, Fredéric, lo tengo todo previsto. Nos vamos a almorzar en diez minutos”. Y esta afirmación, viniendo de un barese, es una señal preocupante. El sentido del tiempo de los nativos de Bari, como el de los napolitanos, es el más mágico. Diez minutos pueden querer decir cualquier cosa, menos diez minutos. Mas de una hora después, me encontraba, finalmente, en la Volvo de mi amigo rumbo al centro de Milán. “Reservé en tres restaurantes para probar tres preparaciones diferentes. Una “degustazione”, digamos, pero no de vinos, sino de comida”.

 

***

 

“Il giro del ossobuco”, como lo bautizo mi amigo Marco, “il Barese”, comenzó en La Madonnina, una de las trattorías más antiguas de la ciudad. Un local que conoció tiempos mejores, decorado con fotografías de actrices y actores con los cuales la posteridad no ha sido muy solidaria. El menú de La Madonnina cambia todos los días y es escrito a mano, con una caligrafía desenfadada, como la de alguien que tiene cosas más importantes que hacer. Y así es, porque nuestro escriba era, asimismo, el jefe de cocina. Limitando los “antipasti” a unas efímeras acelgas y una mínima porción de “nervetti”, ordenamos el ossobuco, que fue presentado sin demoras. Una generosa porción de “stinco di vitello”, el lagarto con hueso de Tania Sarabia, cubierta con una salsa cremosa, donde predominaban los aromas de cebolla, ajo y zanahoria. Lo acompañaba un “riso giallo”, que no es el clásico “risotto milanese”, sino un arroz bien amarillo, casi anaranjado, por las ingentes cantidades de azafrán. El de La Madonnina sigue la receta clásica del “hueso hueco”, tal vez inclinada a resaltar el sabor de la cebolla, pero no hay ningún pecado en esto. “Un hombre se define en un acto”, dijo una vez Jean Paul Sartre, y nuestro chef lo hacía de esta manera. El “riso giallo”, bien seco, casi crujiente, nos hizo recordar otro condumio lombardo, que es el “riso al salto”, un risotto que es llevado al horno para terminar su cocción, donde se convierte casi en una galleta, al menos en la versión insuperada del maestro Claudio Sadler. Aun añorando la untuosidad de un buen rissoto concluimos que la preparación que ofrece La Madonnina es la mejor introducción posible a las bondades de este plato mítico, a un costo más que razonable para el estándar de Milán.

Abandonamos la zona de Navigli a través de Corso San Gottardo para dirigirnos hacia el centro propio de la urbe ambrosiana. “En esta ciudad sin un GPS uno se pierde”, comentó mi compañero de ruta mientras se extendía en halagos a la “machina” recién adquirida. “Estas vacaciones voy a Estocolmo a visitar la planta donde la fabrican”. Pero yo solo pensaba en mi próximo ossobuco, medio arrepentido por mis críticas a la utilización profusa de la cebolla por parte del chef de La Madonnina. Hemos debido pedir otra ración, al fin y al cabo no es fácil hacerlo mejor, ni siquiera en Milán, y a esos precios”. La segunda parada del “Giro” fue en Alfredo Gran San Bernardo, preferido de los asiduos a La Scala, quienes plenan sus salones con apetito renovado, después de asistir a la representación de la tragedia del Moro de Venecia, o la no menos trágica historia de locura y muerte de la señora de Lamermoor. “Escogí para esta cata sólo restaurantes tradicionales, nada de estrellas Michelin”. “Te lo agradezco Marco, siempre he creído que esa arbitraria clasificación sólo sirve para Francia, si es que sirve. Una muestra más de esa “rationalité au service de la estupidité”, como digo yo, que nos caracteriza a los franceses”. Mi amigo y guía estaba en lo justo, el Alfredo Gran San Bernardo respira tradición por los cuatro costados. Para mantenernos fieles a la gastronomía regional, pedimos la inevitable “cotoletta milanesa”, una para los dos, mientras esperábamos por el objeto de nuestra investigación. Calmado que fue el apetito, nos sentimos con la objetividad suficiente para emitir un dictamen justo sobre el ossobuco de uno de los locales más típicos de la ciudad. Y no se puede sino concederle razón a los “habitués¨ de este local de via Borgese. En primer lugar, una generosidad que desapareció en los lejanos tiempos de la “nouvelle cuisine” y su insípida “cocina para adelgazar”. En este caso, no una, sino dos ruedas de regular tamaño de la ternera, con sus brillantes porciones de médula en el medio del hueso, convertidas, por la impecable cocción, en una crema casi inmoral en sus grasas, texturas y asociaciones. Y una piensa que el buen Dios no puede haber entrado en contradicciones tan obvias, como para permitir que semejante deleite pueda ser dañino. Pecaminoso, tal vez, pero menos que bueno para la salud nunca. Porque nada que haga feliz a la criatura humana puede ser malo, lo contrario. Y el colesterol es una de las pocas maneras que todavía nos quedan de acceder a un momento de felicidad. La carne de nuestro osso era también firme, pero aun más “mórbida” que en La Capanina, al punto que sus fibras parecían cobrar independencia una vez llevadas a la boca. El risotto, preparado “al dente” y resbaladizo, le hablaba al ossobuco con música de azafrán y se dejaba humedecer en sus orillas por las ondas espesas del mar de la salsa de cebollas, tomates y zanahorias. Un balance digno de esta ciudad, capital del diseño europeo. La acidez de la salsa se mezclaba amorosamente con el tejido mantequilloso, húmedo y oloroso de los granos del arborio. Para asumir la ingesta de aquel colesterol en una de sus formas más memorables, Marco me sugirió un Dolcetto di Dogliani Briccolero 2009, del querido maestro Quinto Chionetti, la mejor forma de celebrar aquella feliz unión de representantes del reino animal y el vegetal. Y una de las pruebas irrefutables de que el buen Dios, si bien desmemoriado por la edad, pensó en términos claramente gastronómicos, cuando en aquel día de la creación hizo a la planta de arroz y al género bovino. Dejamos via Borgese felices con la segunda etapa del “Giro”. Y agradecidos por el talento y generosidad de los cocineros del Alfredo Gran San Bernardo.

 

***

 

“¿Listo para la tercera etapa del giro, Fredéric?” “Yo sí, Marco, siempre y cuando no sea para andar por ahí en bicicleta”. Sin embargo, es justo reconocer que el cumplimiento de la siguiente etapa lo enfrentaba por razones puramente profesionales. Le había prometido al signore Angelo, de Prodavinci, este artículo y cualquier sacrificio estaba justificado. Ya veremos que nuestro encuentro del “tercer tipo” resultó algo bien diferente a una experiencia sacrificial. Además, La Cagnola, que es nombre de la diminuta osteria de via D. Cirillo, había sido una recomendación de Gianfranco Soldera, productor de vinos legendarios en Toscana. El propietario nos estaba esperando para sentarnos en una de las escasas siete mesas, siempre ocupadas, del establecimiento y se retiró. Un Brunello di Montalcino Case Basse Riserva 2004, la última botella de la cava. Mientras servía el intenso rubí líquido de aquel sangiovese que, en manos de Soldera, alcanza las alturas himalayas de un Haut-Brion o Cheval Blanc, el patrón, que hace también de maître, nos pregunta, no sin asombro, “¿Sólo el ossobuco?”, ignorante de nuestras ocupaciones en las últimas dos horas. Me había interesado en este restaurant desde que Gianfranco, respondiendo a una pregunta, me había dicho durante mi última visita a su cava, “El único lugar donde se come bien en Milán es La Cagnola”, un juicio que, en ese momento, me pareció por lo menos hiperbólico. A los pocos minutos, mi barese amigo y este cronista se encontraban frente al tercer ossobuco de aquella jornada memorable de la primavera milanesa. Apenas hizo su aparición en nuestra discreta mesa, porque La Cagnola es el más modesto de los restaurantes con la más distinguida clientela, se insinuó en nuestras pituitarias el aroma insinuado y refrescante de la concha rallada del limón que, de inmediato, renovó nuestro adormecido apetito, cosa nada difícil, en verdad. Una sola rueda, del tamaño  justo, es decir cortado a mitad del jarrete de la ternera, ocupaba el ochenta por ciento  de la superficie del plato, reservando el veinte restante al rissoto, casi dorado y brillante como el material aurífero, lustroso por el empleo desmedido de la mantequilla piemontesa y con aromas que armonizaban la fruta del vino blanco, probablemente un pinot grigio por la dulce acidez, y el bouquet soleado y sexy del azafrán. La carne, de una suavidad femenina y tan sabrosa, había sido cocinada durante horas en un caldo que integraba la proporción justa de sus ingredientes, al que se había incorporado la ralladura de aquel limón seguramente importado de las afueras de la lejana Sorrento. El carácter femenino del ossobuco no es una casualidad. La preparación original exige que la ternera sea siempre de género femenino y que no haya comido del pasto, es decir que debe ser lechal, lo cual hace de esta preparación una de las menos accesibles de la cocina italiana. Al mezclar en nuestras ávidas bocas la carne con el arroz, pensé en mi colega del Financial Times y no pude sino estar de acuerdo, pocas combinaciones más gloriosas en este accidentado mundo sublunar. A los tintes ácidos del rissoto se integraba la dulzura de los tonos pasteles de la cebolla. Y a la textura sensual y femenina de la carne, la firmeza del arroz al dente. Pocas veces una experiencia de la perfección culinaria más convincentes. De nuevo Gianfranco había estado en lo justo y lo celebramos de la mejor manera: con aquel Brunello que se introducía en las intimidades de aquel matrimonio afortunado para celebrarlo con la alegría que deparan los grandes vinos. Pensé en Tania cuando caminaba con mi satisfecho amigo barese hacia la Volvo, y me pregunté cómo iba a hacer la abuela Luisa para igualar, o superar, al invisible chef de La Cagnola. Pero, como diría Fellini, yo siempre estoy “voluptuosamente abierto a todo”.

 

 

F. Point 

Comentarios (1)

Alexis
4 de junio, 2011

¡Caramba!, de que me abrieron el apetito me lo abrieron, eso si, cuando valla por Milan, no pierdo las esperanzas de visitar esos tres santuarios.

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