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Sudestada, por Gabriel Payares

para Sergio Chifflet

…y ya mis ojos son barro en la inundación
Bersuit Vergarabat

No recuerdo de qué manera me percaté de su presencia en la ventana, asomados hacia adentro con la curiosidad de un niño en la vidriera de una tienda. Era un miércoles, estoy seguro, pues cada miércoles del mes nos convocan, con cruel puntualidad, a mí y a mis dos o tres compañeros a una reunión con el departamento de publicidad en el piso de abajo; una asamblea incómoda y exigente en la que pretendemos estimular con vasitos de café negro los cerebros agotados de quienes llevamos demasiado tiempo trabajando en este periódico. Esas ocasiones constituyen para mí un verdadero horror, en el que confrontamos en vivo y directo el creciente abismo que nos separa de las generaciones venideras. Aunque a decir verdad me hacen también algo de gracia: reuniones en las que el silencio es nuestro aporte más sustancial al reciente modelo de propaganda, al atrevido diseño de nuestros logotipos o a todas esas cosas de las que se ocupa la gente que piensa en términos como urbano pero juvenil, dinámico, con garra, fresco y con punch. Nosotros, encargados de la parte más embrutecedora del negocio, escuchamos aquella alharaca como quien se duerme viendo una película en otro idioma, y al final asentimos antes de levantarnos, la mayoría de las veces sin haber entendido ni querer entender una sola palabra. A menudo tengo la impresión de que cada miércoles envejecemos un par de años, como muñecos de papel remojándose en café negro, y esa sola imagen gobierna mi cabeza durante la hora y media que compartimos con nuestros diseñadores y “creativos”: gente rápida, llena de aretes y tatuajes, que mi padre sin pensarlo mucho habría tildado de maricas y faloperos. Por eso, cuando todo termina, regreso a mi escritorio con una sonrisa tan tímida y contradictoria, casi una mueca, que pareciera más bien estar sufriendo un retortijón en los intestinos. A veces algún compañero me lo señala, y yo ignoro sus comentarios con amabilidad: no sabría explicarle lo que siento, pero si fuese posible, me reiría con ganas y a todo pulmón en el medio de la oficina.

En todo caso: un miércoles cualquiera, poco después de la reunión, aparecieron aquellas dos siluetas negras en la ventana. Hacían contraste sobre el fondo nublado del cielo de la tarde, y me produjeron una fascinación inmediata. Pájaros: parecían dos agujeros profundos e irregulares en el vidrio que separa el aire acondicionado de nuestra oficina del aire desacondicionado de nuestra ciudad. Los observé durante un rato, de pie junto a mi escritorio y con mi taza de café en la mano, mientras ellos parecían detallarlo todo alrededor del ventanal: primero se ubicaron a los lados del jefe y espiaron con desvergüenza las imágenes de su computadora; de espaldas a ellos e inverosímilmente concentrado, él ni siquiera notó la extraña visita; pero sí pareció teclear más frenéticamente mientras sostuvo sus miradas sobre los hombros. Los avechuchos se aburrieron de él bastante pronto –no puedo culparlos por ello– y se movieron con discreción a lo largo del vidrio, fijándose con interés en todos los que pasaban cerca. Exceptuándome, nadie pareció notarlos siquiera; y si alguien más lo hizo, no le resultaron merecedores de chiste o de comentario. Tal vez su tamaño discreto –casi de roedor pequeño– les haya servido de camuflaje, o tal vez todos en la oficina estaban demasiado ocupados para siquiera mirar. Eso ocurre a menudo. Seguí su trayectoria, hipnotizado, hasta verlos detenerse en un punto cualquiera del ventanal y luego cruzar con los míos sus ojos redondísimos y brillantes, pintados con una mezcla extraña de colores. Le di entonces un sorbo a mi café. En apenas unos segundos, la escena que hasta ese instante me había movido a una sonrisa cobró un cariz marcadamente siniestro. No hubo complicidad alguna en sus miradas, que se mantuvieron fijas sobre mí; graves y distantes, casi orgullosos, sus rostros de pájaro me recorrieron con paciencia, no sé si ofendidos por el peso de mi cuerpo, por mi enorme gravedad y por el hecho de que estuviese suspendido a la altura de un décimo piso.

No sé cuánto tiempo sostuvimos aquella exploración mutua, cuyo fin sentenció el chillido del teléfono sobre mi escritorio. Atendí con lentitud y distracción, intentando coger el auricular sin perderlos de vista. Ellos parecieron haber esperado ese momento, pues hacían brevísimos amagos de huida, preparándose para un vuelo sorpresivo que no lograban finalmente concretar. Atendí la llamada en silencio, con la creciente sensación de que la bocina me traería el sonido vivo de fuera de la ventana: el ronquido cariñoso del viento confundiéndose con el sonido íntimo y lejano a la vez de sus graznidos, o de algún breve silbido, quizás, con el que compartirían una revelación misteriosa, deseo inconcluso o relato olvidado en algún rincón de mi memoria, depositándolo con un leve entreabrir de sus picos diligentes en mi oído y en mi cerebro para siempre.

– ¿Jonás? –dijo la voz del otro lado. Sus picos permanecían cerrados.

– ¿Sí? –contesté, inmóvil, apenas un susurro.

– ¿Jonás? ¿Por qué no me contestas? ¡¿Hola?!

Gritó por teléfono la voz de mi mujer.

El hechizo se hizo pedazos contra el piso, bañándome los zapatos de café caliente y obligándome a dar un ridículo saltito sobre mi escritorio; un poco más y habría ido a parar al suelo. Sobre la alfombra, los trozos blancos de la taza parecían dientes arrancados en una pelea; una pelea que estaba por venir.

– ¿Qué coño estás haciendo? ¡¿Jonás?!

– Sí, sí, ya estoy –contesté con aire resignado. –Tuve un pequeño accidente acá. ¿Qué pasa?

– ¿Qué va a pasar? Es tu hijo, que acaba de llegar del colegio. Hoy salían temprano y tenías que haberlo buscado hace horas, Jonás. Suerte que unos compañeros viven a unas cuadras y pudieron dejarlo cerca, que si no…

– ¿Ah, era hoy? –me llevé las manos a la frente. Esto iba a ser desagradable. Mi mujer era un ser normalmente razonable: alguien con quien se puede vivir en relativa paz, sin mucha efusividad pero sin grandes altercados; pero eso sí, cuando el tema en discusión era nuestro único hijo, aquello podía tornarse una verdadera tormenta. Para ella no existían puntos medios en la educación de lo que, a todas luces, era ya un joven capaz de valerse por sí mismo: era a su manera, o a la carretera.

– ¡Claro que era hoy, Jonás! ¡No se puede contar contigo para nada, todo se te olvida!

– Bueno, bueno, lo lamento, de verdad. Igual ya él es un chico grande. Yo a su edad ya trabajaba, vamos.

– ¿Y qué? ¿Entonces tiene él que pasar por las mismas penurias que tú? ¡Pero qué buen padre!

– ¿Cuáles penurias? –la interrumpí, casi suplicante. Si algo detesto de las discusiones telefónicas es que, haga lo que haga, uno siempre luce como peleando consigo mismo. – ¡Si todos los adolescentes se van solos a casa! ¡Seguro que sus otros amigos se van solos a casa!

– Ya, déjalo. Eres imposible. Ya verás qué le dices cuando llegues a casa.

– Vale, vale, ya veré qué le digo.

– Adiós.

Colgué con un gesto de fastidio, y mis ojos buscaron de inmediato a los intrusos de la ventana: no estaba ninguno. Solté un chasquido de fastidio y recogí pieza a pieza mi taza de la alfombra. Me gustaba aquella taza, solía tener un paisaje marítimo impreso: palmeras, mar, atardecer, un barquito. Ahora no tenía nada. Y la mancha de café en la alfombra semejaba un charco de sangre.

Decidí irme a casa temprano.

Llegué al hogar a hora usual, casi de noche, después de dejar ir un par de trenes en la estación. No sé si por miedo, fastidio o alguna razón secreta, deambulé por los recodos del enorme edificio ferroviario, leyendo una y otra vez las carteleras de información, viendo aquí y allá a la gente llegar y despedirse. La estación es un lugar misterioso, en donde miles de vidas se cruzan sin saberlo y sin que les importe lo más mínimo, en su frenética carrera hacia el final de cada día. ¿Los esperaría a cada uno una mujer furiosa y un hijo indiferente? ¿Cuántos de ellos tendrían un trabajo monótono y sin perspectivas? ¿Cuántos leerían el periódico que yo corregía desde hacía años, y después lo echarían sin remordimientos a la basura o lo pondrían en el suelo para que el perro lo orine? Ninguno disponía del tiempo para contestar a mis preguntas, y claro que a ninguno me atreví a formulárselas. Los cuarenta son una década incierta, límite entre el ánimo confiado de la juventud y el inicio de esa antesala al retiro que llamamos “la edad madura”; y a mí, en el fondo, no me interesaba demasiado preservarme joven, ni convencerme de que los mejores tiempos estaban aún por venir. Muchos años viviendo junto a las vías del ferrocarril enseñan a tener presente el sentido de la oportunidad, y uno termina acostumbrándose a tomar siempre el tren que viene después; las oportunidades están siempre repletas y nunca hay lugar para sentarse.

La cena me esperaba solitaria en la mesa, como luciría una fiesta sorpresa a la que el cumpleañero no se presente. Le di algunos bocados fríos antes de devolverla a la nevera y calentar el agua para un té. Madre e hijo se habían puesto de acuerdo en mi ausencia, internados cada uno en la pantalla del televisor de sus cuartos. Seguramente habrían comido así, cada uno en un canal diferente. El de ella fue un saludo gélido, que interrumpí con la excusa de “ir a hablar con el chico”, sin darle oportunidad de añadir una sola palabra. Peón toma reina, jaque al rey.

El cuarto de mi primogénito es constante en su estado de desorden. El volumen del televisor estaba altísimo, y la pantalla exhibía un programa de humor bastante popular entre los chicos, con el que yo jamás había podido pactar más allá de alguna breve sonrisa. El divertimento consistía en un show de concursos chino o japonés, en el que los participantes caían en pozos de barro, de crema pastelera o de tomates molidos y emergían con una sonrisa avergonzada. Las voces originales habían sido dobladas con chistes y frases crueles, a menudo aludiendo al arroz, al color amarillo o a los ojos rasgados de los concursantes, y el resultado final era un frankenstein de cuarenta minutos con risas grabadas. No era gracioso. Nunca me han gustado los chinos, ni me han parecido gente graciosa, ni mucho menos amable, ni particular en nada, incluso si están cayendo de cabeza en un pozo de crema pastelera. Además, nadie le ofrecía al espectador una mínima explicación sobre qué premio esperaba a los concursantes al final del trayecto, ni en qué imaginario específico se ambientaba el show original, y esa intriga me acompañaba, las pocas veces que había intentado verlo, durante los cuarenta minutos de programa.

Escuchaba a mi hijo reír sin parar, echado sin zapatos sobre su cama y absorto en la contemplación del show; lo hacía obedientemente cada vez que el televisor así se lo indicaba. Él no necesitaba explicaciones. Entonces me apoderé en silencio de una esquina del cuarto y esperé; estoy seguro de que tardó varios instantes en advertir mi presencia. Su mirada inicial fue de desconcierto, como si esperase algún tipo de reprimenda que no lograse siquiera imaginar. Yo permanecí en silencio por un rato, estrategia para captar su atención que empleaba a menudo. Era casi cruel dejarlo que aguardase lo inesperado, como una gallina enfrentando un crucigrama, pero era un método preferible, dijera lo que dijera su madre, a las brutalidades con las que ella y yo habíamos sido criados. Finalmente, el muchacho rompió el embrujo y asumió sin tapujos la derrota.

– ¿Qué pasa, viejo?

– Nada, nada. –Respondí, intentando sonreír. Odiaba que me llamara “viejo”, porque así le decía yo a mi propio padre cuando estábamos disgustados. Su atención sobre mí no duró más de algunos minutos: los de la pausa comercial. – Tu madre quería que viniera a hablar contigo.

– Ah, ya. ¿Sobre qué?

– Sobre lo de hoy y el colegio, ya sabes.

– Ah, ya… ¿Qué cosa del colegio? –Estaba tan sumergido en la pantalla como uno de los chinos en una piscina de lodo. Suspiré. Combatir el televisor era una empresa titánica. Pero a fin de cuentas, no había nada nuevo e importante que decirle.

– No, nada, nada. Lo de siempre.

– Ah, ya… ¿Qué cosa?

– Nada, nada. Te dejo que sigas viendo la tele.

Una carcajada vino a confirmarme que él estaba de acuerdo. Demoré unos segundos más del lado de afuera de la puerta y me dirigí a la cocina: había una olla de agua a punto de hervir y dos bolsitas del té que más me gusta a su lado. Estiré el cuello hacia el cuarto: la luz se encontraba apagada. Me habían perdonado. Bebí dos o tres tazas del té en la sala, mientras esperaba que el sueño sumergiera la casa en el silencio. Sólo entonces me fui a dormir, casi a la medianoche, sintiéndome una especie de vencedor insomne que le hubiese arrebatado un tiempo extra a las horas del día. En la mañana, paradójicamente, saldría tarde al trabajo, quién sabe si incluso perdería el tren; mi mujer me lo reprocharía durante el desayuno y me diría que no duermo lo suficiente. Y dormir para qué, pensaría yo en el camino, si igual no es mucho con lo que puedo ya soñar.

El resto de la semana transcurrió por debajo de la mesa, como los ratones, pues así se le escapan a uno los días después de alcanzar una cierta edad: huyendo en silencio después de haberse comido las migas del pan o algún pedazo de queso abandonado. Andando así por la semana, a tontas y a ciegas, tropecé de nuevo con un miércoles y con una convocatoria a la consabida reunión. Puntos a discutir: “Estrategia de respaldo comunicacional de nuestros aliados financieros”. Ajá. ¿No era esa la minuta de la semana pasada? Debí haber hecho la pregunta en voz alta, ya que al instante una voz me ofreció la respuesta:

– Quedaron dos puntos por discutir en la reunión anterior, ¿recuerdas? –yo, la verdad, no recordaba siquiera los puntos sí discutidos.

– No demasiado, pero qué importa.

La voz pertenecía a Laura, la más cercana de mis compañeras de oficina, quien visitaba a menudo mi escritorio con ese aire gatuno que tuvo desde que entró a trabajar con nosotros. Venía de otro periódico, y en ese entonces era más joven, más guapa y no se había casado con el troglodita que hoy en día le amarga la existencia. Es gracioso: al principio, Laura solía darme consejos sentimentales, ideas para mejorar mi matrimonio, ese tipo de cosas; hasta que un romance furtivo comenzó a insinuarse entre nosotros y yo, francamente entusiasmado por la perspectiva de vivir una aventura, lo arruiné todo sin querer y sin entender todavía cómo. No sabría explicar de qué manera ocurrió todo aquello, que no llegó siquiera a concretarse en un insignificante beso, pero sé que mis intentos posteriores por acercarme terminaron siempre en el más absoluto rechazo. Finalmente la dejé ir, en silencio, y aprendí a conformarme con sus esporádicas apariciones, con verla hurgar entre las cosas de mi escritorio y abrir con falsa curiosidad mi carpeta siempre obesa de asuntos pendientes. Después de tanto tiempo, Laura era algo similar a una amiga cercana, o algo así. No estoy muy seguro.

– ¿Y cómo te ha ido? –pregunté al notar lo insistente de su presencia.

– Nada, en lo mismo –esquivó con un ronroneo. Creo que aplicaba conmigo las mismas estrategias que yo con mi único hijo. –¿Terminaste de corregir los anuncios que te pasó el jefe?

– Ya casi, necesitaban mucho trabajo.

– ¿Muchas vocales fuera de sitio?

– Esa es una manera de ponerlo.

– La semana pasada lo escuché quejarse de que sobrecorregías.

Levanté la cabeza y la abordé de reojo, escondido tras la pantalla del computador.

– ¿Quién?

– El jefe, tonto.

– ¿Yo sobrecorrijo?

– Eso dijo él.

– Qué hijo de puta.

– Ah, no sé. En eso no me meto –se irguió como un ave que da una voltereta antes de volar y me tendió con amabilidad un recorte de papel periódico. – Vine a traerte esto. Sé que te gustan los barcos, ¿no?

Asentí.

– Papá era marinero.

– Bueno, ahí tienes, querido. A lo mejor puedes irlo a visitar.

El artículo pertenecía, curiosamente, al diario de la competencia; algo que no me sorprendió demasiado. Podía imaginar a Laura comprando perfectamente varios periódicos a la vez y leyéndolos tranquilamente en nuestra sala de redacción. Las letras negras del encabezado anunciaban la muerte mecánica de uno de los barcos más antiguos de la flota mercante nacional, justo debajo de una enorme fotografía en blanco y negro: “El Desdémona descansará en paz en la ribera”. La nota era breve y llena de generalidades, escrita seguramente a último minuto. La fotografía, en cambio, era más que impresionante: las gigantescas aspas de una hélice se ofrecían a la mirada como huesos expuestos en una fractura, mientras la panza del barco formaba un cielo tosco y oxidado dentro del recuadro de la foto, y hacía pensar en que estuviese a punto de caer una lluvia de tornillos. El periodista afirmaba que el futuro de la nave era incierto: las autoridades se debatían entre el museo y el desguazadero. El Desdémona había sido construido a principios de siglo, pero estaba tan pobremente conservado que lucía incluso más viejo que eso, todo un dinosaurio mercante. Recién terminaba de leer la descripción, cuando ya mi padre se me venía a la cabeza. ¿Qué habría dicho al respecto de estar vivo? Seguro le habría reprochado al mundo, con ese tono adolorido con el que hablan los argentinos, su empeño por sentenciar el pasado a las fauces del orín, como un soldado herido en plena batalla contra el tiempo. Estuve incluso tentado a imitar su voz, para escucharlo vivo de nuevo a través de mi garganta, pero me habría expuesto a las miradas de todos en la oficina y sobre todo a la de Laura, que se mantenía aún de pie frente a mi escritorio, registrando mis reacciones como lo hacen las madres de hijos únicos al momento de abrir los regalos de navidad.

– Gracias, Laura –respondí, más para que se marchara que por un genuino agradecimiento. – Lo leeré bien en un rato.

– No, de nada. Lo vi y me acordé de ti.

Le obsequié una sonrisa mientras ella volvía a su puesto, y mis ojos se zambullían de nuevo en la fotografía. Se me ocurrió que mi padre tendría más o menos mi edad –quizás un poco más joven, no lo sé– cuando abandonó la marina mercante para dedicarse a su familia y a su único hijo, quien apenas si conocía. El cambio fue tan radical como doloroso: del cuarto de máquinas pasó al escritorio, de los sextantes y la brújula a los sellos de caucho y las fotocopias. Y tras ser un padre ausente, un héroe lejano con bolsillos repletos de objetos maravillosos, devino un acostumbrado garabato de sí mismo. En un par de años nada más, su nueva ocupación le había domesticado el espíritu, y como las aves en cautiverio, comenzó entonces a envejecer. Su bigote endureció y perdió el color, su pulso se hizo errático e inconstante, y sus ideas enlentecieron hasta anquilosarse. Supongo que mi padre era como El Desdémona: una vez anclado en la ribera, su cuerpo empezó rápidamente a oxidarse.

El correo electrónico me recordó, con un gemido alegre y una alarma anaranjada, que ya era hora de acudir a la reunión. Arrancado de mis pensamientos, acuñé el artículo de prensa bajo el teclado del computador, justo a tiempo de pescar por el rabillo del ojo a una silueta agazapada en la ventana. Y ahí estaban de nuevo: dos pájaros negros intrigados por la oficina, espías furtivos del reino animal. Uno primero y el otro después se asomaron contemplándome con reservas, con cierta desgana, a lo mejor resentidos conmigo por haberlos sorprendido de nuevo. Pude entonces detallarlos mejor: los recordaba mucho más pequeños, aunque en realidad eran de buen tamaño y de formas familiares, que pronto bauticé como alcatraces. Tenía años sin ver un alcatraz, veinte o veinticinco tal vez, desde la última vez que acompañé a mi viejo a la playa; aquellas eran aves de mi propia prehistoria. “¿Y ustedes?”, les pregunté en voz alta, sobresaltado por mi propio tono, que pareció brotar enmudecido, surgiendo debajo del agua o desde el interior de un barril de madera. “¿Nosotros qué?” respondieron sus graznidos en mi cabeza, “¿es que no piensas ir a la reunión?”.

Pero esa era la voz de Laura, de nuevo, que se atravesaba en el camino de mi mirada y me extraía de mis delirios. Me incorporé, asintiendo como un resorte y tomando un lapicero y una libreta, antes de echar un vistazo hacia la ventana de fondo. Ya no había nada que ver, más allá de la ciudad sucia y aburrida. Nada digno de comentario. Como tampoco lo hubo en la reunión. Mis hojas regresaron en blanco.

Esa noche cenamos tan sólo mi mujer y yo, porque el chico se quedaba en casa de algunas amigas. Su madre parecía realmente creer que aquello tendría el aire de una inocente pijamada; yo, sin saber cómo disimular un súbito arrebato de envidia, me lo imaginé en un tipo muy distinto de reunión. No supe si sentirme orgulloso de que no se repitieran en él las mismas torpezas de su padre, o si resentir el hecho de que jamás me hubiese pedido un consejo amoroso. Movido por las sensaciones, se me ocurrió insinuar en voz alta que la presencia de nuestro retoño, de no ser por su televisor eternamente encendido, apenas si se habría hecho sentir entre nosotros. Me gané una mirada de advertencia: Careful with that axe, Eugene. Pisé entonces el freno a toda velocidad y previendo el inminente estallido, alabé la comida y agradecí la oportunidad poco frecuente de estar a solas y de compartir. Ella ablandó la mirada, pues me conocía lo suficiente para valorar aquel gesto en su justa dimensión; a veces no está tan mal eso de acostumbrarse al otro por completo. Esa noche hicimos el amor despacio y con gusto, aunque ya no duráramos tanto como antes. Sabíamos en dónde tocar, y el resto era cortejo por compromiso. Terminamos, ella primero y yo poco después, y nos dormimos casi de inmediato.

Durante la madrugada estuve soñando conmigo mismo. Me veía en mi puesto de trabajo, sentado sobre el escritorio porque el suelo había empezado a inundarse. En el más absoluto silencio, la oficina se convirtió en una pecera tranquila y apacible, en la que todo flotaba en su lugar. Y aunque tuve todo el rato la respiración contenida, en ningún momento sentí el apremio de huir desesperado. Por el contrario, caminé –¿por qué no nadaba?– hasta el enorme ventanal frente a mi escritorio y abrí con calma el cerrojo. En ese momento la gigantesca presión del agua hizo estallar en pedazos la ventana y arrojó la oficina entera hacia el vacío: mobiliario, papeles húmedos, sillas reclinables, teclados ergonómicos de computadora e incluso yo mismo, todo salía despedido por los aires, y mi única preocupación, a medida que me precipitaba hacia la nada, era haber dejado adentro el recorte de periódico que Laura me había dado en la mañana.

– ¿Y estas ventanas se abren? –me descubrí preguntándole a un compañero días después, en plena pausa para el café, inspeccionando el mismo ventanal de mis sueños.

– Creo que no –fue la respuesta. –¿Para qué las quieres abrir? Se va a salir todo el aire acondicionado.

– No, no, para nada –dije, sintiéndome un extraterrestre. –Curiosidades de uno, ya sabes.

Esas mismas curiosidades mantuvieron el sueño vivo en mi cabeza durante los días siguientes, en los que dediqué preciosos minutos de trabajo a la contemplación del recorte de prensa. Me sorprendí pensando que si aquel edificio fuese un poco más alto, y si la ventana diese hacia el lado contrario, probablemente podría ver al Desdémona, esperando por sus verdugos como una gran ballena comatosa. Quizá, de tener más tiempo libre, habría incluso subido a la azotea a comprobar mi teoría. Pero por otro lado confiaba en que, dado el interés que había demostrado por la noticia, Laura me informaría si llegaba a anunciarse el destino del pobre barco. De todas formas, y por si acaso, decidí invertir algunas monedas diarias, durante mi viaje de regreso a casa, en comprar el periódico competidor, leerlo de cabo a rabo y dejarlo abandonado en el asiento del tren cual flagrante prueba del delito. Esa pequeña traición se repitió y repitió hasta hacerse costumbre, durante cada día que pasaba de mi angustiosa espera.

Confieso no saber cómo llegó a ocupar El Desdémona un porcentaje tan amplio de mis pensamientos, pero antes del miércoles siguiente ya había pensado en dos o tres rutas posibles para ir a visitarlo en la ribera: quizás pudiese organizar un viaje familiar –aunque a mi querido retoño costaría un mundo convencerlo–, o tal vez pudiese fugarme de la oficina un par de horas antes y visitarlo a toda prisa; esto último requería algo más de tiempo y planificación, pues llegaría a mi hogar mucho después de lo acostumbrado, y no tenía ganas de lidiar con sospechas de infidelidad. Pero no era ese el principal inconveniente: el viaje, por encima de todos los contratiempos, precisaba de algún tipo de propósito, algún punto cardinal que lo orientara dentro de las acciones de mi vida. A partir de cierta edad uno no desaparece así nomás, sin tener una excusa creíble –o increíble– preparada, pues ciertos imperativos rutinarios, morales, familiares o no sé de qué tipo terminan imponiéndose a la libertad y convirtiéndola, en el mejor de los casos, en recuerdo de una antigua sensación. Al final estamos más atrapados en nosotros mismos que en cualquier cárcel o prisión del universo. Anclado a mis propios razonamientos, me convencí de seguir esperando un poco más.

Y así lo hice, al menos hasta la noche. Después de la cena, en esos brevísimos minutos antes de que el chico abandonara la mesa y se escabullera sagazmente hacia su cuarto, asomé la noticia del Desdémona, fingiendo haberme enterado de ello esa misma mañana. Con una sonrisa ilusionada, le conté a madre e hijo el dolor que aquella escena hubiera desencadenado en mi padre de estar vivo, y repetí un par de frases suyas para acompañar mi performance, momentáneamente poseído por su espíritu de marinero sureño. Podría jurar que durante un segundo, tal vez dos, hubo un chispazo de entusiasmo en la mirada de mi familia: una llamita débil, quizá, pero suficiente para hacerme sentir lo que el primer cavernícola en lograr encender una fogata. Pero siempre hay vientos más fuertes, y a medida que el hilillo de atención de mi primogénito era absorbido por los chillidos de su teléfono móvil, mi mujer me propinaba una mirada amorosa, cargada de piedades. Al final, dejé morir mi anécdota sobre la mesa con asqueada resignación.

– ¿Quieres un té? –me ofreció mi señora a modo de consuelo, llenando de agua la ollita acostumbrada. Yo asentí en silencio, oyendo el eco de una sonrisa desvanecerse. Y entonces añadió:

– No te pongas así. Algún día recordará tus historias.

– …Si apenas las escucha, mujer.

– Es un chico, Jonás. Tú también tuviste su edad.

– Yo a su edad amaba las historias de mi padre.

– Porque apenas si lo conocías.

– ¿Y él sí me conoce a mí?

– Ay, Jonás, no empecemos.

– No, dime. ¿Me conoce?

– ¡Como si hubiera mucho de ti que conocer!

– Joder, mira lo que dices. A veces actúas como una bruja.

– Mira, Jonás, no fastidies, ¿sí?

– ¿Yo?

–  Sí, tú.

– Buf, ya comenzaste.

–Lo digo en serio, Jonás: no me fastidies. ¿Está claro?

Un amargo silencio da por terminado mi intento de aventura familiar. Añadir una palabra más a aquel duelo de espadas habría equivalido a hacer malabares con granadas. Así que enterré el hocico en la taza de té durante los minutos que tardé en quedarme a solas, y hallé de pronto en mí la determinación de los que han sido totalmente derrotados. Hurgué en el enorme revistero de periódicos viejos y folletines de propaganda hasta dar con la guía telefónica en el fondo; tendría un par de años de vencida, pero era perfecta para mis fines. Abrí sus últimas páginas y di con el plano sectorizado de la ciudad, en el que luego tracé con el dedo mi ruta de huída hacia la ribera, considerando diversos posibles escenarios. Con apenas tomar el subterráneo, o en su lugar un par de autobuses, podría llegar en más o menos cuarenta minutos al extremo este de la ciudad, en donde nacía el río que la atraviesa, hijo debilucho de uno más amplio y caudaloso. Allí, justo en ese cruce de intensidades, El Desdémona aguardaba impaciente mi visita. Viajaría solo, pues incluso así estaría más acompañado que en mi propia cocina, y cuando volviese de mi aventura personal, de esa ruta trazada por mis dedos sobre la guía, demostraría finalmente la enorme riqueza del mundo que sólo yo era capaz de contemplar y que ninguno de mis seres queridos se dignaba a compartir. Al contrario de mi padre, que escogió el camino del encallamiento, yo regresaría liberado de mí y de todos, aunque nadie más en el mundo lo supiera. Esta vez no estropearía la aventura, no dudaría en el momento preciso de tomar a la vida por las mejillas –esas mejillas siempre rubicundas de Laura– y estamparle un beso, para después darle la espalda y continuar como si nada, porque así son los valientes: inexplicables, incomprendidos, silenciosos. Afiebrado por el ritmo de mis propios pensamientos, desprendí las páginas de la guía con sigilo y las inserté en un bolsillo de mi billetera. Ya tenemos un plan, amigo mío. Pase lo que pase, ya tenemos un plan.

Esa noche apenas si pude dormir. Una vieja angustia me revoloteaba entre el pecho y la barriga, y ni siquiera el lento aguacero de la madrugada logró arrullarme por completo. Finalmente el cansancio pudo más: cerré los ojos un instante y al siguiente ya era de día. La claridad insinuada entre las persianas me dijo que aún era temprano, y que el despertador estaba aún por sonar: podía sentirlo tomar aire antes de dar el campanazo. Mi mujer también dormía, y de pronto esos minutos se me antojaron de una calma pasmosa e inmortal, como si estuviésemos posando sin saberlo para alguna fotografía: esa idea fue de algún modo reconfortante. Giré hacia ella con calma, minimizando el roce sobre las sábanas y le pasé un brazo por la cintura, como solía hacer de novios, cuando dormíamos juntos en la estrechísima cama individual de un cuarto en el centro de la ciudad, con sus padres fingiendo dormir del otro lado de la pared. Ella recibió la caricia sin despertar, con ese ademán dulce que aún conservaba, a pesar de que la vida nos hubiera agriado poco a poco el carácter. Tal vez en sus sueños aún estuviésemos allí, en ese cuarto abarrotado de sus cosas, soñando juntos el tramposo porvenir. Me pareció criminal arrebatarle esos instantes despertándola a una realidad desgastada de tanto uso; más bien intenté dormir de nuevo y acompañarla en aquella fuga maravillosa. Alguien debería enseñarnos al nacer, reflexioné, a escoger con mucho cuidado los eventos que vayamos a vivir: estaremos soñando con ellos durante el resto de nuestra existencia. No pude volver a dormir, pero permanecí inmóvil hasta que el despertador inició su odiosa cantaleta. Entonces cerré los ojos, mientras un temblor parecía sacudir a mi mujer, incorporándola por partes, y ella se libraba de mi abrazo sin apenas notarlo; me pareció que despertaba y a la vez se quedaba dormida. Esperé a solas un tiempo prudencial, como un niño retrasando el momento de ir a la escuela, antes de levantarme y marchar a paso lento hacia el cuarto de baño.

Esa vez no perdí el tren de la mañana: mi plan exigía puntualidad y destreza. Opté por el tren, luego subterráneo y finalmente un autobús, estrategia que me permitiría fugarme y volver al trabajo justo en la hora de almuerzo. Llamé a la oficina desde un teléfono público en la estación, para decirle a Laura que había amanecido indispuesto y me reincorporaría en la tarde. Alegué dolencias intestinales: vómitos y mareos. Nada grave, algo me habrá caído mal. Menos mal, hombre. Sí, menos mal. ¿Llegarás a la reunión de publicidad? Seguro, en la tarde estaré en mi puesto. Perfecto, yo le aviso al jefe, que te mejores. Gracias, Laura. La ventaja de no faltar nunca al trabajo es que cuando por fin lo haces, nadie duda de la veracidad de tus excusas. Colgué el teléfono público y me apresuré hacia el andén, con el periódico de la competencia ya bajo el brazo; me sentí el protagonista de alguna vieja película de espías, sentado en el tren con un periódico ensombreciendo mis facciones, atento a la remota posibilidad de ser descubierto. Una genuina emoción de aventura me condujo de pronto a una sonrisa.

La enorme caverna del subterráneo me arrojó al aire denso cercano a la ribera, cargado del olor del diesel sobre las aguas. Me sorprendió orientarme con celeridad en un sector de la ciudad que hacía años no visitaba. Esperé el autobús durante minutos interminables, antes de ceder a la impaciencia y decidirme a caminar: según mis cálculos pocas cuadras me separaban del río mismo, y una vez en el muelle, no sería difícil acercarme al coloso de metal lo más que me fuera permitido. De cualquier manera, me dije con cierta tristeza, el mejor de los casos me otorgaría una visión lejana y aburrida del barco; una crueldad semejante a obsequiarle una postal a quien anhela viajar por el mundo. Tras minutos de caminata, la cúpula enorme del carguero apareció ante mis ojos. Al principio el marrón oxidado de su casco se confundió con las aguas pardas del río, como si en vez de una nave anclada a pocos metros de la costa, se tratase de una ola enorme y sucia que pretendiese la orilla. Pero a medida que me aproximaba al amplio malecón turístico, sus letras blancas y lucidas lo recortaron del paisaje: El Desdémona me mostraba finalmente su inmensidad, sus múltiples tonos de arcoiris ferroso, fraguados unos por el hombre y otros por el paso del tiempo. El espectáculo era enternecedor y lastimero, y desde la barandilla que finalmente sostuvo mi peso, muchos transeúntes lo escudriñaban con binoculares, lo fotografiaban o hablaban de él señalándolo a lo lejos. De todos los que nos hallábamos recostados de la baranda, pensé empapado de sudor, solamente yo veía en el Desdémona algo que me perteneciese. Mientras todos observaban fascinados su aliento de barco fantasma, yo le ofrecía una mirada tierna, de juguete recuperado; un gesto dulce que había visto años atrás en la cara recién nacida de mi único hijo, heredero temprano y atolondrado de mis pocos relatos. Un hijo es un extraño desdoblamiento: un espejo diminuto en el que empezamos a mirar la propia vejez, como un catalejo dirigido hacia las estrellas; y esa es una visión que pocos soportan sin derramar al menos una lágrima por sí mismos, y por sus sueños que ya nunca se cumplirán. En realidad empezamos a morir en cuanto nace nuestro primer descendiente.

La brisa me trajo unas primeras gotitas de lluvia y pensé en volver. Estuve a punto de dar la espalda a la ribera, al barco abandonado y a la aventura sin sentido en que me había metido de cabeza, esta cabeza aburrida de sí misma y aburrida de su propio aburrimiento. Me dispuse a volver a la oficina, a dormitar despierto las reuniones los miércoles por la tarde, a decirme frente al espejo del baño que aún queda tiempo, que no debo pensar en la muerte, a constatar el abismo entre las cosas y yo, a las tibias caricias de mi mujer, a recordar con ironía mis planes de vida a los veinte y a los treinta; pensé en volver, sí, pensé incluso en el viaje de regreso, a sabiendas de que no había ya retorno posible, de que todo regreso es la parte visible de un espiral. Pero en lugar de retroceder, agucé la vista: dos figuras sombrías me distrajeron de mis propios pensamientos. Dos pelícanos, enormes como niños pequeños, parecían hacerme señales con su aleteo marrón desde la cubierta del Desdémona. Casi lucían como parte del barco, gárgolas oxidadas en vida, abanicando el aire con sus alas densas; pero también parecían satisfechos, o esa fue la impresión me dieron en la distancia. Pelícanos: hacía décadas que no veía uno de cerca, ni siquiera suele haberlos por estos lares.

La lluvia cobró densidad en cuanto di el primer paso hacia la playa. Una pequeña escalera de concreto me alejó del barullo de los turistas, conduciéndome poco a poco hacia la arena negruzca del río. Sobre ella abandoné el maletín, y me dejé la chaqueta puesta y los zapatos; cuando sentí el agua chapotear a mi alrededor, cerré los ojos y respiré muy hondo: podía oler al Desdémona a lo lejos, con su invitación abierta a lo desconocido, a lo absurdo. Entonces sentí el primer manotazo de las olas, y su violencia me hizo entender que no había sentido en el viaje sin en el extravío propio de la aventura; así que cogiendo el máximo de aire, di las primeras brazadas en medio del rugido venidero de la tormenta.

En la orilla, sacudiéndose bajo el peso de cuero del maletín, el diario de la competencia me aleteaba una despedida. Sus páginas advertían la inminente y brutal sudestada.

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Imagen: “Bon Voyage I”, de Thy Mournia