Artes

Rafael Castillo Zapata: “En el principio está la fascinación por las palabras”, por Gabriel Payares

Entrevista a Rafael Castillo Zapata

Por Gabriel Payares | 7 de mayo, 2011

Rafael, tu labor crítica publicada recientemente –me refiero a Fenomenología del bolero y a La espiral incesante– parece indagar en experiencias que vinculan una vivencia afectiva de la cultura (el amor y el enamoramiento, en el primer caso, y las políticas de la amistad y la herencia, en el segundo), abordadas a partir de procedimientos teóricos y críticos contemporáneos. ¿A qué responde esta combinación de intereses en particular?

Siempre he tenido una relación apasionada con la teoría y, en ese sentido, mi encuentro con ella está lleno de reticencias, resistencias y cautelas. Cuando algún aspecto de mi experiencia afectiva, sensible o intelectual se me impone con fuerza reclamando mi atención, inicio una reflexión en la que trato de no sepultar bajo una andanada conceptual la integridad de eso que solicita mi cuidado. Por eso trato de acallar la voz de mi conciencia teórica y dejo que el cuerpo de lo que llama mi atención domine la escena. Por eso me entusiasmó la vía fenomenológica y por eso prefiero el atajo del ensayo a una disertación conducida bajo los patrones de una metodología específica. Me acerco a mis objetos como un amateur, como lo concibe Barthes, es decir, como aquél que hace lo que hace (o dice lo que dice, en mi caso) “sans esprit de maîtrise ou de compétition”. Tal vez por eso tiendo a elegir objetos de estudio que me hayan afectado existencialmente, que hayan determinado algún tipo de conmoción en mi experiencia (y en realidad habría que decir que son ellos, a fin de cuentas, los que me eligen, los que, de alguna manera, se posesionan de mí): objetos afectivos, objetos afectuosos, sobre los cuales puedo reconducir mi placer y comunicarles sus efectos (los efectos de mis afectos) a los demás.

Porque lo otro que reconozco que influye en mi gana y en mi manera teórica (es decir, en mi impulso contemplativo) es la necesidad de que mi faena tenga un destino y sea el fruto de una necesidad real; me parece que yo no me hubiera puesto a investigar sobre cómo se organiza simbólicamente el amor en la canción popular caribeña si esto no hubiera sido parte de mi propia deriva vital y si no hubiera sentido y presentido que esa investigación iba a poder entablar un diálogo con un destinatario concreto. Por eso, tal vez, he elegido temas y problemas que se refieren al modo como (nos) amamos, al modo como ocupamos el espacio, al modo como conservamos un legado, al modo como constituimos comunidades (de escritura, por ejemplo) para construir una civilización, siempre a través de artefactos simbólicos.

¿Y qué papel juega el quehacer poético frente a esa exploración de las realidades que te conmocionan interiormente? ¿Existe algún tipo de acompañamiento poético del ensayo, o al revés, quizás una cristalización poética de la exploración ensayística?

Pareciera que el impulso de la escritura fuera uno solo, un mismo impulso expresivo que luego se bifurca, o mejor, se estratifica, se solapa, se dobla. En el principio, yo creo, está la fascinación por las palabras. Yo me veo a los doce años improvisando versos con palabras extravagantes, extraídas de un pequeño larrousse desvencijado, anotando en pedacitos de papel esas ocurrencias verbales que, por suerte, se llevó el viento. En todo caso, uno podría decir que el “quehacer poético” es una forma de conducir nuestra fascinación por las palabras, y esa fascinación está tanto en la experiencia “lírica”, digamos, como en la experiencia “prosaica”. Por eso me sorprendo jugando siempre con las palabras cuando escribo un ensayo: es como si no hubiera para mí una frontera clara entre el gusto por saborear la carnosa sonoridad de las palabras y el deseo de explicar, con ellas, algo que me conmueve; como si no hubiera mucha diferencia entre la disertación y el canto. Pero seguramente exagero. Es evidente que la actitud anímica que determina la escritura de un poema no es la misma actitud que determina la escritura de un ensayo; sin embargo, no puedo negar que esa diferencia de actitud no invalida para nada la certeza de que, en el poema y en el ensayo, un mismo flujo sensual anima las imágenes y anima las ideas. En todo caso, la primera conmoción para un escritor es siempre la que le produce una palabra que lo obsesiona; a partir de ahí se desencadena todo lo demás, tratado o poema, aforismo o novela, diario, carta, ensayo relato, memoria, confesión.

Y sin embargo, decía Ludovico Silva que “crear es elegir radicalmente”. ¿Está el acto creativo contenido en esa escogencia secundaria, digamos, del método de representación de las ideas, o crees que estriba más bien en esa contemplación fascinada inicial? ¿Qué diferencia al creador, en ese sentido, del crítico que también se fascina ante una obra ya acabada?

¿La fascinación abre el camino? Si hay método, digo, es para desbaratarlo, para contradecirlo. Si hay método es para arruinarlo a medida que se avanza: la escritura inaugura su propio rumbo a medida que se despliega, nunca se sabe a dónde va ir a parar uno cuando se deja llevar por ese impulso. Pero también es cierto que hay que manejar teorías para poder quebrarlas, aborrecerlas, denigrarlas, jugar a ser parricidas con ellas para afirmar nuestra “verdad”. Quiero decir, que no se lanza uno a la escritura desnudo de saberes, aunque ya quisiera uno que así fuera: por eso la ficción fenomenológica me gusta: creer que se puede poner entre paréntesis todo lo que uno sabe para enfrentarse sin parapetos a lo real, a sus objetos. Crear es elegir, pero no se sabe muy bien quién (o qué) elige: a veces podría asegurar que es una palabra dada, una idea, una ocurrencia la que nos elige, y entonces se apodera de nosotros la enigmática tentación de escribir. Quizás el crítico es, también, elegido por lo que lee. Quizás no habría mucha diferencia entre el poeta y su lector metódico, su hermeneuta: ambos son víctimas de una suerte de posesión. Nadie escribe un poema por encargo y si lo hace el resultado es siempre, seguramente, banal. Es posible, por el contrario, que un lector escriba por encargo y haga de eso, por ejemplo, su profesión, como los críticos. Pero los lectores que nos interesan (Borges leyendo a Chesterton, Pitol leyendo a James, Silva Estrada leyendo a Ponge, y así por el estilo), son lectores embargados y embriagados por algo que los elige, algo que está más allá de su propio poder de decisión.

¿Y no corre esa postura el riesgo de asemejarse en su carácter hermético a la experiencia mística, a una persecución de lo divino y, por consiguiente, de entender al creador como un individuo convocado de entre las masas por una voluntad inefable?

– Bueno, a mí me parece que todo hombre está a merced de una posesión semejante. Borges le contaba a Bioy Casares un episodio delicioso: sentado en un vagón del metro, Borges escucha a un niño que pregunta “¿cuánto falta para Palermo?”; como los padres, distraídos, no le responden, el muchachito insiste: “¿cuánto flauta para Palermo?”, y se ríe. Borges le dice a Bioy que, en ese momento, ese niño está descubriendo la literatura, que no es más que el gozo puro y duro de un juego de palabras, de un juego con las palabras. Un poco más, dice, y el muchachito llegaría a decir: “¿cuánta flauta para Palermo?”. Esta anécdota quizás nos sirva para entender que esa variación entre “falta” y “flauta” es, posiblemente, algo que el niño no estaba buscando pero que le ocurrió: unas letras se desplazaron sin querer y organizaron un objeto que se convirtió en una revelación. Todos los hombres, digo, estarían a merced de cosas así, de experiencias inesperadas con el lenguaje, con la imaginación. El niño, más libre, más propenso a experimentar con la lengua, más travieso, menos lleno de prejuicios, posiblemente esté más preparado que un adulto para recibir esas sorpresas y prestarles atención e incorporarlas a su vida. Los grandes poetas son siempre muy infantiles, ¿no? Me imagino siempre a Lezama Lima como un muchachote travieso jugando con las palabras y burlándose de todos los que iban a entrevistarlo respondiéndoles siempre con jerigonzas divertidas. No puedo dejar de recordar, por ejemplo, el maravilloso “infantilismo” de Juan Sánchez Peláez: su actitud ante el mundo y ante las palabras explicaría la maravilla de sus poemas llenos de hallazgos y de asombros. No sé si eso sea una experiencia mística. En todo caso, me parece que lo que llamamos inspiración es el efecto de un estado que puede cultivarse. Es decir, si yo cultivo en mí el lado infantil que sobrevive a los desmanes de la civilización, tal vez estaré más preparado, más receptivo, para captar e incorporar eso que viene sin yo saber cómo ni cuándo desde el fondo de mi inconsciente, de mi memoria, de mi cuerpo. En el acto creador, algo viene a nosotros y se nos entrega; eso no lo podemos decidir; lo que podemos decidir es ponernos en condiciones de que, cuando eso venga, estemos preparados para aceptarlo y recibirlo. Si tenemos los oídos tapados no oímos la convocatoria de una corriente sonora que pasa. La corriente sonora no la decidimos nosotros, lo que podemos decidir es esa situación de escucha, de atención gracias a la cual adquirimos una suerte de disponibilidad membranosa, vibrátil que nos permite resonar con esa corriente sonora cuando ella le dé su gana de venir. Esto parece claro para mí en el caso de la experiencia poética. Y si uno piensa en la disciplina de los místicos, que se hacen violencia para escuchar a Dios, entonces, de pronto, en la experiencia poética hay algo de misticismo.

Yo diría que lo que acabo de especular a propósito de la experiencia poética podría aplicarse a toda experiencia de escritura creadora. Pero incluso escribiendo un mensaje electrónico al vuelo para informar algo escueto, una “flauta” inesperada puede aparecer en el lugar de la “falta” que esperábamos. Y allí volvemos a empezar.

Me gustaría retomar aquí algo que decías durante tu exposición en la 8va Bienal Mariano Picón Salas, y que se refería a cómo el crítico desaparece a medida que hace aparecer la obra en su lugar. ¿Crees que la obra ejerza su posesión sobre el crítico hasta hacerlo virtualmente desaparecer? ¿Y desaparece también el creador ante la realidad que lo fascina?

Si las mejores experiencias de lectura son aquellas que nacen de una fascinación, entonces lo que tiene preeminencia siempre es el objeto y no el lector, el objeto fascinante y no el sujeto fascinado. En el caso del crítico, creo que la experiencia de la lectura es la experiencia de una intervención, cuya única finalidad es despertar de nuevo a la luz de la percepción un texto (o un mundo) que, antes de ser leído, permanecía, digámoslo así, dormido. La intervención del crítico se limita a catalizar una reacción por medio de la cual el texto se revela en su intensidad inherente: el crítico no pone nada que ya no esté de antemano en el texto, sólo que lo hace perceptible de nuevo. Pero una vez que lo hace, una vez que su catálisis promueve esa manifestación de las potencias sensibles (significativas y sensuales) depositadas en el texto, el crítico se esfuma. Lo ideal sería que la voz del crítico se apagara de tal modo que el texto resplandeciera de nuevo como si nadie hubiera activado en él esas potencias. Novalis decía que la mejor lectura que podía hacerse de un poema era otro poema; quizás esa sea una aspiración excesiva. Pero apuntando en esa dirección se producen las más memorables experiencias críticas que conozco: Blanchot, Paz, Brodsky, Sucre, Benjamin.

En el caso del poeta, uno podría decir lo mismo pero en relación con el mundo, con lo real. Aunque un poeta se valga de otros poetas, de otros poemas, para intentar una aproximación al mundo, lo que lo fascina es ese mundo, en principio. Pero ese mundo, para él, no es nada si no se (le) da en las palabras: su medio y su modo es el lenguaje, y no hay mundo que no sea para él al mismo tiempo lenguaje. Por lo tanto, se diría que la fascinación del poeta es doble: está fascinado por el mundo y está fascinado por el lenguaje. ¿Cuál de las dos fascinaciones debería privilegiar? Hay poetas que parecen privilegiar la fascinación por el lenguaje y serían, entonces, exhuberantes y sobreabundantes, como Lezama. Hay poetas, en cambio, que privilegiarían el mundo y serían, de ese modo, poetas sobrios, poetas parcos, como Ponge, tal vez. Tal vez habrá también poetas intermedios, ambivalentes entre el exceso y la contención.

Quizás todo esto sea demasiado teórico. Puedo hablarte de mi experiencia y entonces te diría, con mucha convicción, que el modo en que voy encontrándome cada vez más a gusto en la poesía es el modo ideal del ejemplo de Heidegger, a propósito de la nieve y la campana: la palabra poética se me presenta actualmente como ese polvo de nieve, leve, que, al caer sobre una campana, la hace vibrar y se evapora. Hace tiempo escribí unas notas sobre el acto poético como un acto de mínima intervención sobre la realidad (en el lenguaje): un rasguño en la piedra. La palabra del poeta, me digo ahora, debe retirarse también, borrarse, desaparecer una vez que permite que un fragmento del mundo resuene y resplandezca. En este camino, ciertamente, estoy ya a punto de quedarme callado. De hecho, después de “El cielo interrumpido” no he vuelto a escribir un poema; y ya allí no hice otra cosa que borrar, casi hasta la extenuación, un libro anterior sacrificado, devuelto a la precariedad de sus palabras más elementales, más puras.

Es una metáfora hermosa, esa de Heidegger; me hizo pensar en los Cuatro cuartetos de Elliot: “Time and the bell have buried the day”. Al final, la voz del poeta siempre ha de callar. ¿Con qué otros proyectos, a propósito, planeas combatir ese silencio?

Contra ese silencio o gracias a él, mi esperanza está toda puesta en el diario: es lo que me está anclando, hoy por hoy, a la escritura. De pronto descubrí, a mediados de agosto de 2008, luego de releer unos diarios más antiguos, que había allí, en esa escritura que intenta recuperar para la memoria los trabajos y los días de un cuerpo y de una conciencia, una posibilidad de afirmarme en la tentación de escribir, o mejor dicho, una posibilidad concreta, patente e inmediata de probarme a mí mismo que sigo siendo un escritor, alguien que no puede vivir sin escribir. El diario constituye desde entonces para mí lo que, tal vez pretenciosa pero inevitablemente, quiero y necesito considerar obra, la prueba de que desarrollo un quehacer y me dedico a él con cierta disciplina. Pero aquí también la voluntad y el azar despliegan sus contiendas: el diario nunca se escribe a diario; el diario no es el registro catastral de mis trabajos y mis días; el diario se escribe a espasmos, según el vaivén impredecible de los chispazos de reflexión que provoca una lectura, una mirada, una palabra compartida, una carencia, un contratiempo, una emoción. Y de este modo no salgo de la trampa de esa aporía maravillosa que ha estado planeando a lo largo de nuestra conversación: con del diario hay, sin duda, un poco más de control sobre la propia disponibilidad para escribir: uno se fuerza, se obliga un poco a no dejar pasar de largo un impacto del mundo, y al registrarlo lo transfiguramos; el registro nos lleva, sin quererlo, a lugares que no planeábamos visitar y, de pronto, lo que quería ser sólo un apunte se convierte en un relato, en una disertación morosa, en una algarabía de atropelladas coincidencias memoriosas. De este modo, descubro, el diario se convierte también en literatura. Por eso ando bastante feliz con mi diario: siento que no me he salido del versátil territorio literario; siento que merodeo por ahí más libremente (el diario es una plataforma para activar esa disciplina displicente del amateur que evocábamos antes) y que esa travesía tiene sentido, porque, claro, desde que me di cuenta de que el diario es literatura, comencé a pensar en el destinatario, comencé a pensar que el registro escrito de los eventos físicos y espirituales en los que se ve involucrado un hombre cualquiera (yo mismo) tiene un sentido porque es una interpelación para los próximos y los venideros. Por eso quiero comenzar a publicar mis diarios en los próximos meses y emprender, como nos ha enseñado Alejandro Oliveros, una secuencia más o menos regular de entregas sucesivas en el futuro: el diario pertenece a eso que Foucault llamó exomologesis, la forma en que los primitivos cristianos exponían frente a la comunidad su experiencia, y esa comunicación es preciosa: lo que nos hace humanos es la capacidad de escuchar, de atender cualquier experiencia, por insignificante que parezca, de otro hombre que se nos quiera donar o conceder mediante eso que llamamos, todavía, confesión o, más modestamente, confidencia. El diario es un modo de la confesión, género literario, como decía María Zambrano. Es un modo de la confidencia y del diálogo: una forma muy peculiar de la conversación.

Con el diario, pues, comencé a sentirme en muy buena compañía: descubrí a Marco Aurelio, por ejemplo, que escribió a su maestro Fronto hermosas cartas que son como diarios llenos de pormenores cotidianos y sentencias; volví a Montaigne para convencerme una vez más de la justa necesidad ética y política de eso que ahora llaman “literaturas del yo”; me encontré con Renard, con Ribeyro, con Bloy, con Tóstoi, grandes diaristas. Y así el silencio no me ha ganado del todo: en el diario, la promesa de escribir es un ancla: escribiendo que escribiré, escribiendo sobre lo que podría escribir si escribiera, la escritura no se me escapa, sigo en ella, empecinado, empecinándome. Hasta me parece, entrever, a veces, que podré volver a escribir un poema, un relato. Pero mientras eso llega, escribo por lo que no escribo, escribo por lo que escribiré. O no. Y lo importante es el día.

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Fotografía: Lisbeth Salas.

Gabriel Payares Gabriel Payares (Londres, 1982) es Licenciado en Letras (UCV) y Magíster en Literatura Latinoamericana (USB), así como autor de dos libros de relatos: Cuando bajaron las aguas (Monte Ávila Editores, 2009) y Hotel (Puntocero Ediciones, 2012). Su labor creativa ha sido galardonada con varios premios nacionales, tales como el Premio para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores (2008), el Premio para Jóvenes Autores de la Policlínica Metropolitana (en 2011 y 2013) y el Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (2011).

Comentarios (9)

LaBlanchotiana
7 de mayo, 2011

R. Castillo Zapata: Un hermoso devenir… Gracias por esa entrevista.

Alba Tirado
8 de mayo, 2011

Rafael, juraría que puedo escuchar tu tono de voz al leer tus palabras. Excelente entrevista, me encantó “escribo por lo que no escribo, escribo por lo que escribiré” y nunca es demasiada la teoría cuando de literatura se trata. Mis respetos.

ramón elías
8 de mayo, 2011

Son las entrevistas y las palabras que a uno le gusta leer. Alguna vez leí unos muy buenos poemas de Castillo Zapata. teoriza con argumentos, con el uso preciso de las herramientas cognitivas. Agradecido poeta, festejo esa lucidez.

Marina Wecksler
8 de mayo, 2011

Carpe Diem…! Muy buena entrevista. Gracias al entrevistador y al entrevistado por ella.

Jason Maldonado
9 de mayo, 2011

Estupendas palabras Rafael. Encontrarse con tus reflexiones literarias, amén de transportarme a la Escuela de Letras, son siempre un punto en el cual se halla la magia de la palabra. Tú y Barthes siempre presente. Buena entrevista Payares, inteligente y oportuna. Mi aprecio para ambos. PD. “Fenomenología del bolero” es un libro fenómeno, que lo diga mi tesis que se apoyó en algunas cosas de él. PD2. Rafa, sigue “H”arando con la rodilla…

Carolina Ramírez Á
9 de mayo, 2011

Qué bella entrevista, muchas gracias por este regalo. Cariños para el entrevistado y el entrevistador.

Rubén
15 de febrero, 2012

¿Donde encuentro el libro fenomenología del bolero? no lo consigo…

iola Mares
15 de febrero, 2012

Gabriel Payares es meticulosamente poético en su entrevista. Por eso hace confesar al poeta, ensayista y diarista que reside en Rafael Castillo Zapata: un entrañable maestro y escritor en gerundio.

Gabriel Payares
15 de febrero, 2012

Gracias a todos por sus comentarios y por leer la entrevista (y por volverla a leer, ya que se hizo hace rato). Conversar con un poeta y profesor tan lúcido como Rafael Castillo no puede, independientemente del interlocutor, sino resultar en una experiencia grata e interesante; el crédito es todo suyo.

Rubén: “Fenomenología del bolero” apareció en Monte Ávila Editores, pero después de agotarse fue reeditado por Celarg. Puedes hallarlo, en teoría, en las librerías Del Sur, y si es una urgencia muy especial, puedes pasar por Publicaciones Celarg en el piso 3 de la Casa Rómulo Gallegos y ellos con gusto, de ser posible (su inventario es realmente escaso), te entregarán un ejemplar de cortesía. Saludos.

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