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Cuñadas en Manhattan, por Arturo Almandoz Marte

A Antonieta Marte de Almandoz y Maruja Almandoz Ramos: In memoriam.

1. Si bien tenían gustos y niveles educativos muy diferentes, mamá y Maruja, una de mis tías paternas, se avenían de maravilla. Criada en la provincia gomecista antes de venirse a Caracas a finales de los años veinte, mamá no había siquiera completado la primaria en el modesto colegio Limardo de la capital, mientras que la futura cuñada se contaría entre las normalistas egresadas del patronato San José de Tarbes, en las postrimerías del Benemérito; prosiguió ésta su formación como docente en inglés y educación artística en el Pedagógico recién creado por Picón Salas, en los luminosos años de Medina Angarita. Poco viajada debido a las restricciones presupuestarias de mi abuelo primero, y de papá después, mamá había estado apenas un par de veces en la casa que había comprado en Miami una hermana casada con prominente político de los años adecos. En cambio Maruja había conocido Europa desde la segunda posguerra, así como Latinoamérica y ciudades estadounidenses como Houston, donde incluso viviera un año perfeccionando el inglés, con beca de una compañía petrolera.

Fue para mí entonces no sólo placentero sino también interesante, en vista de sus backgrounds tan diversos, que las cuñadas entrañables quisieran acompañarme en el viaje a Nueva York que hiciéramos en septiembre de 1982, en ocasión de mi grado de Urbanista. Tía Maruja lo conocía y yo había estado una vez de adolescente, como muchos venezolanos de la Venezuela saudita, a pesar de las consuetudinarias limitaciones de nuestro presupuesto familiar. No obstante recordar los archiconocidos hitos de la estatua de la Libertad y el edificio del Empire State, por supuesto, así como haber recorrido las colecciones de los museos Metropolitano, MoMA y Guggenheim, conservaba yo una idea muy vaga en términos de lugares, impropia de mi recién completada formación urbanística, pero cónsona con la desorientación espacial y geográfica que siempre me ha acompañado. Eran en cambio muy vívidas las impresiones de dos libros que ya había incorporado a mi incipiente biblioteca de recién graduado: uno era La ciudad de nadie, de Uslar Pietri, con su reporte penetrante y sombrío de la prodigiosa pero desoladora metrópoli que acogiera al otrora ministro de Educación, durante su exilio después del golpe de 1945, cuando diera clases de literatura venezolana en la majestuosa Universidad de Columbia. Otro era Manhattan Transfer, de John Dos Passos, con su vanguardista mosaico, entre novelado, cinematográfico y periodístico, del Nueva York babélico y masificado que mudaba, como los bastidores de un escenario, su secular riqueza multicultural.

2. Aunque parezca socorrido cliché al que cada turista apela para magnificar su propia visita, 1982 era un año floreciente en la movida neoyorquina. Las extravagancias de Andy Warhol reinaban todavía entre la bohemia metropolitana, uno de cuyos templos disco seguía siendo el Studio 54, venerado por socialites de todas partes del mundo, incluyendo los venezolanos Reinaldo y Carolina Herrera. Hacía apenas un año ésta había lanzado su primera colección femenina en el Metropolitan Club, llena de aquellos sofisticados trajes de altos talles y mangas con hombreras, que pronto rivalizaron con los estilos más casuales y desenfadados de Ralph Lauren y Donna Karan, quienes desde los setenta dominaban la moda en las calles y avenidas frenéticas. Si en las marquesinas y neones de Broadway y la calle 42 seguían rutilando los ya consagrados éxitos de Cats, A Chorus Line y Dream Grirls, el cual recreaba la ya legendaria historia de Diana Ross y Las Supremas, Raquel Welch saltaba a la vista en la miríada de autobuses y taxis amarillos que anunciaban Woman of the Year, en la que el símbolo sexual heredero de Marylin Monroe sustituyera a última hora a la diva Lauren Bacall, quebrantada a la sazón en su lujoso apartamento del edificio Dakota.

Aparte de las obras de Broadway a las que sí asistimos y mamá disfrutó a rabiar, estábamos nosotros, por supuesto, al margen de esa movida que empero se respiraba en las calles. Nuestros itinerarios diurnos fueron más convencionales y turísticos, los más de ellos en metro, novedoso todavía para los que veníamos de la Caracas que estaba en vísperas de tenerlo; movidos quizás por la avidez de mamá de ver lo más superlativo de aquella isla prodigiosa, el primer distrito visitado fue Wall Street y el extremo sur de Manhattan. Recorriendo los sombreados cañones entre rascacielos corporativos, del Morgan & Stanley al Chase y Citibank, a lo largo de lo que comenzaba a ser llamado el Sillicon Alley – en guiño a su contraparte tecnológica que se conformaba en California – aparecía de repente ante los peatones, mostrando la parroquiana religiosidad del borough, la iglesia episcopal de la Trinidad; o como recordando la efímera capitalidad neoyorquina en el albor republicano, erguíase el memorial al juramento de George Washington como primer presidente de los Estados Unidos.

Pero el verdadero templo de aquel distrito parecía ser el neoclásico edificio del New York Stock Exchange, que en 1903 sacralizara el lugar en el que se reunieran los 24 brokers en 1792 para acordar las reglas de las transacciones financieras. Aunque la muralla holandesa de 1653 fuera derruida por los ingleses que la transformaran en calle para finales de aquel siglo, mucho quedó como impronta de la fundación mercantil del villorrio, en la que Peter Minuit, según reza la tradición, comprara la isla a los aborígenes por 24 dólares; es como si la voracidad de la transacción leonina, para muchos la más lucrativa de la historia inmobiliaria, hubiese marcado para siempre, como en otra letra escarlata de Hawthorne, no sólo la historia de aquella Nueva Ámsterdam barroca, sino también de la anglosajona Nueva York del comercio y las industrias, los bancos y las corporaciones. Para muchos detractores del capitalismo norteamericano, algo de aquel pecado original había en el crack que colapsara al NYSE en octubre de 1929, como algo aleteó también para otros en el credit crunch que se expandió por los Estados Unidos ochenta años después, cuyas quiebras más ominosas ocurrieron entre los ciclópeos rascacielos de Wall Street.

3. Resulta casi épico que, en lo peor de la crisis que siguiera al crac del 29, se haya levantado el Empire State Building en trece meses, sin retrasos ni horas extras; aunque también es comprensible, dada la escasez de trabajo en aquellos años previos al New Deal en que todavía Franklin Roosevelt era gobernador de Nueva York, cuando los así llamados sky boys hacían lo imposible por cobrar una jornada completa. Como lo proclaman las insignias de la electricidad y la calefacción que presiden, junto a las herramientas masónicas, sus marmóreos vestíbulos art déco, mucho de proeza material hubo en aquella torre de William Lamb que se convirtiera en la más alta del mundo, moldeando no sólo el prototipo secular de pujanza y bienestar corporativos, sino también el emblema de modernidad metropolitana entre las generaciones que hubimos de crecer al resguardo de la pax americana.

Habiendo conocido algunos de los rascacielos de Houston y Chicago en sus años de becaria, tía Maruja no se mostraba tan impresionada por la grandeza del Empire State que dejara a mamá boquiabierta, como por la elegancia del Chrysler que despuntaba a pocas manzanas hacia el norte, entre la avenida Lexington y la calle 42. Con sus estilizados motivos tomados de la carrocería del modelo de 1929, coronados por el chapitel que lo convirtiera en el más alto del mundo por pocos meses, el rascacielos de Van Allen era para la tía solterona no sólo la cúspide del sofisticado modernismo art déco, como tantas veces lo predicara en sus clases de historia del arte en colegios y liceos caraqueños, sino también el mejor exponente de la arquitectura neoyorquina.

Una feroz rivalidad se desató desde la construcción casi simultánea de ambos rascacielos, cuando el Chrysler fuera destronado, a los pocos meses de su reinado en el cielo metropolitano, por el mástil soberbio del Empire State. Habiendo sido construido en el lote del legendario hotel Waldorf Astoria, la torre imperial pronto devino icono masivo en el King Kong de 1934, inmortalizado después con el bombardero sin rumbo que se estrellara contra uno de sus pisos en el año 45, así como con los más de treinta suicidios que no llegaron, sin embargo, a ensangrentar su historia. Cuando los Yanquis de Nueva York ganaron la Serie Mundial en 1977 y sus pisos superiores fueron iluminados de blanco y azul, inaugurándose un calendario de luces y fiestas que hasta hoy se mantiene, el vetusto rascacielos, superado ya en su récord por la torre Sears en la Chicago archirrival, no necesitaba de la altura para seguir siendo el más mítico edificio de la Gran Manzana.

4. Pero el Midtown ofrecía mucho más para deslumbrar a las cuñadas. Recordándoles un poco el Centro Simón Bolívar que habían recorrido juntas en sus primeros tiempos, antes de que comenzara a tomarlo la buhonería y el deterioro que ya le conocía yo de los setenta, sobre todo mamá estaba fascinada con el elegante funcionalismo del Rockefeller Center, avivado por la incesante muchedumbre que atravesaba plazas y arcadas en aquel inicio de otoño. Por asociarlo con tantas divas y estrellas del vodevil flanqueadas por las famosas rockettes, mostró mamá fascinación casi infantil con el Radio City Music Hall, de cuya inauguración en 1932 había escuchado ella en el Philco mostrenco que había en la casona de mis abuelos en Altagracia. Algo del mismo embeleso pueril, conjurado por las marcas de artefactos que modernizaron aquella Caracas gomecista en la que creciera, translució también en mamá, nunca lo olvidaré, al contemplar el edificio de General Electric, el cual había sido de RCA.

Menos resonante para nosotros que el Radio City – que mamá y yo no podíamos dejar de asociar con el palacio de cine caraqueño al que de niño me llevaba – al subir hasta la calle 57, tía Maruja nos hizo notar la sobriedad florentina del Carnegie Hall, cuya construcción fuera patrocinada por el magnate del acero nacido en Escocia, aunque nada de esta aleación se usara para su estructura pétrea. Inaugurado en 1891 por el mismísimo Chaikovski, acaso ese origen casi mítico, así como el virtuosismo de los que tocan y dirigen en sus tres salas, hacían que el vetusto odeón conservara incólume su nobleza y prestigio; sin importar que hubiese sido superado desde los sesenta por el Lincoln Center, el cual también recorrimos al cruzar Parque Central hacia el oeste, hasta extasiarnos en la grandeza del Metropolitan Opera House, con sus murales fovistas de Chagall y sus estalladas arañas de cristal.

Por gustarme los contrastes arquitecturales a través de los que las ciudades vuelven simultánea la historia, al decir del tan neoyorquino Lewis Mumford, me atrajo mucho cómo se destacaba el majestuoso tímpano de la estación Grand Central sobre el vidrioso rascacielos modernista que diseñara Walter Gropius en 1963, ocupado todavía a comienzos de los ochenta por las oficinas centrales de Pan American. Había en esa vista algo de la ecléctica monumentalidad de aquella metrópoli, así como del secular predominio de Estados Unidos en su cénit, antes de que comenzara a dar señales de agotamiento, no tanto frente al leviatán soviético de la Guerra Fría que estaba por terminar, sino más bien ante dos bloques que aquél había  ayudado a recuperar desde la posguerra: la Europa del plan Marshall y el Japón de Hirohito. Aparte de ser un souvenir del viaje y de la aerolínea que nos transportara pero que estaba en decadencia – recuerdo a tía Maruja escribiendo una nota quejándose por el servicio deficiente, en el vuelo de regreso a Caracas – conservo esa postal del Mercurio ferroviario y el coloso aeronáutico como imagen alegórica del período entre dos locomociones que definieron el apogeo económico y técnico estadounidense.

5. Más allá de los prodigios económicos y políticos, la infaltable visita a la estatua de la Libertad fue ocasión para hablar de los valores cívicos de los que los Estados Unidos habían sido égida, desde sus modestos comienzos en Nueva Inglaterra, para milenarios contingentes inmigrados de todos los continentes. No conocía yo antes de aquel viaje de 1982 que la estructura había sido armada, casi un siglo antes, por el mismo Gustave Eiffel que erigiera la torre parisina, ni tampoco que había sido diseñada por Frédéric Bartholdi; y sólo fue décadas después cuando leí, en las crónicas de viaje de Justo Sierra, la mejor interpretación del simbolismo de la estatua, apenas atisbado por mí, con emoción inefable, en aquella visita septembrina: como en un histórico relevo transatlántico, su rostro y diadema apolíneos eran dignos herederos de los eternos ideales helenos que pasaban a América; “es la civilización misma esta libertad iluminando al mundo, es el jeroglífico gigantesco de la civilización humana”, exclamó el erudito mexicano ante la augusta diosa, a finales del XIX. Y como reconociendo en el gálibo colosal de esta Libertad secular a la nación que la había merecido en su centenario republicano de 1886, por acoger en sus puertos a tantos inmigrantes del orbe, contempló don Justo la “flama inmóvil de la antorcha”, enhiesta “como un unísono cantado por un pueblo o por un océano, hacia lo alto, en un gloria in excelsis de bronce y de vida.”

Desde el tycoon ferrocarrilero Cornelius Vanderbilt hasta el popular compositor Irving Berlin, cientos de miles fueron los inmigrantes que habían llegado a Ellis Island, los más de ellos pasando después al bajo Manhattan, en condiciones tan precarias como inhóspitas. Desde la Kleinedeutschland y la Pequeña Italia hasta el negro Harlem y el Brooklyn judío, sus familias habían poblado y coloreado las urban villages a través de los cinco boroughs que se hicieran metrópoli en 1898, escenificando uno de los episodios más heroicos de la joven república americana trocada en gendarme trasatlántico. Desde que los periódicos neoyorquinos de William Randolph Hearst exhortaran a asumir el Destino Manifiesto para liberar a Cuba y dar la última estocada al imperio español, ese entre siglos fue apogeo del expansionismo que iniciara William McKinley y consolidara Theodore Roosevelt, neoyorquino también. No obstante sus refulgencias de oropel y su sedicente ecumenismo, el resplandor crepuscular de esa Gilded Age fue denostado por miembros de la inteligencia neoyorquina, como Henry James y Edith Wharton, quienes se sentían incómodos en la sociedad materialista y farisaica, imperialista y conservadora, por lo que, en dirección contraria a los inmigrantes atraídos por Miss Liberty, buscaron refugio en el Viejo Mundo.

6. Mientras mamá nos escuchaba con su silencio prudente, algo de esto conversaba conmigo Maruja – como me atrevía yo a llamarla con la confianza de la edad y el recién obtenido grado universitario – al regresar exhaustos de caminar en la víspera de nuestro retorno, deteniéndonos a comer cheesecake y tomar café en Washington Square. Tal como me comentó ese día sin que yo le prestara mucha atención, Maruja tenía predilección por la homónima novela de James, cuya trama se urde en torno a la aburguesada plaza que después sería corazón del Greenwich. No la conocía yo a la sazón, pero a la muerte de Maruja heredé su propio ejemplar y lo leí; mucho después llegué a ver la blanquinegra versión cinematográfica que se titulara La heredera, protagonizada por Olivia de Havilland y Montgomery Clift; entonces entendí mejor la dignidad de la soltería que tanto me había fascinado desde niño en la tía paterna, y que mamá había sabido reconocer y premiar con ese viaje juntos.

Vistas ahora en perspectiva, más de veinticinco años después, en ocasión de otra visita mía a Nueva York para participar en un congreso en Columbia, ahora en la soledad definitiva de la soltería y la orfandad, veo mejor las diferentes expectativas de las cuñadas en Manhattan, que fue lo que principalmente recorrimos en aquel viaje del 82. Maruja buscaba las peculiaridades de lo neoyorquino, si cabe, por contraste con otras ciudades estadounidenses. Mamá por su parte iba a su primer encuentro con las magnitudes y los atributos de lo urbano, en su manifestación más pletórica en el siglo XX; quizás por ello nunca dejó de asombrarme al recordar todos los detalles de aquella semana prodigiosa que pasáramos en la capital del mundo. Fue el mejor regalo de grado que las cuñadas pudieron darme.