- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

El libro de Esther (primer capítulo), por Juan Carlos Méndez Guédez

*

Por cada trescientos cuatro mil carros que se estrellan en las carreteras apenas se cae un avión. Por cada seiscientos veinte mil motocicletas que se voltean en las carreteras apenas se cae un avión. Por cada dos millones de autobuses que se trituran, se deslizan, se desarman, se golpean, por cada dos millones de ellos que explotan, tan sólo se cae un avión. Las cifras son claras, las cifras no mienten. Tendría entonces que formarse allá en la tierra una orgía de carros, motocicletas y autobuses embistiéndose, dando vueltas, incendiándose, estallando en medio de nubes de humo y gasolina, abriendo en dos las centrales nucleares, quebrando represas, aplastando cuarteles del ejército, para que se justifiquen como verdaderamente preocupantes los brincos salvajes, los brincos de caballo enfermo que abruman a este DC10.

Lo explico para que el señor anciano que tengo a mi lado y se aferra al asiento logre tranquilizarse y beba al fin su jugo de manzana. Lo explico para que las aeromozas dejen de correr de un lado a otro mientras una voz quebrada nos dice por los parlantes que todo marcha bien y se les agradece a los señores pasajeros mantener abrochado el cinturón de seguridad.

Pero nadie me oye.

A la gente le fascinan las emociones fuertes, la angustia, el delirio. Supongo que en medio del aburrimiento de sus vidas les gusta tener algo miserable en qué pensar, algo terrible a lo cual enfrentarse.

Yo no. Por lo general estoy tranquilo. Tomo mis vasos de té frío, camino cuatro kilómetros diarios, evito comer sesos o hígado, y jamás, jamás bebo ninguna clase de licor que al permanecer siete segundos en la boca me deje las mucosas irritadas.

Trescientos cuatro mil carros, señorita, le explico a una muchacha que lleva las manos a su rostro y gime bajito, muy bajito, cuando el avión desciende bruscamente unos metros y decenas de estómagos saltan en un grito colectivo.

Trescientos cuatro mil carros y el abrazo de Esther. Dos razones para que al fin la tormenta vaya pasando, se disipe, se dirija a joderle la existencia a los DC10 que vienen de Libia o van hacia Islandia. Sólo que, pensándolo bien, Esther no sabe que voy hacia ella, que viajo sólo por ella. Ha pasado algún tiempo desde que en un papel celofán color azul dejó envuelto aquel libro para que yo lo conservase. Uno, dos, tres, cuatro…, trece años. Trece. Maravillosa cifra excluida por los estadounidenses de sus edificios para que nadie se entere de lo espléndido que resulta un buen trece. El trece existe para negar al doce, doce son los apóstoles de Jesús, doce incluyendo al traidor que lo vende. El trece existe entonces para superar la traición, el cuerpo y la sangre, los clavos abriendo la piel, la lanza en el costado. El trece es la naturaleza buscando de nuevo su equilibrio, su paz…

El abrazo de Esther y trescientos cuatro mil carros, quisiera decirle a la muchacha que a mi lado tiene un ataque de asma. Con una revista de viajes le doy aire y masajeo su columna para que recupere la normalidad. “Se encuentra un poco hiperventilada por los nervios —le digo—, es curioso, pero la asfixia que siente ocurre por la causa contraria a la que usted piensa. Está introduciendo demasiado oxígeno en el cuerpo. Cálmese, relájese, si no tendrá unos mareos espantosos…” La muchacha me mira con los ojos muy abiertos. La aproximo hacia mí y tomo una de las bolsas que colocan para las náuseas. “Respire dentro de ella”.

Ahora que reflexiono, la idea del trece y los gringos es de otra persona. La leí hace poco. ¿Dónde? Paso revista a todos los libros que revisé últimamente y no logro precisarlo. Veo las portadas, los colores, las fotografías de los autores pero el título se me borra, se me disipa. En los últimos tiempos me ocurre con frecuencia. Estoy discutiendo con Marilyn, explicando las razones por las cuales no me gusta discutir, y de repente, cuando tengo el mejor de los argumentos, todo se desaparece. Todo, y no me refiero a mis explicaciones, sino al nombre de mi esposa. Entonces ella observa cómo me confundo, cómo intento apretar los párpados para recuperar ese Marilyn que debo haber pronunciado unas ochenta millones de veces desde la historia de la Pepsi Cola y la minifalda blanca, y al final parece que el mundo comienza a despedazarse, a volverse virutas, chispas, astillas.

El médico dice que no es el Alzheimer. Le insisto que así comienza, pérdida de la memoria inmediata, dificultad para recuperar los datos más obvios, lagunas, pero él se sonríe y me dice que estoy fatigado, que el divorcio, que el tedio acumulado por mi trabajo. Pero yo sé que el doctor Guevara no ofrece respuestas porque en esta etapa inicial los estragos cerebrales no son lo suficientemente explícitos. Allí está lo terrible. Cuando llega el Alzheimer ya sólo queda mirar al cielo y esperar que los sobrinos no sean tan ingratos como para enterrarnos en un sanatorio.

De todas maneras en la familia no hay casos de ese tipo. Ni uno. Todos envejecemos con una triste dignidad, nos vamos quedando sordos y un buen día el corazón se olvida de latir. Pero detesto la frecuencia de esos olvidos. ¿Quién dijo lo del trece?

No importa. Ya no estoy en el periódico, ya nadie me vigila. Lo importante es que el avión está dejando de brincar y la muchacha del puesto vecino me observa con ojos agradecidos: su respiración se vuelve exacta, pausada. Te lo dije, amiga, trescientos cuatro mil carros y el fin del mundo en las carreteras del planeta antes de que este avión se caiga.

Me levanto al baño. Las piernas parecen flotar, como si la sangre no circulara por ellas. Orino. Una larga orinada en la que observo el espejo y hago unas muecas relajantes para los músculos del rostro. Estoy un poco más lleno, más abombado, pero en esencia mi cara sigue siendo la que Esther conoció. Las arrugas alrededor de los párpados son las que padecí desde la adolescencia, el lunar junto a la ceja derecha es idéntico al que ella acariciaba para la suerte antes de los exámenes.

Siete kilos. Peso siete kilos más. Según los dietistas es un buen promedio. El metabolismo cambia. Ya no hay tanto juego de básquet, tanto futbolito. Apenas alguna carrera en las escaleras del periódico. Pero comparado con Enrique soy modelo de revista. Catorce o quince kilos han crecido en su delgado cuerpo, han crecido como una barriga redonda, sólida, sobre la que se curvean con gracia sus corbatas italianas.

¿Y cómo estará ella? Es posible que un poco menos delgada, un poco menos felina, pero imagino que todavía su trasero se erguirá como una popa de barco, como una dulce montaña. Y sus piernas serán aún esas largas zancadas atravesando el aire con la agilidad de una jirafa. No. No le gustaba la comparación con la jirafa. Por más que le expliqué muchas veces que a mí me encantaban, ella jamás pudo entender aquello como un piropo. Mucho menos desde que empecé a salir con Marilyn y sus piernas carnosas, sólidas, torneadas.

Pero a fin de cuentas, ¿cómo comienza uno en el amor a una muchacha y desemboca en el amor a otra? Esa es la manera correcta de preguntarlo. Por más que en ocasiones quiera dibujar mi vida como el amor a Esther y la coincidencia con Marilyn, lo cierto es que después de tantas minifaldas blancas y Pepsi Colas, mi esposa no es tan sólo un accidente. Es decir, no es tan sólo, es otras cosas, es otros matices, otros tiempos, otras historias… Aunque quizás estoy terminando por darle la razón a Enrique y mi lectura pos divorcio sea sólo una cadena de exageraciones, de falsos enfrentamientos, de estridencias.

Sé que Enrique está cansado de escuchar mi relato. Trece años repitiéndolo, a veces con risa, a veces con énfasis, a veces llorando, pero la nuez, los elementos y detalles siempre serán los mismos.

Es la fiesta inmediatamente anterior a la graduación. Club de Sub Oficiales, Miniteca Sandy Lane, Oscar D´León y su orquesta. En la esquina norte de la sala yo estoy sentado con los amigos y espero que Esther haga su entrada triunfal por la puerta sur. La imagino, la supongo: “Vendrás con un vestido azul ceñido y tus piernas envueltas en unas medias color esmog, el pelo un poco alborotado. El olor de Estivalia saldrá de tu cuerpo y abrazará la ciudad entera. Me picarás el ojo al distinguir mis brazos agitándose como los de un náufrago en medio del mar y luego seremos un abrazo en mitad de una canción de Men at Work. Te diré que salgamos a hablar y en los jardines del club, abrumados por un cielo sin estrellas, sinceraremos estos dos años de coincidencias, de afectos, de ternuras”.

Suena la orquesta y Esther aparece con un traje negro. Se ve maravillosa, delgadísima como una i, “pareces la más linda letra i de la fiesta”, quiero decirle y levanto mis brazos para que ella sepa dónde estoy. Enrique me anima, Enrique me da un empujón y dice que dudar es morir. Debo cruzar la pista entera para acercarme a ella y esquivar a los trescientos compañeros de clase que bailan a Michael Jackson. Comienzo el avance, supero una pareja de gordos con dos pasos a la derecha , después de un traspié esquivo a dos niñatos de primer año con un breve empujón, me escurro hacia la izquierda y evado al profesor de Educación Física y a su esposa, y allí, allí cuando faltan once metros para abrazar a Esther, aparece un vaso de Pepsi Cola agitándose al ritmo de Thriller. Me agacho, trato de lanzarme como un arquero de fútbol, pero mi frente golpea el vaso y sobre el aire una lluvia negra y espumosa se esparce como cohete navideño. Doy varias volteretas y mi saco apenas se mancha un poco en la manga. Pido disculpas a los que he derribado en mi última acrobacia, pero cuando estoy a punto de seguir mi camino, veo una preciosa minifalda blanca inutilizada por el refresco que acaba de estallarle encima. Levanto el rostro. Veo a Marilyn. Es decir, veo a una preciosa muchacha de tercer año que cinco minutos después me dirá que se llama Marilyn. A su lado, un flaco trata de consolarla y me observa entre rencoroso y confundido. Caigo de rodillas pidiendo excusas. No exagero. Caigo de rodillas pues tengo dos hermanas y sé lo que significa un imbécil manchando una minifalda en el inicio de una fiesta. La muchacha ríe. Su compañero de baile también y todas las parejas de los alrededores celebran mi acto de penitencia. Somos una linda familia, viva la promoción 1984, susurro y en el momento en que estoy a punto de salir salvado del pequeño accidente, mi virtuosismo me jode. Sí. Ya es suficiente con arrodillarme y salir del embrollo, pero halagado por el inmediato perdón de la chica le pregunto si ella me autoriza a continuar la ruta o si debo permanecer a sus pies. “Deberías buscar algo para limpiarme la ropa”, dice sonriente e irónica. Sorprendido, miro de reojo al flaco que la acompaña y él sube los brazos como desentendiéndose del asunto.

Marilyn y yo salimos del desbarajuste de la gente y caminamos hacia mi mesa. Al vernos, Enrique arruga el entrecejo. “Entiéndeme, Eleazar —dirá años después de ser el padrino de mi boda—, superas miles de dudas y te decides a hablar con Esther, sales a recibirla en la fiesta de pregraduación y dos minutos más tarde regresas con otra muchacha, preciosa, que tiene unas piernas espectaculares y me dices que por esa noche eres su esclavo”.

Marilyn se presenta y parece no creerme cuando toco la tela de su minifalda y le digo que es para evaluar la situación. “No pienses nada malo, por favor. Era necesario. Ahora sé que necesitamos agua de caraotas blancas. No sirve la lejía, este material sólo recupera su color con agua de caraotas blancas”. Todavía después de casados le causaba gracia la exactitud de mi diagnóstico y lo comentaba entre carcajadas a las vecinas. “No veo por qué te sorprende. Las ropas se manchan. ¿Qué tiene de raro que uno sepa exactamente con qué se quita cada tipo de mancha según sea el tipo de tela?”

Cuando Esther llega a la mesa apenas podemos saludarnos. Todavía estoy facilitándole a Marilyn servilletas para que intente sin éxito limpiar su minifalda. Alguien se acerca y se lleva a Esther para que bailen. Ella me comenta algo de una llamada que hicieron mis padres a su apartamento, mueve su manito para despedirse y con una sonrisa magnífica se pierde en medio de la pista.

Dios.

Invito a Marilyn a que nos acompañe y todos los muchachos se sorprenden de mi audacia. “Está buenísima”, murmuran. “Pero es que yo quiero hablar con Esther”, les digo y Enrique responde que será más tarde, o mañana, o en la próxima fiesta. Mi angustia dura poco. Esther desaparece una hora bailando con no sé cuál cretino y yo comienzo a comprender que Marilyn es bella y maravillosa, es tan maravillosa como para soportar mi torpeza, mis jadeos, mis constantes miradas a la pista. “Ya vendrá, no te angusties”, dice sonriente. “Perdón, no te entiendo”. Marilyn responde que los novios a veces se pelean pero terminan reconciliándose. “Es tuya, es tuya”, me susurra eufórico Enrique, al tiempo que yo explico en voz alta que Esther no es mi pareja.

Marilyn y yo bailamos un merengue ajustadito, próximos los cuerpos, trenzadas las manos. Es tan sabroso permanecer así, dulcemente mecidos como un bote a la orilla de la playa. Creo que se lo susurro a Marilyn en la oreja y ella sonríe.

Cuando la fiesta está por terminar acompaño a mi nueva amiga hasta el carro donde han venido a buscarla sus padres. Luego doy la media vuelta: la cabeza llena de humo, la boca encendida con ese beso corto que nos hemos dado en el estacionamiento, la angustia clavada en el estómago por ignorar dónde permaneció Esther durante todo el baile.

En la mesa sólo se encuentran Enrique y Carlos Jesús. Borrachísimos, felices, comentan que Marilyn es de las niñas más bellas de tercero. “Quién iba a pensar que tú darías esa sorpresa”. Les pido que se callen. Sé que cuando uno se gradúa las muchachas te miran con una mezcla de curiosidad y admiración.

Quizás eso explique esta noche, pero ¿y Esther, Esther y estos últimos tiempos? ¿Esther y su vestido oscuro como una i larguísima y preciosa dominando el baile con sus pasos?

Camino por el club vislumbrando la agonía de la fiesta. Mesas medio vacías, gente ebria, parejas en los jardines. Cerca de la fuente distingo a Esther conversando con un cadete del ejército. Tomo aire y con pies de plomo me acerco hasta donde ellos se encuentran. Saludo. El cadete me mira con gesto asesino y yo lo observo con esa mirada punzante que he tomado de las películas de Jean Claude Van Damme. “¿Nos vamos, Esther?”, digo con una voz que se enreda en mis dientes. Ella dice que no, que Arturo la llevará y cariñosa me abraza y me da un beso en la mejilla. Cuando retorno al lugar donde mis amigos se disputan una botella de whisky, escucho cómo a mis espaldas ella explica que yo soy algo así como un hermano muy querido.

Una hora después la botella la he ganado yo. A pulso, con imprecaciones sobre la solidaridad por el amigo derrotado. “Derrotado, qué carajo, ¿y Marilyn?…”, protesta Enrique tratando de arrebatarme el Old Parr con sus manos escuálidas de pianista. Cuando veo a Esther y al cadete marchándose juntos me encaramo en la mesa y comienzo a gritar: “¡Viva Bakunin, carajo, viva el anarquismo, abajo la milicia!” Y, por supuesto, como estamos en el Club de Sub Oficiales, un sargento de primera y tres soldados nos sacan a empujones.

Tocan la puerta. La aeromoza toca la puerta, pues tengo diez minutos encerrado en el baño haciendo muecas frente al espejo y soltando un larguísimo chorro de orine. Pido disculpas y salgo a ocupar mi puesto en el avión. En media hora estaremos en Tenerife. Tenerife. Sólo en el momento cuando pienso esta frase creo reaccionar y descubrirme montado en un viaje demencial. Todo ha ocurrido en pocos días. Días de largos pensamientos, de inmensos fantasmas, de fotografías en las que Enrique, Carlos Jesús, Esther y yo aparecemos abrazados al pie de El Ávila. Y entre suspiros y vasos de té frío comencé a releer el libro que Esther me regaló el último día de clases. Busqué con mis manos algún rastro de nosotros que pudiese explicarnos, una textura del papel, un rasgado, una mancha, las frases que subrayamos una y otra vez para insinuar ese diálogo secreto que sólo nos permitían esas páginas. “Kika era de piedra. No por estar fría. Sino de piedra… Era como una planta salvaje. Como una gran rosa creciendo de repente. Una rosa dura. Hermosa”, dice una línea de Piedra de mar que resalté con tinta negra en 1984.

¿Qué pensará Enrique de este viaje cuando se entere? ¿Cuando sepa la manera brutal en que abandoné mi trabajo en el periódico? Se pondrá arrechamente irascible. Detesta no ser el primero en saberlo todo. Y a pesar de eso, será como completar esa noche cuando él y Carlos Jesús me vieron partir de la mesa para buscar a Esther y aparecer trece años después. No se trata de una ruptura sino de la continuación de un momento que todos debimos presenciar. Es como suspender este otro tiempo en que hemos ido diluyéndonos, tornándonos cada vez más prescindibles, más vulgares.

Se encienden las luces, en unos minutos aterrizaremos en el Aeropuerto Sur de Tenerife. A mi lado, la muchacha del ataque de asma me pregunta si soy médico y le contesto que no, que apenas soy un ocasional paciente. Luego giro el rostro y entrecierro los párpados. No quiero más vasos de Pepsi Cola torciendo mi vida.