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La vida en las ventanas, por Alberto Salcedo Ramos

Recientemente viajé de Bogotá a Cartagena al lado de uno de esos seres híper conectados que abundan hoy. El tipo, de aproximadamente 30 años, usaba al mismo tiempo su computador portátil y su teléfono BlackBerry. Íbamos sentados en la fila de dos puestos. Al otro lado del pasillo se encontraban tres subalternas suyas. El ejecutivo les impartía órdenes, les solicitaba documentos. Mientras revisaba cada diagrama que le pasaban, seguía enchufado a sus aparatos tecnológicos como el moribundo a su tanque de oxígeno: regañaba a un interlocutor por el teléfono celular, continuaba tecleando en su laptop.

Todos conocemos a esos adictos a la tecnología que pululan en la fauna humana contemporánea. Indiferentes al entorno, andan siempre conectados a algún cachivache, y convierten cada espacio por el que transitan en una simple prolongación de sus oficinas o de sus cuartos de ocio. Para estos individuos dispersos no es ningún problema realizar simultáneamente las más disímiles actividades: oyen música en su walkman, chatean por Messenger, montan fotos en Facebook, trinan en Twitter, ven videos en Youtube, preparan un informe en formato Word y escriben un mensaje de texto en el teléfono celular. Además de ser difusos, son temerarios: cierran los ojos dentro de los buses – con lo peligroso que es hacer eso en Colombia – para disfrutar mejor las canciones de su Mp4; suben las escaleras eléctricas con la vista enterrada en su Ipad, o en su Nintendo DF. La adicción y la sensatez, ya lo sabemos, no suelen ir de la mano.

El fotógrafo Camilo Rozo me contó que hace poco vio a una pareja en un restaurante elegante de Bogotá. En la mesa había velas, flores rojas, viandas exquisitas. Sin embargo, ninguno de los novios parecía interesado en la atmósfera romántica que los envolvía: ambos tecleaban de manera compulsiva en sus respectivos BlackBerrys. Abochornado por la escena, Rozo consideró su deber elevar una plegaria urgente por los dos enamorados:

— Ay, Dios mío – suspiró –: ¡ojalá que por lo menos estén chateando entre ellos!

El nombre del software que nos comanda no es gratuito: Windows. Prender el computador, en efecto, es abrir las ventanas para que entre aire fresco, es iluminar lo que parece oscuro. Puede que este aparato sea útil para escribir una novela o para elaborar un informe financiero, pero no nos engañemos: el computador nos sirve, sobre todo, para fugarnos de las tareas pendientes, de los problemas cotidianos. A estas alturas Windows ya no es un simple programa informático sino un plan de vida. Consiste en suponer que para zafarnos de la rutina basta con dar clic y abrir una ventana. Todos los artefactos que hemos ido acumulando en nuestra fiebre tecnológica, desde el teléfono iPhone hasta el disco duro externo, responden a ese afán escapista. Nos abruma el universo real con sus criaturas trilladas, nos desespera este presente tan previsible. Entonces fisgoneamos la mansión de Michael Jackson para desertar de nuestra propia casa. O le subimos el volumen al walkman para que se oiga más aquel viejo bolero y menos la voz carrasposa de nuestro vecino, que insiste en hablarnos de sus deudas.