Artes

La advertencia del ciudadano Norton (primer capítulo), por Karl Krispin

A continuación publicamos el primer capítulo de la más reciente novela de Karl Krispin, La advertencia del ciudadano Norton (Editorial Alfa)

Por Karl Krispin | 21 de febrero, 2011

Max se aseguró de que las Multilock estuviesen trancadas. Que no quedase ninguna hornilla encendida. Que los aires acondicionados no continuaran prendidos. Que las ventanas no dejasen colar nada. Adicionalmente verificó que las cortinas taparan todo para que nadie pudiese sospechar lo que había dentro de su casa. A pesar de ser un apartamento y estar en el quinto piso, mirando al Ávila, no podía descartarse la intrusión de los amigos de lo ajeno. La prensa esa mañana indicaba lo rutinario: cincuenta muertes violentas el fin de semana, el colapso de la tasa interbancaria, el descenso de las reservas internacionales, un canal de televisión cerrado, prohibición de salida del país para algunos enemistados con el Gobierno, insultos de un gobernador de algún estado al imperialismo internacional y anuncios de cuáles días patrios se festejarían en adelante. Max recordó la estatua del Almirante echada abajo por los enemigos del pasado como si las pedradas al navegante genovés pudiesen repercutir en el mejoramiento del riesgo país. Cada hora me hundo más en las arenas movedizas. Max no dejó de recordar tampoco cómo los periódicos recogieron las declaraciones de los personeros oficiales de que la construcción de la patria grande iba en ascenso y que pronto seríamos una referencia galáctica. Enarcó la ceja derecha y echó el periódico en la basura. Había que dejar todo en su sitio antes de salir. Más de un cuento rondaba en el ambiente, farfullo de conserjes pensó, de quienes llegaban a sus hogares y encontraban que los habían mudado. Exageraciones, vivo un mundo de exageraciones. Menos mal que había renovado la semana pasada los seguros médicos, el del carro, pero faltaba el de la casa, que había decidido postergar. No quería salir a la calle ante el peligro de que una Explorer le ultrajara el parachoques y verse hipotecado para pagar la cuenta del latonero. O que un normal resfriado, un cara a cara alérgico con los arbustos de la montaña lo complicara nasalmente hasta verse entubado en un centro asistencial. Vivo rodeado de peligros, pensó Max, en todos los momentos. Si no es el hampa son los recaudadores de impuestos. Si no es la autoridad tributaria son las aceras de la calle, un pisotón mal dado que te deja la clavícula fracturada con el antebrazo en la caída aparatosa. Si no, se tratará de los ejecutivos de telemercadeo que te llaman a cualquier hora del día o de la noche a ofrecerte la oportunidad del año en compras programadas, adquisición de paneles solares, prepago de sushi o membresías para un club de kayak en un lago de Wyoming. Max encendió el automóvil y revisó que el refrigerante estuviese en su nivel, que no le faltara aceite al motor y que el flujo de aditivos estuviera en la banda deseada. Los neumáticos gracias a Dios continuaban con vida y nadie tampoco le había rayado con una llave el capó del vehículo. Sintió una inmensa satisfacción al comprobar que el motor no estaba desentonado, que los amortiguadores aguantaban, que el reproductor de compactos estaba intacto, que el aire frío del interior estaba a salvo de un calorón y que hasta la estampita de San Judas Tadeo no había sido violentada por alguna banda de reformadores religiosos o hinchas de la nueva era.

Al salir se topó con Adelaida, la señora de servicio que le trabajaba. Qué sería de mi vida sin Adelaida, qué destino maltrecho vislumbrarían los puños y cuellos de mis camisas y qué sería de mis sábanas, mis almohadas y mi dormitorio si Ade no los sometiera a su estricto orden cuartelar. Ella tenía las llaves de su casa pero era como si sus propias manos poseyeran la combinación. Sin Adelaida la existencia sería una miseria. Hasta le hacía las compras, pagaba la tintorería por él y cancelaba las facturas de la electricidad, el teléfono y el gas. Max le sonrío y pensó también en el suculento almuerzo que podría engullir ese día. Estaba totalmente a salvo. Antes de irse recibió un anuncio en la computadora de que su suscripción del antivirus había finalizado. Le dio pereza renovarla en ese momento. Total un día más, un día menos. Recuerde que sin el antivirus usted corre peligro, le había recordado el ciudadano Norton advirtiéndole sobre los virus ciberespaciales y las intrusiones de los delincuentes de la realidad virtual. Pura charlatanería de tosedores y bronquíticos. Son las propias compañías de software las que fabrican los virus para traficar con la histeria de los usuarios y comerciar su medicina preventiva. Pura literatura de ciencia ficción. Que si va a llegar Melissa o el supergusano destructor. Al fin y al cabo uno desecha todos esos mensajitos, supuestamente contentivos de las enfermedades digitales y ¡zas! se marchan en milésimas de segundos en un abrir y cerrar de ojos. Y lo demás, lo de siempre: que si Microsoft premiará la continuación de un mensaje porque Gates va a repartir su fortuna, que si sustituyes Google por el buscador ecológico, diez mil aldeas africanas tendrán todos los servicios en seis meses. Que si el otro, el de la niñita con cáncer cerebral. O los cientos que se reciben de ladronzuelos nigerianos: le escribe el doctor Obasa Abunsajato, soy director del Banco Central de Nigeria y quiero poner a su nombre un depósito de cuatro millones de dólares para que usted se quede con el treinta por ciento. Pillos internacionales que te piensan desplumar con sólo darles tu número de cuenta. Le escribimos desde la lotería de Rotterdam. Usted es el afortunado ganador del último sorteo de los Países Bajos. Envíenos en las próximas veinticuatro horas sus datos para proceder al depósito correspondiente. Si no son estas gavillas del crimen organizado, son las leyendas urbanas. El ministerio de Educación británico ha retirado el estudio del Holocausto por temor al fundamentalismo islámico. Y resulta que vas a snoopes punto com y descubres todas las fechorías de estos humoristas internacionales. La vida tiene sus emboscadas en la realidad real y en la virtual. Una de las comunicaciones favoritas de los ociosos del ordenador son las insufribles cadenas que te prometen fiebre reumática, un cálculo en un riñón o que te atropellará una gandola si en el lapso de quince minutos no reenvías el mensaje a diez amigos. En el caso contrario, al enviarlo, te sonreirá la suerte como a un iluminado de la sociedad global. Estos anancefálicos comienzan su apócrifa fábula con ejemplos de los años cincuenta que comienzan con una misteriosa carta anónima que dejó el correo y que Harry desde Omaha, Nebraska reenvió a sus amigos. Con la que tuvo la suerte de ganar la lotería estatal. La historieta continúa con que uno de sus amigos, burlándose del reenvío, echó la misiva al fuego de la chimenea entre risas y chistes. Obviamente el conocido de Harry moriría a las dos semanas de un infarto fulminante a pesar de que era un fornido granjero. ¿Cuánto tiempo perdemos con estas majaderías? Las fatídicas humoradas de la realidad virtual son el recurso de cualquier Gran Hermano para desperdigar los miedos en el Planeta. Hay tanta fruslería en el orbe, los gobiernos asesinan con lentitud minuciosa que sería estúpido edificar nuevas psicosis desde el computador. Los controles sociales son tan numerosos que no se justifica alimentar la idiotez que viaja de pasajera en los correos electrónicos. Así que tendrá que esperar el ciudadano Norton. Además será cuando yo quiera y no cuando él me imponga sus agendas engañosas. Soy un hombre libre y un poeta, se dijo a sí mismo Max recordando otra obra de Orwell tan distinta a la del Big Brother. No me dejaré embaucar por los ludópatas de la Internet ni por el anuncio alienante del calendario de la suscripción del Doctor de gonococos de la red. Baratijas, baratijas, siguió pensando Max mientras se alejaba de su hogar rumbo a una reunión con la editorial. Mildred y las licenciadas querían una reunión con él para saber cuándo les entregaría la nueva novela. Max se la había prometido para esos días una vez que la tuviese lista y revisada. Cambió de opinión. Llamó a Mildred y le pidió que le comunicara a las licenciadas que las llamaría en quince días para fijar detalles sobre la entrega. Las insoportables cacatúas que no saben nada de literatura que esperen. Yo soy el escritor. Cuándo se ha visto que me fijen citas. Los escritores del pasado eran más arrojados, más valientes y anteponían su personalidad a toda presión. Ahora nos citan con hora de entrada como en un consultorio odontológico para medir el tamaño de nuestras cavidades. Que esperen, que chillen, que no me fastidien estas impertinentes de horario que ya sabré aclararles debidamente sobre mis decisiones y mis tiempos. Definitivamente soy un hombre libre.

Karl Krispin 

Comentarios (1)

RJ
21 de febrero, 2011

Se lee bien esa novela ¿nos la van a seguir entregando por semana o solo fue para entusiasmarnos?

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