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Adiós, maestro

Sólo escribiendo puedes ser feliz, anotó en el correo que me mandó para agradecerme el envío que le hice de mi primera novela, Tomás Eloy Martínez, maestro del periodismo y de las letras, a quien varios en Colombia y en América Latina tuvimos el privilegio de tener como profesor en talleres que dictó con el auspicio de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Al final de su tiempo, cuando ya el cáncer le ganaba la batalla, esa frase suya sí que cobró sentido: con la enfermedad avanzada, fue su pasión por el oficio la que le dio fuerzas para llegar al punto final de su novela Purgatorio. La escritura era lo que lo mantenía vivo: cada quincena hacía un esfuerzo sobrehumano para cumplir con su compromiso de elaborar su columna. Incluso, el domingo, el mismo día en que se despidió de la vida, publicó en El Espectador la última de ellas, titulada “El desafío de la cultura narco”.

Tomás Eloy no concebía la vida sin la escritura. Por eso hoy, cuando se le ha rendido homenaje en todo el continente, cuando tantos amigos y alumnos suyos hemos llorado su muerte, no sólo en América Latina sino también en Estados Unidos, pues dirigía en Rutgers University el programa de Estudios Latinoamericanos, cuando ha rodado tanta tinta recordando su trayectoria como fundador de Primera Plana, El Diario de Caracas y Página Doce, cuando se ha hablado a más no poder de su gran obra literaria (Santa Evita, La Novela de Perón, El Vuelo de la Reina, Réquiem para un país perdido, Las vidas del General, El cantor de tango y El purgatorio), vale la pena recordar un famoso texto suyo que no se ha mencionado en estos días. Es ese párrafo magistral con que seis semanas después de que Editorial Suramericana publicara en Buenos Aires la primera edición de Cien Años de Soledad, Tomás Eloy describió en Primera Plana el momento mágico en que, antes de que comenzara una función cualquiera en el teatro del Instituto di Tella de esa ciudad, la gloria literaria se apoderó para siempre de García Márquez. Dijo el argentino:

“Mercedes y él se adelantaron hacia la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó: “¡Bravo!”, y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: “¡Por su novela!”, dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso instante vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrador aleteo de sábanas, como Remedios la Bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos vientos de luz que son inmunes a los estragos de los años”.

Cuarenta años después, fue justamente este testigo de excepción del nacimiento de una de las máximas obras de la literatura universal, uno de los principales oradores del homenaje que la Real Academia de la Lengua Española le brindó a Gabo.

Hoy, todos sus amigos y discípulos sentimos la orfandad en que nos deja su ausencia. ¡Paz en su tumba, querido maestro!