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La reinvención de la política: Obama, internet y la nueva esfera pública

A continuación publicamos el primer capítulo del libro de Diego Beas, La reinvención de la política: Obama, internet y la nueva esfera pública (Editorial Punto Cero)

Por Diego Beas | 10 de enero, 2011

Obama conquista Google

Hasta la elección presidencial de 2004, todo candidato que quisiera ser tomado con seriedad tenía que hacer una parada obligatoria durante su campaña: la sexta planta de la sede del New York Times, en Manhattan, a tiro de piedra de Times Square, en el corazón de la Gran Manzana. Los candidatos no visitaban a los empleados del diario; se reunían, específicamente, con su junta editorial. Ese comité de «sabios» que desde hace más de un siglo ha escrito los dos o tres editoriales que se publican diariamente en el periódico y que pretenden establecer un criterio, un marco para discutir la actualidad, para definir las prioridades del país; en sus mejores momentos los artículos del consejo editorial del Times han sido capaces de marcar la agenda política de Washington. En los encuentros, los candidatos responden a preguntas de los miembros de la junta, presentan propuestas de interés especial para el periódico y se marchan de la sede con la esperanza de que, semanas después, en su tradicional respaldo (endorsement) de cada elección, la junta editorial les dé un espaldarazo público eligiéndoles el mejor candidato. Durante décadas, este rito ha marcado el calendario de decenas de elecciones presidenciales. Thomas Dewey, Dwight Eisenhower, John F. Kennedy, Jimmy Carter y Bill Clinton participaron en él y recibieron el apoyo del periódico.

Los tiempos cambian. Las prácticas se transforman. Y en la elección presidencial de 2008 el peregrinaje de las campañas se desplazó. De la sexta planta del New York Times miles de kilómetros al oeste, a la sede de una compañía que hace década y media no existía, pero que durante 2007 y 2008 fue visitada por todos los aspirantes a la Presidencia. Me refiero al gigante de las búsquedas en Internet, a la compañía del logotipo multicolor fundada en 1998 con el objetivo de organizar y hacer accesible toda la información del mundo, que nació como un experimento de dos ingenieros de la Universidad de Stanford, y que hoy factura miles de millones de dólares gracias a pequeños anuncios que cuestan unos pocos céntimos y se incluyen al costado de los resultados de las búsquedas. Me refiero, por supuesto, a Google.

Aunque Obama no fue el primer candidato presidencial en visitar la sede del buscador, sí fue el primero que rehusó realizar el tradicional peregrinaje al New York Times –y para ese propósito también al Washington Post, el otro diario que suelen visitar los políticos estadounidenses en campaña. Sin ofrecer nunca una explicación concreta, el equipo de Obama sencillamente se negó a rendir pleitesía a la institución periodística más venerada del planeta –no se negó a hacerlo por falta de admiración hacia el trabajo del periódico; por el contrario, Obama es conocido por leerlo vorazmente y en repetidas ocasiones se ha dejado fotografiar con él en las manos. Sí aceptó, en cambio, la oportunidad de hablar en la sede mundial de Google, en el corazón del Silicon Valley californiano, en una intervención que resultaría crítica y establecería las bases de uno de los vínculos más importantes de la campaña presidencial de 2008: el que se creó entre Obama y la comunidad tecnológica de Silicon Valley. En noviembre de 2008, cuando el candidato fue aupado a la Presidencia de Estados Unidos, se había forjado ya una profunda complicidad entre ambos que fue determinante e influirá decisivamente en la trayectoria y los objetivos de su gobierno. El flechazo se produjo una tarde del otoño de 2007.

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La cita fue en el Googleplex –el mote informal con el que llaman a la sede de Google–. Obama había sido invitado a participar en las charlas conocidas como Candidates@Google, una serie de eventos que a lo largo de 2007 y 2008 convocó a los candidatos presidenciales que competían por la nominación de sus partidos a hablar con los empleados de la compañía y dar a conocer sus propuestas sobre ciencia, educación, tecnología e innovación. El propósito era reunirles, escucharles y tener la oportunidad de comparar sus propuestas; conocer de primera mano quién entendía mejor las necesidades de la comunidad científica que, desde 2001, llevaba sintiéndose maltratada y abandonada por un gobierno indiferente e incluso abiertamente despectivo.

El turno de Obama llegó a mediados de noviembre de 2007. Un momento crítico para la candidatura del entonces senador por el estado de Illinois. Diez meses habían transcurrido desde el lanzamiento de su improbable candidatura una gélida mañana de febrero; aún faltaban menos de dos meses para el comienzo de las primarias, esa agotadora sucesión de votaciones estatales que finalmente determinaría el candidato de cada partido. Obama competía contra ocho aspirantes más, contra los números de las encuestas –que en ese momento lo ubicaban más de 20 puntos por detrás de Hillary Clinton– y, principalmente, contra el tiempo: día tras día, tenía que demostrar que su candidatura era viable, que contaba con apoyos, que existía la posibilidad de derrotar a sus rivales. De lo contrario, la campaña podía encallar o estallar en cualquier momento: sin el flujo constante de fondos a sus arcas, el candidato no podría sobrevivir más allá de unas cuantas semanas. Quizá en retrospectiva resulte difícil creerlo, pero Obama construyó su victoria paso a paso, desde abajo, en contra de todo pronóstico, en contra de lo que enseñaban los libros de historia y en contra de las preferencias de la mayoría de los barones de su partido. En el transcurso de 2007 y el comienzo de 2008, una delgada y frágil línea separaba el éxito del fracaso; un error, unas cuantas semanas sin ingresar fondos o una encuesta que mostrara que perdía terreno, podían precipitar el fin.

La cita en Google era fundamental. Obama se presentaba ante un público cuyo perfil coincidía con el de aquellos que, hasta ese momento, le apoyaban: joven, próspero, con estudios profesionales y dispuesto a involucrarse en una campaña presidencial. Aquel público tenía otra característica que, aunque en la campaña aún no había resuelto cómo utilizarla, sabía que sería de gran utilidad cuando las primarias se pusieran en marcha. Obama hablaría ante una comunidad de ingenieros, científicos y visionarios del futuro que podían contribuir como pocos a confeccionar una candidatura novedosa y competitiva que rompiera las reglas y se aventurara por territorios desconocidos; estaba ante una fuente invaluable de conocimiento y talento organizativo que ningún otro candidato en la historia de las presidenciales –o, para tal caso, de la política– se había molestado en tomar con seriedad y convertir en parte fundamental del esfuerzo. Esa tarde estaría, en pocas palabras, ante algunas de las mentes que más habían aportado a la revolución informática de los últimos veinticinco años.

Obama se encontraba ante un público cautivo en busca desesperada de un candidato, de un líder político que los representara, que los sacara de la cueva en la que se sentían forzadamente introducidos desde que, muy al comienzo de su gobierno, George W. Bush le declarara la guerra a la razón científica y basara muchas de sus decisiones más importantes en certitud moral pura. Quizá la más llamativa se produjo cuando el periodista Bob Woodward le preguntó si había consultado a su padre –un ex presidente con vasta experiencia internacional– antes de invadir Iraq: «No –contestó Bush–, yo sólo respondo ante un padre superior». Tan pronto asumió la Presidencia en 2001, Bush dejó claro que la ciencia y la innovación no le interesaban especialmente. Tomó acciones que, desde los primeros meses, alienaron a la comunidad científico-tecnológica y sentaron las bases de ocho años de desavenencias con un alto coste para la investigación y desarrollo del país. Entre ellas, la prohibición del gobierno federal de financiar la investigación con células madre, una clara predilección por las industrias pesadas y contaminantes –como la del petróleo– y el desdén por temas relacionados con el cambio climático y las energías renovables.

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La sede de Google se ubica en Mountain View, California, una pequeña comunidad a 60 kilómetros al sur de San Francisco. Una más entre una larga lista de diminutas ciudades que pueblan el Silicon Valley, muchas originarias de la colonia española –Cupertino, Palo Alto, San José, Santa Clara, San Rafael, Sunnyvale, Menlo Park, San Mateo, San Bruno y así hacia el norte, hasta llegar a la boca de la bahía, al mítico puente Golden Gate y a San Francisco, el imán y corazón económico de la región. Mountain View es el típico suburbio del norte de California: espacioso, ordenado, conectado por largas avenidas que a su vez conectan con grandes freeways que enlazan con ciudades vecinas. De visita allí por primera vez en 2004, impresionado por el dinamismo y potencial de la región, Obama escribió en detalle sobre sus viajes a la zona en el libro que abrió el camino a su candidatura presidencial, La audacia de la esperanza.

Entre sus políticos más destacados se encuentran Nancy Pelosi, Dianne Feinstein y Gavin Newsom, tres emblemas de lo que algunos llaman –peyorativamente– San Francisco Democrat –demasiado a la izquierda para las sensibilidades políticas de la mayoría de los estadounidenses–. También está considerada la cuna del movimiento ambientalista y de las compañías que experimentan con nuevas tecnologías para encontrar soluciones al calentamiento del planeta. Una muestra orientativa de la relevancia del tema es la cantidad de Prius –el coche de Toyota convertido en símbolo de los automóviles híbridos y la conciencia ecológica– que se pueden ver circulando por sus calles.

Prácticamente indistinguible del resto de las sedes corporativas que se ubican en Mountain View, la de Google fue construida a principios de la década de 1990 por Silicon Graphics –una compañía conocida por sus soluciones innovadoras en esa década que después cayó en desgracia– y alquilada por el buscador en 2003. Se compone de un gigantesco complejo de edificios sin –al menos desde el exterior– mayor distintivo que una parca nomenclatura: B 41, B 42 y B 45, para designar al nodo central del complejo. De un pequeño conjunto de cuatro edificios originales, la compañía se ha ido extendiendo con la compra de nuevos solares. Hoy abarca más de 100.000 metros cuadrados de oficinas que albergan a alrededor de 10.000 empleados (en todo el mundo la compañía tiene más de 20.000).

Google fue fundada en la ciudad vecina de Menlo Park por Larry Page y Sergei Brin, dos estudiantes de posgrado de la Universidad de Stanford. Ambos realizaban investigación para sus programas doctorales cuando se conocieron y, frustrados por el pobre desempeño de los buscadores en Internet de la época, se propusieron desarrollar un método más eficaz. No era la primera vez que una empresa de tecnología que cambiaría las reglas del juego se gestaba en las aulas de la Universidad de Stanford. La ciudad de Palo Alto, su sede, es conocida como una de las incubadoras tecnológicas más exitosas del mundo; incontables tecnologías y patentes, fundamentales para encender la chispa de la revolución de las tecnologías de la información en la segunda mitad del siglo XX, surgieron en sus laboratorios. Uno de los casos más famosos fue el del mítico Xerox Parc, fundado en 1970. Allí se crearon, entre muchas otras tecnologías, la impresora láser, Ethernet y las interfases gráficas de los ordenadores modernos. El caso de Page y Brin es un ejemplo más de cómo Palo Alto y la Universidad de Stanford sirvieron de fermento para abrir un nuevo capítulo en la revolución tecnológica; el ejemplo más reciente es el de Facebook, la red social que se instaló en Palo Alto, vía Harvard, en 2004 y que está transformando a una velocidad vertiginosa la forma en la que las personas socializan y se comunican en Internet.

Brin y Page fundaron Google con dos préstamos de medio millón de dólares y en unos años destaparon una gigantesca industria que los grandes protagonistas de la tecnología –Microsoft, Oracle, Dell, Yahoo!– tuvieron en la punta de las narices durante años pero no supieron desarrollar. En inglés se conoce simplemente como search, y no es otra cosa que el reto de descubrir un método eficiente para buscar y organizar el océano de información alojada en los millones de ordenadores conectados a Internet. Hasta mediados de la década de 1990, las tecnologías rivales, utilizadas por buscadores como Yahoo!, Altavista o Lycos, se basaban en interminables listados que intentaban clasificar todos los sitios de la red. Algo así como un metadirectorio en constante actualización. Durante años –mientras Internet fue asunto de pocos– el método fue relativamente eficaz. Sin embargo, tras su despegue exponencial a mediados de la década de 1990, los buscadores no pudieron mantener el paso y comenzaron a ofrecer resultados cada vez menos relevantes. Fue entonces cuando Page y Brin idearon un sofisticado algoritmo que en poco tiempo demostraría ser una tecnología muy superior a la de sus rivales. Aunque técnicamente complicada, la premisa de la solución que ideó Google es relativamente sencilla: la jerarquía de los resultados estaría determinada por el número de menciones o vínculos que de ella hacían otras páginas relacionadas. La idea original fue de Larry Page –de ahí que el sistema se llame PageRank– y se inspiró en el sistema utilizado a nivel internacional en universidades e instituciones académicas para valorar las publicaciones de los investigadores: a mayor número de citas en otras investigaciones, mayor importancia adquiere la investigación original. Hijo de profesores universitarios, Page había estado familiarizado con el método desde niño. El éxito de Google, en pocas palabras, fue encontrar una fórmula para adaptar, escalar y perfeccionar el sistema en la era de la información.

Diego Beas (@diegobeas) es autor de La reinvención de la política. Obama, Internet y la nueva esfera pública, editado en Venezuela por Ediciones Puntocero (@ed_puntocero).

Comentarios (2)

Alfredo Ascanio
11 de enero, 2011

Diego que maravilla!! No hay duda de que la iniciativa y la novedad han marcado los éxitos en el campo de la informática. Quién se le pudo haber ocurrido que el mismo sistema de menciones o vínculos que se usan en las revistas de investigadores pudiese ser la fórmula utilizada para armar la base de datos del mejor buscador en Internet.Gracias por ese importane ensayo.

omar rojas
11 de enero, 2011

Señor Diego Beas,que hermoso,preciso y claro escrito.Gracias. Sabe que viendo Red Social(la película)me preguntaba:Qué pasa con nuestras universidades,qué pasa con nuestros estudiantes,qué pasa con nuestros profesores….bueno,me decía,si nuestras universidades estan sucias,forman ing. ambientalistas y en ellas no hay áres verdes,ej.La Yacambú,en Barquisimeto…como puede surgir un ser creativo o motivarse la creatividad…si un estudiante de bachillerato o universitario no sabe que existe el Ivic y no conoce las publicaciones de éste como se va a motivar?Publican nuestras universidades que estan haciendo?sí luchando contra ésto que tenemos ,claro,pero ni asi sale un genio en política bueno disculpe pero esto me causa dolor…. gracias por su escrito.Lo disfruté y me hizo soñar igual que Facebook

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