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La continuidad de los borges

Eran las cinco de la mañana cuando terminé de escribirlo. Aquel relato tuve que quitármelo de encima casi como un bicho aferrado a mi nuca o detrás de mi oreja. Mi mente estuvo trabajando todo el día y toda la noche sin descanso, arrebatándome a un estado de híperlucidez al que siguió un sueño de veinticuatro horas seguidas.

Me llegó súbitamente, como un arrollamiento, mientras me comía dos grasientas empanadas de carne mechada y una malta en la cafetería cercana a la Institución. Aquella mañana no pude hacer nada más. Me la pasé frente a la pantalla de la computadora, con el mouse aferrado, inmóvil, pensando y repensando infinitas veces el argumento del cuento. Al otro lado del tabique, mi jefa asomaba alegremente su desproporcionada cabecita hacia mi cubículo (desproporcionada respecto a sus senos, que son enormes), pidiéndome no sé qué una y otra vez. Ni siquiera la miré; concentrarme en otra cosa estaba fuera de mis posibilidades.

Así que allí, en plena mañana laboral, decidí comenzar con el relato. Redacté el párrafo de arranque pero no me gustó. Bien dicen los que saben que las primeras líneas de un cuento deben ser como una pedrada en la cara. Las mías, en cambio, me parecieron flojas. Mientras me debatía entre borrar o no borrar el párrafo escrito, me asaltó otra inquietud: no tenía tan claro el argumento como yo creía en un principio, cuando se estrelló contra mi desayuno. Por lo tanto, escribir las primeras líneas parecía una tarea inútil, puesto que no sabía hacia dónde me dirigiría. Recordé que éste era uno de los mandamientos sagrados de Quiroga acerca del perfecto cuentista: No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. Entonces me dispuse a realizar un esbozo o resumen general del argumento. Logré cierto orden en los acontecimientos, un mapa más o menos viable, pero aún no conseguía dar con el sentido completo; sentía que se me escapaba.

Llegó la hora del almuerzo y con ella la idea de alegar un malestar para retirarme a mi casa y continuar el relato. Mi jefa, que conocía bastante bien mi falta de voluntad y prestancia laboral, me negó el permiso. Cuando fingí mis dolencias y extendí mi petición, sentado frente a su escritorio, ni siquiera me miró: se estaba vengando de la descarada indolencia con la que le había tratado a lo largo de la mañana. Así son las mujeres, pensé. La verdad era que entre ella y yo existía cierto vínculo más allá del compañerismo laboral. Por ello, su negativa a mi petición era más una protesta a la falta de atención que propiamente una negativa. Y todos sabemos que no hay nada peor para una mujer que la falta de atención. Si hubiese sentido una disposición anímica más favorable, quizás le habría frotado el lomo con una disculpa e invitado un café, pero en ese momento la urgencia del cuento era más fuerte que nada. Así es la literatura: impostergable. En todo caso, lo cierto era que no sólo estaba negado el permiso, sino que además debía entregar un informe antes de culminada la jornada, informe cuya entrega yo había olvidado por completo y que era lo que ella me había estado pidiendo toda la mañana. Con todas las alarmas encendidas puse manos a la obra dejando suspendido el relato.

Terminé el informe (muy mal terminado) a las ocho de la noche, hora inhóspita para abandonar el centro de Caracas. Sin embargo, no olvidé imprimir en la oficina el esbozo del relato para llevármelo a casa y reevaluarlo. No aguanté, y ya en un vagón del metro releí lo que tenía en la hoja impresa. Me fijé que, junto al resumen, todavía estaba el primer párrafo escrito que creía haber borrado.

Toda esta distracción del informe sirvió para darme cuenta de que el párrafo inicial no era del todo malo y que podía continuar por ese camino. Una vez en casa, con un párrafo aceptable para comenzar y con un objetivo más o menos claro, no paré hasta las cinco de la mañana. Si creyera en esa ridiculez que llaman el rapto de las musas, entonces diría que fui víctima de uno.

Después de dejar enfriar el relato más o menos un mes regresé a él. Lo encontré bueno, quiero decir, esencialmente bueno, pero feo. Me pareció un relato obeso -mucha grasa y poca fibra-, abundante en errores ortográficos y sintácticos, saltos injustificados, párrafos desencajados, en fin… feo. Foster Wallace decía, en un artículo que leí hace un tiempo en la web, que escribir un libro, o, en este caso, un relato, era como tener un hijo deforme: alguien a quién se ama profundamente y que necesita de protección y cuidados pero al que no se puede mirar de frente porque causa una igualmente profunda repulsión. Tal cual. Yo tenía un hijo bueno, de buen corazón, pero feo y gordo. Por ello decidí trabajar más en él. Después de todo, pensé, fue un cuento que se concibió bajo el influjo grasiento de unas empanadas y escrito de un solo tirón; tiene derecho a ser feo.

Corté y pegué, borré, agregué, revisé una y otra vez hasta quedar más o menos satisfecho con el trabajo. Digo más o menos satisfecho porque en estos menesteres jamás se consigue la plenitud perfecta. Siempre falta algo, sobra algo o hay algo que se puede mejorar. Un día amaneces entusiasmado, pensando que tu relato es bueno, e inmediatamente, al día siguiente, te levantas pensando que no sirve para nada. Creo que fue Bioy Casares quién dijo alguna vez que el escritor publica para no corregir eternamente. Nada más cierto: publicar es una forma de deshacerse de ese hijo deforme. Mi forma de hacerlo fue enviar el cuento a un concurso que abre todos los años la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (Sacven).

Debo confesar que pocas veces en mi vida he sentido tal desasosiego. Una vez separado de mi engendro, temí todo tipo de vejaciones y ultrajes, incomprensiones, burlas e indiferencias. Todavía, después de los esmerados arreglos, el cuento no me parecía lo suficientemente fuerte para competir con los demás. Es bien sabido que en Venezuela este género se cultiva con gran cuidado y calidad. Cada cierto tiempo me convencía de que él debía hacer su propia vida y que yo no podría interferir en ello: lo hecho, hecho está, y ya nada puedes hacer; ya lo enviaste, sólo te queda esperar. Sin embargo, por mi cabeza pasó la idea de mostrar el relato a un amigo para conseguir alguna opinión favorable, algún tipo de apoyo, una palabra tranquilizadora, pero la rechacé. Me pareció, y aún me parece, que el escritor de cuentos debe cargar sólo su cruz y probar su trabajo ante personas completamente ajenas e incluso ante sus enemigos. En la literatura no hay amistades que valgan, o se es bueno o no se es, aunque muchas veces ocurra lo contrario.

Durante aquel tiempo de espera reflexioné demasiado. Noches de insomnio, miradas pérdidas en la lejanía, piernas temblorosas, lecturas interrumpidas bruscamente, soliloquios febriles, etc. Esto se tradujo en un bajón significativo de mi rendimiento laboral, que, aunque nunca ha sido óptimo, siempre se ha mantenido sobre una cómoda, suficiente e irreprochable mediocridad. Mi jefa, que ya se había reconciliado conmigo, notó mi turbación y preguntó al respecto. No le dije absolutamente nada. Simplemente le comenté que estaba pasando por un período de reflexión profunda y que ya se me pasaría. Me hizo un llamado de atención suave y amistoso pero yo reaccioné bastante mal. Ya más calmado tomé la firme determinación de reconcentrarme en mis tareas y no dejar que aquel concurso y aquel cuento me hicieran perder los estribos. Ella tenía razón y yo debía comenzar a cumplir con mis responsabilidades.

Al fin, en una de esas interminables y soporíferas mañanas de oficina, llegó una llamada extraña a mí teléfono. Una voz femenina me habló con bastante dificultad del concurso Sacven. Mi corazón redobló la marcha al escuchar aquellas palabras. A la mujer no se le entendía una mierda y yo estaba desbocado por oír lo que había estado esperando ya desde hacía más de un mes: le estamos llamando de la Sociedad de autodes compotodes de Venezuela, aló, compotodes de Venezuela, aló, ¿gané?, aló, pada una cita, aló, ideguladidad, ¿pero gané o no?, la cita es, aló, viednes, no se oye, el señod Capelleti, aló, ¡carajo!

Luego me llegó un mensaje de texto con la siguiente frase:

“Sacven. Cita a las tres de la tarde del día dieciséis de junio. No falte.”

Como era de esperarse, mi corazón saltó de alegría. Si Sacven me estaba citando, no podía ser otra cosa que para informarme sobre los resultados del concurso donde, por supuesto, había salido ganador. Inmediatamente fui a la oficina de mi jefa y le expliqué -visiblemente emocionado y con lujo de detalles- la situación para evitar cualquier intento de mala voluntad respecto a mi permiso el día viernes dieciséis. Al terminar mi explicación ella me clavó los ojos e inmediatamente supe por donde venía:

-Habíamos quedado en que el viernes tú…- me dijo, pero yo no la dejé terminar

-Sí, bueno, pero es una excepción. Ya te lo expliqué.

-¿Entonces te vas a ir?

-Sí

-Ya no eres el mismo- me dijo en tono sombrío

-Puede ser- dije yo y me retiré inmediatamente

Me había ido sin una respuesta clara a mi petición pero la verdad era que me tenía sin cuidado. No faltaría a aquella cita aunque me arrancaran las piernas, mucho menos por las pataletas de ella.

Evidentemente, me daba por ganador. Incluso decidí hacer una celebración en la intimidad de mi casa con dos o tres amigas. Después de unos cuantos tragos recordé una cosa, o mejor dicho, una palabra, que hasta ahora no había tomado en cuenta: ¿aquella secretaria había pronunciado la palabra irregularidad? No estaba seguro. Había sido una llamada con demasiada interferencia y sumado a la voz ininteligible de la mujer y mis pálpitos emocionados era difícil recordar con precisión. De lo que sí creí estar seguro era de que no había dicho la palabra ganador. ¿Acaso la palabra ganador se había escurrido entre alguna de las interferencias? ¿Irregularidad? ¿Qué tipo de irregularidad podía haber en mi relato? ¿Estaría faltando algún recaudo: mi dirección, el teléfono de la oficina, la fotocopia de la cédula? Esto último no tenía el menor sentido, pues, de haber faltado un recaudo dentro del sobre llevado a Sacven, se me habría avisado desde el comienzo y no un mes después, cerca de la fecha donde se supone entregarían los resultados.

Entonces allí, en la sala de mi propia casa, entre el vino y la charla, fui presa de un ataque de ansiedad. Comencé a recoger los ceniceros, apagué la música, vacié copas y botellas de vino, desempolvé cojines y fregué platos a una velocidad inaudita, mientras mis invitadas me miraban consternadas. Debí parecer un loco sin remedio mientras me movía frenéticamente por el apartamento. Con una dosis imperdonable de mala educación, les pedí a mis invitadas que abandonaran la casa. Ellas, naturalmente, preguntaron qué pasaba. No contesté y reiteré mi petición de que me dejaran de inmediato.

Una vez solo, comencé a repasar los acontecimientos y las posibilidades. Tomé la copia con la que me había quedado y repasé línea a línea buscando alguna palabra o alusión que pudiera herir sensibilidades. En un país tan convulsionado políticamente uno nunca sabe, pensé. Al rato me convencí de que lo que hacía era absurdo, pues no había nada hiriente ni mucho menos político. No había malas palabras (por lo menos no en exceso), no había errores ortográficos (por lo menos no a mí vista), no había errores de redacción (no según mi criterio) ¿Entonces qué? Lo único que se me ocurrió en ese momento fue que la intención del cuento no había sido plasmada del todo clara, y que el jurado evaluador quería una explicación al respecto, pues si era verdad que el cuento estaba fundado en uno de los argumentos más conocidos de nuestra literatura, también era verdad que su intención no había sido simplemente reproducirlo. Pero esto me pareció todavía más descabellado, pues ¿cuándo se ha visto que un jurado literario llame a un escritor con el fin de que le explique sus intenciones? Esa noche el insomnio fue duro, me dejó la cara de un zombi para enfrentarme al día siguiente.

El viernes dieciséis ni siquiera fui a trabajar en la mañana. Me presenté a las tres en punto en las oficinas de Sacven con el corazón latiéndome en la garganta.

-Buenas tardes. Me citaron hoy a las tres para el asunto del concurso-. Cuando dije la palabra “asunto” me temblaron las piernas.

-¡Ah, sí, el asunto del concudso! Siéntese allá y ya el licenciado les atiende- me dijo la recepcionista en un tono que me pareció descortés. Me fijé que no pronunciaba las erres y sospeché que había sido la mujer que me había llamado. Tomé asiento y miré a mi alrededor, detallé con detenimiento la sala de espera: había un televisor y varias sillas, más de las que recordaba. Me pregunté qué tanto necesitaría la gente de Sacven un televisor y una sala de espera, ¿qué vienen a esperar los autores aquí? Miré la televisión: una novela infame. Al ver a la secretaria sentada, comencé a sentirme nuevamente ansioso. “Ah, sí, el asunto del concudso”, había dicho. ¿Pero qué clase de asunto era ese que hasta las secretarias que no pronunciaban las erres conocían? Comenzaron a sudarme las manos. ¿Había dicho “les atiende”, en plural? ¿Somos varios los que estamos en el “asunto del concurso”? Hasta que por fin di con la solución del enigma: se trataba de un empate. ¡Cómo no habérmelo imaginado días antes; siempre pensando lo peor! De lo que se trataba era de citar a los dos o más ganadores a fin de arreglar la repartición del premio o llegar a algún otro acuerdo. La idea me tranquilizó bastante. Así que seguí mirando la televisión.

-En la sala de espera de la Morgue de Bello Monte también hay un televisor- me dijo un hombre que estaba sentado a dos puesto de mí y en el que no había reparado antes.

-¿Perdón?- dije

-Que en la Morgue de Bello monte instalaron un televisor, en la sala de espera, mire- me dijo el tipo extendiéndome el periódico que tenía en sus manos, abierto en la sección de Sucesos. En letras grandes decía: “Instalan nuevo televisor en la Morgue de Bello Monte”.

-Ni siquiera sabía que en las morgues había salas de espera- le dije

-Yo tampoco- respondió

-Supongo que habrá sido una exigencia de los usuarios habituales- le dije

-Caracas es insólita- dijo él y soltó una leve risilla.

Seguimos conversando sobre el hecho. Entre una y otra cosa me percaté de que el acento del tipo era andino; al principio no se percibía pero una vez que el hombre se extendía en las palabras era evidente. En efecto, me dijo que era de Mérida y que lo habían llamado de Sacven para arreglar el “asunto del concurso”. A mí también, le dije. En ese momento nos llamaron:

-Señodes, pasen podaquí

El andino y yo nos miramos ya no tan sorprendidos. A mí ya no me cabía duda de que había un empate entre él y yo. Supongo que él habrá pensado igual.

Entramos a una oficina espaciosa con vista a la ciudad y un escritorio antiguo, considerablemente grande, justo en frente de la ventana, donde reposaba una computadora blanca que nos daba la espalda; las paredes estaban forradas de libros del techo al piso. Había tres personas, dos hombres y una mujer, sentados a los lados del gran escritorio. Uno de los hombres levantó la vista y habló:

-¿Entonces sí se conocen?- nos dijo

-No, de hecho nos acabamos de conocer afuera- aclaró el andino con su amabilidad característica

-Siéntense, por favor- dijo el hombre mientras la mujer y el otro hombre nos miraban de forma extraña. Nos sentamos frente al escritorio.

En ese momento apareció en la oficina un tipo ya bastante entrado en años, de lentes y corbata, secándose las manos con un trapito. -No encontré la Ley, pero no importa…- dijo simpáticamente. Siguió:

-Buenas tardes, caballeros, mi nombre es Ángel Capelleti y soy el director ejecutivo de la Sociedad de Autores y Compositores. Estos señores a mi lado son escritores: Elena Parra, Ramiro Izari y Carlos Pérez Rulfo. Ellos son los jurados del concurso de cuentos Sacven de este año…- el viejo se quedó en silencio unos segundos, sonriendo, mirando a todos los presentes uno a uno, como intentando encontrar las palabras adecuadas para seguir. Los tres escritores permanecían en silencio.

-Por sus caras -dijo refiriéndose al andino y a mí- debo suponer que no están del todo enterados de la situación. La buena noticia, sin embargo, es que de esta oficina saldrá el ganador del concurso- dijo sin piedad.

Aquella afirmación tuvo en mí un efecto doble. Por un lado, me tranquilizaba saber que alguno de los dos era el ganador; pero, por el otro, descartaba la posibilidad del empate, lo que me dejaba nuevamente en la oscuridad. El viejo nos miraba y sonreía con una elegancia tan desmesurada que me tenía los nervios de punta. Soltó el trapito y siguió:

-Como sabrán, nuestra institución tiene varias décadas impulsando la creación en sus distintas facetas y defendiendo los derechos de autores venezolanos. Somos pioneros en la creación de la Ley sobre derechos de autor en Venezuela y como tal somos sus primeros defensores. Por lo tanto, se comprenderá que la institución se rige por un código de ética que ha permanecido invariable durante casi medio siglo. Por esto nos hemos reunido aquí- dijo, y el andino y yo nos miramos realmente desconcertados.

-Pero déjenme explicarme mejor- siguió tras una pausa- Estos señores que están aquí a mi lado, como dije, fueron los jurados evaluadores este año. En esta ocasión concursaron veintitrés piezas, una cifra bastante pobre respecto a años anteriores, acostumbrados a un promedio de cien obras o más por año. El proceso a través del cual los jurados evalúan las obras es el siguiente. Primero, se dividen el total de obras a leerse en partes más o menos iguales. Podría suponerse que el número de copias del cuento exigidas a los participantes corresponde al número de jurados que leerán la totalidad de las obras. Sin embargo, la verdad, amigos, es que un jurado no lee la totalidad de las piezas participantes. Más bien, cada jurado se lleva un lote de cuentos de los cuales debe elegir aquellos que juzgue valiosos por alguna u otra razón. El criterio de evaluación de cada uno es personal, aunque existe, como ustedes comprenderán, un mínimo de calidad exigida. Una vez que se ha hecho la primera selección, los tres jurados se encuentran y aquí sí, cada uno lee la totalidad de los cuentos de la selección preliminar. Aquí es donde se usan las copias exigidas a los participantes. Por último, tras una previa discusión, se selecciona al ganador, cuya aprobación debe ser unánime. Bien, como dije, este año la cifra de cuentos concursantes fue bastante pobre. Por ello, de cada lote, cada jurado ha seleccionado sólo una obra. En total, fueron solamente tres las piezas seleccionadas en primera instancia. Pero aquí viene la irregularidad. De las tres obras finalistas, dos eran iguales. Los jurados, intrigados, creen que hay un error y llaman a la secretaria para decirle que hay una obra repetida. La secretaria, quién es la encargada de salvaguardar los sobres cerrados con los nombres reales de los autores, coteja las obras. No, no hay ningún error, los cuentos pertenecen a autores diferentes. Inmediatamente soy informado de la situación. Discutiendo y pensando en las posibilidades, reconocemos que es completamente absurdo que una misma persona envíe el mismo cuento bajo nombres diferentes, pues no tendría más oportunidad de ganar. En todo caso, una misma persona puede enviar dos cuentos diferentes bajo nombres diferentes, bajo el nombre de un amigo, por ejemplo, a fin de que, en caso de resultar ganador, el amigo pueda cobrar el premio en su lugar… Ya se imaginarán que ustedes son los implicados en todo esto. Y sólo cabe una explicación posible: uno de ustedes plagió al otro sin saber que el otro enviaría la obra al mismo concurso. Estamos aquí para saber quién plagio a quién, y de ser necesario, en nombre de la ética que rige nuestra institución y si la voluntad del verdadero autor lo requiere, tomar acciones legales.

Yo no lo podía creer: ¿acciones legales? ¡Y todo dicho con una naturalidad y una elegancia tan perversa! El viejo nos estaba acusando de plagio y no dejaba de sonreír. Todos los dioses del cielo y del infierno sabían que yo era el verdadero autor del relato, pero ¿cómo había logrado el andino robarme el cuento? A pesar de que estaba nervioso, me mantuve calmado. El andino picó adelante:

-Señor-dijo- yo acabo de conocer al amigo allá afuera. Nunca lo he visto en mi vida.

-Es cierto. Yo no conozco a este hombre- completé, tratando de mantener la compostura. Los jurados nos miraban sobre sus asientos con caras largas y hoscas. El viejo, por su parte, estaba de pie, en el centro del escritorio, con las dos manos apoyadas sobre la superficie, señor de sus dominios, como divirtiéndose. Dijo suavemente:

-Caballeros, es indudable que estamos ante un plagio de alguno de los dos. De nada vale mentir ahora. Lo más recomendable es decir la verdad y dejar las cosas hasta aquí, cosa que yo les recomiendo- Entonces me miró y me dirigió una pregunta directa, casi asumiendo que yo era el plagiario:

-A ver, por ejemplo ¿cuándo escribió usted el cuento?

Enfurecido por la sospecha, pero haciendo un esfuerzo apolíneo por estar sereno, le contesté:

-Caballero, recuerdo la fecha y las circunstancias exactas en que lo escribí. Fue entre el veintiuno y el veintidós de enero del presente año. Y si quiere más información, puedo decirle que se me ocurrió escribirlo mientras desayunaba; y si aún no le satisface, puedo decirle que desayunaba dos empanadas de carne mechada y una malta… – El viejo pareció ignorar mi ironía e inmediatamente se dirigió al andino:

-¿Y usted, cuándo lo escribió?

El andino dijo no saber con exactitud la fecha pero dijo que había sido más o menos por esos días. Luego agregó:

-¿Tiene internet? Si me permite revisar mi correo Gmail se lo diré exactamente.

Se sentó a la computadora mientras todos los presentes le mirábamos esperando la respuesta. Tras algunos segundos tortuosos, el andino contestó con voz clara:

-Fue el dieciocho de enero, tres días antes que el señor. Quiero decir, el dieciocho fue la fecha en que lo terminé; me envié un correo con el archivo a mí mismo en ese momento porque mi computadora estaba fallando y no confiaba en ella-. La mujer se levantó y acercó a la pantalla, leía y movía la cabeza de forma afirmativa:

-Es cierto, el archivo corresponde al cuento enviado. Se lo envió a sí mismo.

Todas las sospechas apuntaban hacia mí. La fecha y el archivo demostraban que el cuento existía antes de que yo lo hubiera escrito. Pero yo no había entendido la complejidad del asunto:

-Señores- les dije-, ese correo no prueba absolutamente nada. El argumento del cuento que escribí, porque evidentemente yo lo escribí, eso pueden tenerlo por seguro, el argumento, digo, es harto conocido en nuestra literatura. Bien el amigo aquí presente pudo haber escrito su propia versión. No obstante, reconozco que existe una extraña casualidad en el hecho de haber coincidido en este argumento y precisamente en este concurso, mas no veo razón por la que debamos sospechar de un plagio. Las casualidades existen, caballeros- El viejo me miró, sonriendo, e inmediatamente respondió:

-Parece que usted no ha comprendido todavía. Los cuentos no son parecidos, son exactamente iguales, palabra por palabra.

No pude creer cuando me acerqué a la computadora y leí el archivo que estaba abierto en la pantalla: “Eran las cinco de la mañana cuando terminé de escribirlo. Aquel relato tuve que quitármelo de encima casi como un bicho aferrado a mi nuca o detrás de mi oreja.”

-¡No entiendo, es imposible, imposible!- grité como loco, como desvanecido. Luego desaparecí.